Название | La profesión de los labios |
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Автор произведения | Nayib Camacho O. |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585900837 |
De vez en cuando Albóndiga robaba revistas o cosas sin importancia. No era ambicioso. Pero un día un recién llegado al combo puso en duda sus capacidades. Rápido le probó que conservaba intactas sus facultades: robó la batería y la sirena del carro de la policía. Muy contentos esa noche tuvieron luz y música. Y fue en esa esquina de la veintitrés donde Cruzana vivió la aventura que la puso a cargar ollas al amanecer.
Era de madrugada y Cruzana salía de un bar salsero con su novio. Seguirían la rumba en otro lado. Avanzaron una cuadra. Un grupo de menesterosos alardeaba de sus olores esquineros. Sus miradas eran espirales que resecaban la calle. Cruzana sintió miedo. Un pánico clasista la llenó de terror cuando el más feo, horrible, maloliente y sucio del grupo se les acercó. Su ojo hambriento habló: Una moneda o un billetico p’al caldo.
Estaba fuera de órbita pero sereno. El hambre se le escurría entre la barba pegachenta. Ya se llevaron las canecas. Cruzana apretó con fuerza la mano de su pareja y se estrechó más a su cuerpo. Sintió que las cervezas se le cuajaban. Ahora estaba horrorizada. El novio demostró coraje y no echó atrás.
—Acompáñeme al cajero. Si hay plata, le doy.
—¿Y si no hay?
—Tranquilo... Allá hay.
Subieron por la calle de los cines. Cruzana repetía cosas incomprensibles mientras la niebla mañanera le salía por la boca. Su novio marcaba el paso ajustándose las gafas cada tres metros. El indigente lamía su botella de gasolina, meciéndose por la acera. Más atrás, como guardaespaldas, los otros desechables los seguían sin perderlos de vista. A veces los entretenía patear una botella. La pareja imponía el ritmo. Cuando aumentaban la velocidad, los míseros hacían lo mismo. Si el par de rumberos perdían el ritmo, los andrajosos también se hacían lentos. Hasta los perros mantenían la distancia en medio de las mudas calles. Cruzana sentía que el pelo le crecía más rápido. El paso que marcaban de una cuadra a otra era un intento fracasado por correr entre arenas movedizas.
La obstinada persecución de los callejeros terminó cuando Cruzana, su novio y el indigente llegaron al cajero electrónico. Un perro levantó la pata y orinó contra el vidrio. La promesa estaba ahí. Pero no había nada. No funcionó el cajero. El novio olvidó la clave. No mentía y comenzó a sudar. Le creo, le creo. El indigente se frotó la barba con el antebrazo y se limpió los mocos; luego se abrigó el pecho. A Cruzana se le desordenó la respiración y al novio se le empañaron los lentes. El hombre sopló el cuenco de sus manos y algo sacó del bolsillo. Tome estos cinco mil y váyase aunque sea en bus con esa muchacha tan linda. Y su risotada ahuyentó a los gatos que merodeaban entre la basura. Cruzana dice que la brillante dentadura del indigente le iluminó el destino. Su risa se le pegó en el alma.
Cruzana llegó a repartir su merienda. Sus botas dejaban una carga de barro en los bordes de la acera. El piso estaba frío. Todavía caía agua. Los pliegues del andén resoplaban humedad y escalofrío. Un perro mordía media hamburguesa. No había más. Albóndiga comentó que estaba pensando en buscar un sitio donde no se mojara tanto. Un lugar sin tanto tráfico, donde pueda soñar. Desayunó y echó humo. Y casi meditando se concentró. Recostado en una caneca se quedó lelo, paralelo, atontado en su mundo. Cruzana siguió en su labor de esquina en esquina.
Iban a ser las seis de la mañana cuando Albóndiga se despertó con el ruido. No era el estruendo habitual de los carros sino el bullicio de la policía. Llegaron con la algarabía de la autoridad. Tumbaron cambuches y apagaron fogatas. Los carbones rodaron por el suelo. Albóndiga quería descansar. Hacía mucho frío. El día no estaba como para levantarse temprano. El rincón estaba acogedor y los cartones estaban calienticos. Además le dolía la espalda. ¡Muévase, marica!, gritó un policía dándole vueltas al bolillo. ¿O quiere que le dé su desayuno?
Albóndiga siguió en su mundo de ensoñación, calmado, sin afanes, en su mundo de preguntas. ¿Es que me va a dar consomé de pollo? Entonces el gigante de uniforme verde le estalló el bolillo en la boca.
Cuando Cruzana supo del bonche regresó al lugar. Encontró a Albóndiga con las manos en la boca y la mirada perdida. Su abrigo estaba chispeado de sangre. Tenía los ojos concentrados en el infinito. Temblaba. Ella le encendió su cigarrillo especial. La sintió como la humareda que lo acompañaba desde hacía muchos años. Bajo los puentes hay que compartir demasiado. Cruzana le aceptó una calada y se quedó mirando hacia el asfalto. Aspiró otra vez hasta quedar alelada. Todavía saltaban en la superficie pequeños destellos de luz, piedritas blancas, refulgentes joyas, albos guijarros luminiscentes. Era la risa del amanecer. Puro calcio esparcido.
Una belleza en conserva
Quince días atrás nos asignaron un trabajo. Se trataba de un portafolio contra la osteoporosis. Debía ser una campaña duradera. La modelo que llegó al estudio era una señora muy bella. Volví a modelar por gusto, mis nietos insistieron. Estaba retirada. Hicimos los preparativos y tomamos algunas fotografías. La noté cansada, acosada. Acordamos empezar al día siguiente. Aceptó. Fue muy amable, incluso demasiado cordial con Alirio, el diseñador publicitario, el alma de la agencia.
Al día siguiente fui a la oficina pero el trabajo quedó suspendido. Sucedió una desgracia. Vi el periódico. La mujer de la portada era la modelo que estuvo la tarde anterior en el estudio. Una tragedia la abordó y estaba muerta. Ese día Alirio no fue a laborar.
Pasó una semana y Alirio no regresó. Me preocupó su ausencia. En veinte años de trabajo, nunca faltó. A lo mejor estaba sumergido en su mundo de imágenes. Lo llamaron pero no contestó. Por un mensaje en la recepción supimos del deceso de su esposa. Compartíamos despacho y quise pasar a saludarlo. Alguna vez me indicó dónde quedaba su casa. Éramos compañeros de trabajo y solo hablábamos a la hora del almuerzo. Residía cerca de la agencia. Fui hasta allí y timbré. Lo vi asomarse por entre las cortinas del segundo piso. Pasaron unos minutos. Abrió la puerta y me invitó a seguir.
Era sorprendente la cantidad de fotografías colgadas en todas partes. Unas enmarcadas, otras pegadas sobre retablos o adheridas a las paredes. Alirio aclaró que todas correspondían a su esposa. Mientras veía un escaparate lleno de frascos de verduras y frutas en conserva, recordé la imagen que Alirio atesoraba sobre el escritorio. Su cara me parecía conocida. Una especie de revelación me dio a entender quién era la difunta. Pensé en la modelo de los días anteriores. Lo vi muy afectado.
Dándole sentido a su tristeza me ofreció un coñac. Se notaba que llevaba varios días sin hablar. Contó que todo fue rápido. El accidente lo tenía impactado. Era muy linda. Estaba alelado mirando un retrato. La vi y quedé enamorado. Se levantó y limpió los lentes. Treinta años entregados a ella. Su acento arrastraba dolor. Nunca un disgusto, jamás una palabra indebida, menos un gesto displicente.
Me ofreció otro trago. De los anaqueles de la biblioteca extrajo un álbum grueso, limpio y ordenado. Comenzó a mostrarme su contenido. Quería irme, pero lo había incitado a hablar y sería descortés dejarlo solo. A medida que contaba su historia iba retirando fotos de mujeres jóvenes y bellas, de épocas pasadas. Viejos amores, hasta cuando llegó ella. De aquella iconografía conservaba su metamorfosis, su evolución a través de los años. Entonces pronunció un discurso sobre la corrupción de la piel. No entendí nada.
Alirio creía que la fórmula de la progresión aritmética se aplicaba a la belleza, que todo era gradual. El asunto se desmitificaba cuando el