Название | La ñerez del cine mexicano |
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Автор произведения | Jorge Ayala Blanco |
Жанр | Учебная литература |
Серия | |
Издательство | Учебная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786073016827 |
La ñerez suplantadora admite una lectura meramente formalista en torno a la fotogenia y la atmósfera del escenario desnudos del almacén a imagen y semejanza de los paisajes interiores de ambos almaceneros almacenados, con base en una regia fotografía de Claudio Rocha sin otras coqueterías de estilo que sus archisobrios planos abiertos y la constancia de sus semicirculares movimientos de cámara envolvente y el deliberado hieratismo de las estáticas figuras confrontadas entre columnas de dos colores más alguna banca más cierto perchero ocupado y los laterales travellings de recorrido uniendo cuerpos inmóviles mirando al frente, bien apoyados por un discreto empleo de la música de Andrés Sánchez elaborando con ínfimos elementos ecos de temas que parecen populares para contrastar los estruendos metaleros (tipo Trash metal) que acompañan a Nin en sus entusiastas trayectos matutinos rumbo a la chamba con alguna bolsa negra de contenido sorpresivo (la silla plegable, por ejemplo), una dura edición sin fiorituras de Juan Manuel Figueroa (algo que jamás se hubiera propuesto una película también con sólo dos personajes tan fallida como 7:19, la hora del temblor de Jorge Michel Grau, 2016), el amplificado golpeteo monótono del minutero del reloj como gran idea naturalista-kubrickeana del inventivo diseño sonoro de Erick Ruiz, el encorsetado vestuario quasi protagónico de Alejandra Dorantes y la atinada dirección de arte de Jay Aroesty, en suma, un formalismo que ha despreciado, depreciado y desperdiciado todas las formas y reglas convencionales de la estructura tradicional / antitradicional al uso, tanto como la coherencia y su derivada circunstancia, para conquistar el imperio de una congruencia cinedramatúrgica quintaesenciada.
La ñerez suplantadora plantea, ilustra, glosa, elogia velada o explícitamente e incluso glorifica subrepticiamente, desde un punto de vista nietzscheano, dos formas en apariencia distintas, opuestas, contradictorias y enfrentadas de una misma moral, activa de Don Lino y pasiva de Nincito, experimentada del viejo e incipiente del joven, socarrona en el veterano y soterrada en el novato, obtusa en el cansado Lino y lúcida en el fresco Nin, involutiva con el hombre del tiempo transcurrido y evolutiva en el lozano muchacho del tiempo de antemano cercado, pero en ambos casos medra una idéntica postura de resignación esencial ¡en relevos generacionales!, esa moral del esclavo (Sklavenmoral) definida por el filósofo prusiano Friedrich Wilhelm Nietzsche (en su asalto a la metafísica y su transvalorativa crítica de la moral contenidos en La genealogía de la moral, 1887) como ese espíritu cristiano hijo del resentimiento y del hombre-masa ¿también el orteguiano? obsedido por conseguir una seguridad a toda prueba, esa mentalidad de rebaño satisfecho siempre tradicionalista y acomodaticio por instinto, esa enorme e inagotable capacidad para reaccionar contra todo lo que podría ennoblecerlo o empoderarlo sacándolo de su condición ancilar, esa inserción dentro de la exclusiva búsqueda del bienestar y la diversión y el inconsciente mantenimiento de su propia debilidad y mediocridad, ambos sujetos intercambiables Nin y Lino en feroz oposición con la moral del amo (Herrenmoral) entendida como valentía, fuerza y decisión, enfocada al poder, la nobleza, la felicidad, la valentía, la incompasiva belleza y la elevada afirmación del sentido de la vida, en suma, una moral dada in absentia, representada acaso por la omnipresencia del ámbito que envuelve a la acción, el Almacén mismo, el personaje-espacio, incorpóreo pero no inmaterial, y así no es por azar que la Voz del Amo (con su contador auxiliar) permanezca inaudible, aun cuando se le esté tomando el pelo con supuestas órdenes médicas de psiquiatra, y sólo consiga oírsele una vez concluido el relato, durante los créditos finales, cantando con estruendo de alegría triunfal, aunque horrendamente desentonada, “Aquí vine porque vine / a la feria de las flores / no hay cerro que se me empine / ni cuaco que se me atore”, una vernácula tonada prepotente-voluntariosa-impositiva-egotista-desafiante si las hay, como corresponde a la nietzscheana moral del amo, que remite y entronca, vía canción ranchera, con los presuntamente filosóficos cánticos y baladas-tema de José Alfredo Jiménez de En el último trago, la anterior inclasificable cinta fabulesca del inclasificable Zagha Kababie.
Y la ñerez suplantadora va a hacer desembocar y concluir en la melancolía nostálgica de una ruptura y una despedida que no pueden ser tales al Señor Lino que se niega a salir por la abertura fractal de una puerta hacia la luminosidad de lo real indeterminado de todos tan temido (“A lo mejor vengo de nuevo el lunes, para ayudar en lo que haga falta”).
La ñerez reciclada
En Oso polar (Zensky Cine - La Torre y el Mar, 70 minutos, 2017), insólito tercer largometraje independiente del experimentado TVserialista y ambicioso autor total capitalino en Madrid y Vancouver formado de 40 años Marcelo Tobar (Dos mil metros (sobre el nivel del mar), 2008, y Asteroide, 2014), filmado a lo prángana seudodemocrático con dos iphones y un Nokia vetarro pero con millonarias producción y posproducción y consiguiendo un extraveloz lanzamiento comercial, mejor largometraje de ficción en el Festival de Morelia 2017 (merced a un curioso aunque quizá apantallable o paternalista jurado-coctel culturalmente de lujo institucional-marginal que integraron Cristian Mungiu, Karel Och, Bela Tarr, Christoph Terhechte y Charles Tesson), el sonriente perpetuo grabador celular compulsivo (“A ver, ¿qué grabas?” / “Me gusta grabar cosas, caminos, momentos”) y afable desempleado treintón medio traumatizado medio flamantemente recuperado Heriberto Heri (Humberto Busto aún más formidable que en El incidente) recién regresa de un seminario del cual desertó y de cosechar fresas gracias a las cuales se regeneró para reconciliarse con la vida, ha heredado de su aplastante madre Miss repartidora escolar un añejo Ford 1982 jodido que se detiene quizá para siempre cada que se enfría (“Está bien Mad Max tu carro”) y con ella se acomide a darles un aventón, cruzando Ciudad de México de norte a sur hacia un generacional festejo rutinario al que nunca ha asistido (“Oye, ¿viste el video de la reunión pasada?” / “No, se ve que estuvo buena”