Vida de lago. David James Poissant

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Название Vida de lago
Автор произведения David James Poissant
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789876286084



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Sigue la luz hasta un claro y ahí está Jake, a orillas del río, el cabello peinado con gel, los pantalones ajustados, los dientes apretados y los ojos clavados en la pantalla del celular.

      —No tengo señal —dice.

      —¿A quién quieres llamar, Jake, a Marco? —A Thad no le gusta Marco. No lo conoce, pero la sola idea de su existencia le disgusta. El primer amor perdura, los recuerdos húmedos e imborrables, y Thad está seguro de que Marco todavía significa algo para Jake.

      Juntarse a almorzar, dijo Jake. ¿Pero desde cuándo juntarse para almorzar es sólo eso para Jake?

      —Respecto de mañana —dice Thad.

      —No estás obligado a venir —dice Jake, pero sus ojos siguen clavados en el teléfono.

      —¿Y si no voy?

      —Si no vienes, no vienes, me da igual.

      —¿Y si a mí no me da igual?

      Jake baja el teléfono.

      —No me gusta —dice Thad—. No quiero ese almuerzo.

      Saca la marihuana y el papel del bolsillo, arma un porro, lo enciende y da una pitada. La niebla de su cerebro se disipa. La estática se aclara. Los sonidos son más nítidos. Jake cruza el claro y Thad le ofrece el porro, sabiendo que no lo va a aceptar. Jake fue criado dentro de la religión, y la religión dejó su marca. Para ser un artista en una relación abierta con otro hombre, es sorprendente la cantidad de cosas que siguen siendo pecado para Jake.

      Jake lo atrae hacia él.

      —Te amo. ¿Me crees?

      Thad asiente. Le gustaría creerle.

      —Marco es un amigo. Antes era más que un amigo. Ahora no, es un almuerzo. Nada más.

      Las manos de Jake buscan la cara de Thad, pero Thad retrocede. Da otra pitada, exhala.

      —Michael no quiere que mis padres vendan la casa.

      Jake chequea su teléfono.

      —Qué estupidez. Tus padres pueden tener algo mucho mejor que ese tráiler. Tienen buenas pensiones, ¿no?

      —No comprendes.

      —Por supuesto que comprendo —dice Jake—. Entiendo el sentimiento de apego. ¿Crees que quiero vender todo lo que pinto? Pero tus padres necesitan pensar a largo plazo. A veces tienes que soltar lo que amas para amar lo que tienes.

      Thad juraría que oyó pronunciar esas mismas palabras a Frank. O eso, o son de alguna película, alguna escena donde la música sube y el protagonista expresa esa clase de verdad que sólo suena profunda cuando va acompañada por violines.

      —Entiendo que la casa tiene un valor sentimental —dice Jake—. ¿Pero valor en serio? Si encontrara algún imbécil que me sacara ese lastre de las manos, agarraría el dinero y saldría corriendo. Tu padre lo sabe. No sé por qué Michael discute con él. ¿Quién discute con un genio?

      Thad niega con la cabeza.

      —Papá no es un genio.

      —Pero ganó esa beca.

      —La MacArthur —dice Thad—. La llaman la beca de los genios. Pero eso no quiere decir que en realidad sea…

      —Pareces sentirte amenazado.

      —No me siento amenazado.

      Thad da una pitada. El porro de Teddy es más fuerte de lo que solía ser y por un segundo la cabeza le da vueltas. Necesita sentarse, pero no está seguro de poder volver a pararse. Además, la naturaleza lo pone ansioso. Las hojas secas y los gusanos, las hormigas y el pasto. Las plantas son para fumar, no para sentarse encima.

      Arriba se encienden diez mil estrellas. Maldita sea. Se sienta.

      —De todos modos —dice—, no es una decisión de papá. Por cómo lo están planteando, juraría que es cosa de mamá.

      Da la última pitada y apaga el porro en la tierra.

      —Más allá de quién haya tomado la decisión —dice Jake—, es la decisión correcta. Estarán mucho mejor en un lugar más lindo, en un lugar cálido, en un lugar con menos impuestos. Florida es una grasada, por supuesto, pero la gente se amontona ahí por una razón. Es, ¿cómo decirlo?, el paraíso de los viejos.

      Thad quiere llorar. Tal vez sea la marihuana. Tal vez sea el niño. Quizás el día tan largo. Tal vez sea su miedo de Marco y lo que pueda pasar mañana. Pero, todavía más que llorar, quiere que Jake entienda. Quiere que vea la casa tal como era hace treinta años. Cómo brillaba. Lo limpia que estaba. Lo mullida que era la alfombra cuando te sacabas los zapatos. La cocina llena de olor a pescado fresco y papas que se freían en la misma sartén de hierro. Y cómo se te cerraba la garganta de emoción cuando entrabas por la puerta después de haber pasado un año lejos.

      Quiere que Jake vea que es imposible ponerle precio a esos recuerdos, que el tiempo es algo voluble, y que cualquier manera de detener su paso, de aferrarse al pasado, vale cien condominios con vista a la playa en Florida.

      Pero sobre todo quiere recordarle a Jake que ninguna de estas cosas tiene nada que ver con él.

      —¿Nada más que juntarse a almorzar? —dice.

      La tierra gira bajo sus pies. A su lado, el río abre un surco hacia el mar.

      Jake suspira. Guarda el teléfono en el bolsillo. No dice nada y Thad tampoco dice nada. Jake da media vuelta y empieza a caminar río arriba y Thad se queda solo.

      En la orilla hay una roca, grande, y se trepa a ella. La roca está mojada y erosionada, cubierta de líquenes. Se sienta. Respira hondo. Y por fin, llora.

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