Название | El derecho contra el capital |
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Автор произведения | Enrique González Rojo |
Жанр | Социология |
Серия | Ensayo |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786079612085 |
La organización laboral fue la única forma coherente de resistencia que el incipiente movimiento obrero encontró ante este panorama. Ciertamente no existía un consenso respecto a las modalidades que las asociaciones de trabajo debían adoptar, tampoco existía un acuerdo sobre el grado de participación que debía tener el Estado o sobre las condiciones de la competencia mutua,79 sin embargo, una cosa resultaba clara: sin ellas era imposible enfrentar la doble dependencia que se les imponía a los trabajadores en el naciente mercado de trabajo. Ahora bien, en las décadas previas el fourierismo y el saintsimonismo habían evidenciado que la asociación otorgaba una dignidad y una fuerza imposibles de alcanzar de forma individual; sin embargo, sólo la tradición republicana logró vincular esa experiencia con un programa político coherente, un programa que, fiel a la tradición ilustrada, se encontraba arropado por el lenguaje del derecho natural.80
Así, en lugar de apelar a la benevolencia del “noble burgués”, el movimiento obrero81 comenzó a exigir un “derecho natural” como el derecho de asociación para enfrentar los estragos del “imperio de la competencia ilimitada”. Después de las huelgas de 1833, por ejemplo, la monarquía de Luis Felipe impidió la organización de los trabajadores, como respuesta los mutualistas pidieron el respeto de su libertad y la garantía de sus derechos naturales:
Considerando como tesis general que la asociación es un derecho natural de todos los hombres, que es la fuente de todo progreso.
Considerando, en particular, que la asociación de trabajadores es una necesidad de nuestra época, que es una condición de existencia […]
En consecuencia, los mutualistas protestan contra la ley liberticida de asociaciones y declaran que nunca inclinarán la cabeza bajo ese yugo arbitrario y que sus reuniones no se suspenderán nunca. Basados en el derecho más inviolable, es decir, a vivir trabajando resistirán con toda la energía que caracteriza a los hombres libres.82
Las constantes represiones de la década de 1830 dejaron bastante claro que el régimen de la monarquía orleanista era incompatible con el derecho de organización de los trabajadores. Muy pronto, los obreros comprendieron que no habría ninguna transformación en sus condiciones materiales de vida sin que se transformaran los cimientos de la institucionalidad política. Así, la soberanía popular volvía a estar en el centro del tablero político.83 Sin embargo, su defensa no se presentaba como una alternativa ante un régimen sostenido en la libertad de los individuos, sino como su condición de posibilidad. De forma enteramente distinta a lo planteado por Constant, la mal llamada “libertad de los antiguos” se presentaba como la única vía para permitir que “la libertad de los modernos” se ampliara a las clases populares. Y es que, como los hechos no dejaban de constatar, el mantenimiento de un régimen que constantemente arrebataba los derechos políticos a la clase trabajadora les negaba cualquier instrumento para combatir esas formas de dependencia que restringían su libertad (antigua y moderna) en el mundo del trabajo. En uno de los muchos panfletos escritos en la época un tal Marc Dufraisse afirmaba:
¿Cómo queréis alcanzar el bienestar mientras la aristocracia burguesa y financiera sea la única soberana? [… ] Hace falta, para mejorar definitivamente la condición del pueblo, que ése recobre el ejercicio de su soberanía […] Entonces el gobierno, propiedad del pueblo, instrumento de los deseos, de los intereses y de las necesidades, no de una fracción de privilegiados, de una minoría de egoístas, sino de todos; el gobierno, centro de una vasta asociación, agrupando alrededor de él todos los brazos y todas las inteligencias, protector de los derechos del pueblo y apoyándose en él, se comprometerá a liberar al proletario. Florecerán las asociaciones de trabajadores, os proporcionará los fondos necesarios para crear vuestros establecimientos.84
Con el paso del tiempo, el deterioro de la monarquía de julio convenció a sectores de la sociedad cada vez más amplios sobre la necesidad de una transformación del régimen político. Los banquetes de 1847 canalizaron el descontento generalizado a través de la petición de una reforma político-civil, sin embargo, muchos de sus partidarios no tenían ningún interés en las demandas de los trabajadores y tampoco estaban demasiado convencidos de que esa reforma debería llevar a la instauración del sufragio universal. El 29 de noviembre de 1847, Engels se esforzaba en explicar a los ingleses las diferencias existentes dentro del movimiento reformista francés de la siguiente manera:
“¿Pero qué clase de reforma se exigen?”, preguntarán ustedes, las propuestas de reformas difieren tanto como pueden diferir entre sí los matices del liberalismo y el radicalismo. La exigencia mínima [defendida por los liberales] es la de que el derecho de sufragio se extienda a las capacidades —los que en Inglaterra tal vez llamarían ustedes la gente académica—, aunque no paguen los 200 francos de impuestos directos, que son hoy un requisito para poder votar. Los liberales, además, comparten más o menos con los radicales otras propuestas […].85
Según esta caracterización,86 el ala liberal del orleanismo exigía la ampliación del sufragio a un grupo limitado de personas consideradas capaces o, en el mejor de los casos, apostaba por la reducción de la renta necesaria para poder votar. En sentido estricto, esto significaba que los liberales se daban por satisfechos con una reforma que ampliara el derecho de participación política para los círculos intelectuales y la pequeña burguesía, pero no para los trabajadores asalariados. Los radicales, por el contrario, exigían el sufragio universal porque, entre otras razones, veían en la ampliación de derechos políticos un instrumento para enfrentar los estragos del mercado laboral.87 En un artículo distinto publicado en la antesala de la revolución de febrero, Engels citaba el discurso pronunciado por Floçon en uno de los pocos banquetes organizados por los demócratas:
Aquí a nuestro lado, la democracia, con sus veinticinco millones de proletarios88 a los que tiene que liberar y a los que da la bienvenida con los nombres de ciudadanos, hermanos, hombres iguales y libres; allí la oposición bastarda con sus monopolios y su aristocracia del dinero. Ellos hablan de reducir a la mitad el censo de la fortuna necesario para votar. ¡Nosotros, por nuestra parte, proclamamos los Derechos del Hombre y del Ciudadano!89
Floçon se refería a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano aprobada por el jacobinismo radical en 1793, en la cual se eliminaba la distinción entre ciudadanos activos y pasivos. Como entonces, la ampliación de derechos políticos era inseparable de la lucha contra la miseria y la dependencia, sólo que ahora esos fenómenos estaban asociados a un mercado de trabajo desregulado.
Uno de los personajes que comprendieron mejor este vínculo fue Alexis de Tocqueville. En un discurso pronunciado en la Cámara de diputados el 27 de enero de 1848, el francés lamentaba que las “pasiones” del republicanismo radical “de políticas, se [hubieran] convertido en sociales”, poniendo en riesgo las bases sobre las que reposa “el ordenamiento natural” de la sociedad.90 Y es que, para Tocqueville, la democracia sólo era defendible si la ampliación de los derechos políticos no implicaba una intervención del derecho en el orden de lo social. Aunque partidario del sufragio universal, el autor de La democracia en América coincidía con el grueso de los liberales en que la esfera de la “sociedad civil” respondía a un conjunto de reglas económicas incompatibles