Название | La tonalidad precisa del rojo |
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Автор произведения | Manuel Broullón |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412212976 |
Se comprende que los siglos irrigan el interior de las piedras de las paredes y de los suelos. Esta mole hace la digestión de lo que cruza el umbral, convirtiéndolo en un lugar del pasado, que sin embargo, ofrece un sustento amable con el que reparar toda la materia. También la tuya al beber y comer, en tu propio cuerpo, que transmuta la sustancia en tu propia carne, integrando en el fractal —tus vasos sanguíneos— el tiempo que en ti penetra.
IX
Profanaciones (I)
El empleado se ríe sin parar. Tú también, contagiado por aquella espontánea manifestación de alegría. Con su mano, él coge una de las botellas que hay dispuestas en fila sobre la estantería del fondo, tras su espalda, rompiendo el armónico caos de formas y colores de aquella formación. Sirve un vaso pequeño –el tamaño del continente advierte de la importancia del contenido–. Sin parar de reír y con un hueco hipo que le entrecorta el habla, te explica que en la ciudad roja a aquel licor lo llaman «el vino santo». El estruendo cesa de pronto y su rostro, demudado, como si una maldición hubiera caído arrojada desde los cielos, te pide perdón con un hilo de voz: «te he escandalizado, porque en el país de donde vienes tú…». No puede ni terminar la frase, desvelando un temor irracional, fanático, expresado con un silencio elocuente.
En este silencio te puedes reconocer como extranjero, de repente, y quizás por ello, por ser un extranjero que ha dejado atrás sus altares y sus santos, eres capaz ahora de levantar el vaso y de brindar con placer profano aquel diminuto cáliz secular. También de seguir riendo, alegre, junto a alguien desconocido con quien, a pesar de todo, cabe celebrar la vida.
X
El espectador
«Hermoso es, hermosamente humilde y
confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.»
Vicente Aleixandre, «En la plaza».
Un día. Y otro. Y otro igual.
Tu percepción del tiempo se modifica al contemplar el tránsito del sol, aparentemente idéntico en cada ciclo. Nunca el instante es el mismo que el anterior o el siguiente. Una nube, un matiz, un sonido, bastan para mudar por completo el mundo, tu mundo, para anunciar que en cada ocaso los días se reducen un poco en el declive natural hacia el solsticio de invierno.
Aquel ritual diario te asegura una cotidianeidad. Eres un espectador nuevo todos los días hasta acumular una legión de conciencias vivas en cada recuerdo; una multitud de identidades.
Tal vez por ello tu cuerpo anhela hoy, una vez más, el instante preciso del atardecer. Tus pies caminan más ligeros si cabe hacia la plaza, en la que tomas asiento, para no ser el mismo de ayer ni idéntico al tú de mañana: unos ojos asombrados por el espectáculo que, sin embargo, jamás ves directamente, porque el sol siempre se oculta tras tu espalda, tras la mole de edificios que quedan al fondo. A tus ojos solo les es lícito contemplar el reflejo incompleto de la luz roja en la torre que domina el espacio transfigurado en auditorio por las tardes. Esto te basta: quizás la visión directa del astro luminoso cegaría tus ojos en su centro.
XI
Una lección universitaria
«[…] tibi, Tantale, nullae
deprenduntur aquae, quaeque inminet,
effugit arbor;
aut petisa ut urges rediturum, Sisyphe, saxum».
Ovidio, Metamorfosis.
Por historias, por azares, o por irónica casualidad, la universidad de la ciudad roja dispone de las dependencias de un antiguo monasterio de clausura, desde hace tiempo desacralizado, para celebrar sus lecciones diarias. Aquella a la que asistes hoy tiene lugar en lo que debió haber sido un refectorio en otro tiempo –alegoría del cambio al que cada cosa se ve sometida en su mundano transcurso–, a juzgar por el estrado de piedra en la parte trasera del aula, bajo una bovedilla y sobre una escalera; también por el desconchado fresco que allá, en lo alto, preside el frontal, encima de donde se sitúa hoy la cátedra, y que advierte a los estudiantes con una orden tajante: «SILENTIVM».
Al final de su lección, el profesor acata la misma sentencia haciendo una larga pausa. Después se queja con ironía citando de memoria los versos del divino Virgilio: «o buscas o empujas, Sísifo, la roca que has de retornar».
Salimos bajo los pórticos de un amplio claustro cuadrado, rodeado en su piso superior por la biblioteca: sede natural del silencio. Al acceder bajo la luz solar el profesor se detiene, te sonríe amable y te revela una lección no ya universitaria, sino universal: «mira con atención porque esto que estás viendo ahora es la ciudad en su estado más puro: rojo en las paredes, azul en el cielo. Y en verdad, lo demás poco importa, porque tenemos el sol, el aire, el cielo…».
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