Práctica del amor a Jesucristo. San Alfonso María Ligorio

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Название Práctica del amor a Jesucristo
Автор произведения San Alfonso María Ligorio
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418631535



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hoguera que de tal modo inflama a los que a ella se acercan, que como leones que echan fuego por la boca debemos levantarnos de aquella mesa, hechos fuertes y terribles contra los demonios».

      Decía la Esposa de los Cantares: Me condujo a la casa del vino, enarbolando sobre mí el pendón del amor [21]. Escribe San Gregorio Niseno que la comunión es la bodega, donde el alma de tal modo queda embriagada de amor divino, que la hace como enloquecer y perder de vista todas las cosas criadas; que esto significa aquel languidecer de amor del que a continuación nos habla la Esposa: Reanimadme con manzanas, porque estoy enferma de amor [22].

      Habrá quien diga: Por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor; y a este tal le responde Gersón diciendo: «Y ¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego?». Cabalmente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amar a Jesucristo. «Acércate a la comunión –dice San Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico». Cosa igual decía San Francisco de Sales en su Filotea: «Dos clases de personas tienen que comulgar con frecuencia: los perfectos, por hallarse bien dispuestos, y los imperfectos, para llegar a la perfección». Pero no hay que olvidar que para comulgar frecuentemente se necesitan tener grandes deseos de santificarse y crecer en el amor a Jesucristo. El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde: «Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él, que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese».

      Afectos y súplicas

      ¡Oh Dios de amor!, ¡oh amante infinito y digno de infinito amor!, decidme: ¿qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? No os bastó haceros hombre y sujetaros a nuestras miserias; no os bastó derramar por todos nosotros la sangre a fuerza de tormentos y después morir consumado de dolores en el patíbulo destinado a los reos más infames. Acabasteis por ocultaros bajo las especies de pan para haceros nuestro alimento y así uniros por completo con cada uno de nosotros. Decidme, os pregunto nuevamente, ¿qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? ¡Desgraciados si no os amáramos en esta vida; porque, al entrar en la eternidad, cuáles no serían nuestros remordimientos!

      Jesús mío, no quiero morir sin amaros, y sin amaros con todas mis fuerzas.

      Siento dolor por haberos causado tanta pena; me arrepiento de ello y quisiera morir de puro dolor.

      Ahora os amo sobre todas las cosas, os amo más que a mí mismo y os consagro todos los afectos de mi corazón. Vos que me inspiráis este deseo, dadme fortaleza para llevarlo a la práctica.

      Jesús mío, Jesús mío, no quiero de vos otra cosa sino a vos; ya que me habéis atraído a vuestro amor, todo lo dejo y renuncio a todo para unirme a vos, pues vos sólo me bastáis.

      María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí y hacedme santo; vos que a tantos trocasteis de pecadores en santos, renovad otra vez este prodigio con vuestro siervo.

      CAPÍTULO III:

       DE LA GRAN CONFIANZA QUE NOS DEBE INSPIRAR EL AMOR QUE JESUCRISTO MANIFESTÓ EN CUANTO HIZO POR NOSOTROS

      David depositaba toda su confianza en el futuro Redentor, y exclamaba: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás; Señor, Dios de verdad [1]. ¡Con cuánta mayor razón habremos nosotros de confiar en Jesucristo después de venido al mundo y acabado la obra de la redención! Por eso, con mayor confianza, debe repetir cada uno de nosotros: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad.

      Si tenemos sobrados motivos de temer la muerte eterna, merecida por nuestros pecados, mayores y más fuertes motivos tenemos para esperar la vida eterna, apoyados en los méritos de Jesucristo, que son de infinito valor y más poderosos para salvarnos que lo fueron nuestros pecados para perdernos. Habíamos pecado y merecido el infierno, pero el Redentor vino a cargar con todas nuestras culpas y las expió con sus padecimientos: Mas nuestros sufrimientos Él los ha llevado, nuestros dolores Él los cargó sobre sí [2].

      En el punto mismo en que caímos en pecado, lanzó Dios contra nosotros sentencia de condenación eterna, y ¿qué hizo el compasivo Redentor?: Cancelando el acta escrita contra nosotros con sus prescripciones, que nos era contraria, la quitó de en medio, clavándola en la cruz [3]. Con su sangre canceló el decreto de nuestra condenación y lo fijó en la cruz, para que, al levantar la vista para mirar la sentencia condenatoria, viésemos a la par la cruz donde Jesús moribundo lo enclavó y borró con su sangre, y así renaciera la esperanza de perdón y de salvación eterna.

      ¡Y cuánto mejor habla a favor nuestro y nos alcanza divina misericordia la sangre de Jesucristo que hablaba contra Caín la sangre de Abel! [4]. Pecadores, dice el Apóstol, ¡felices de vosotros, que después de pecar acudís a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y los pecadores y recabar de Él vuestro perdón! Si contra vosotros claman vuestras iniquidades, a favor vuestro clama la sangre del Redentor, y la divina justicia no puede menos de aplacarse a la voz de esta sangre.

      Cierto que de todas nuestras culpas habemos de rendir estrecha cuenta al eterno Juez; pero y ¿quién será este nuestro juez? El Padre... todo el juicio lo ha entregado al Hijo [5]. Consolémonos, pues, que el Eterno Padre puso nuestra causa en manos de nuestro mismo Redentor. San Pablo nos anima con estas palabras: ¿Quién será el que condene? Cristo Jesús, el que murió... es quien... intercede por nosotros [6]. ¿Quién es el juez que nos ha de condenar? El mismo Salvador, que, para no condenarnos a muerte eterna, quiso condenarse a sí mismo, y, en consecuencia, murió, y, no contento con ello, ahora en el cielo prosigue cerca del Padre siendo mediador de nuestra salvación. Santo Tomás de Villanueva dice al pecador: «¿Qué temes, pecador? ¿Por qué desconfías? ¿Cómo te condenará, si te arrepientes, quien murió para que no te condenaras? ¿Cómo rechazará a quien a Él vuelve el que bajó del cielo para buscarte?».

      Y si por razón de nuestra flaqueza tememos sucumbir a los asaltos de nuestros enemigos, contra los cuales es menester combatir, he aquí, según dice el Apóstol, lo que tenemos que hacer: Corramos, por medio de la paciencia, la carrera que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz, sin tener cuenta de la confusión [7]. Corramos, pues, con ánimo esforzado a la pelea, mirando a Jesús crucificado, que desde la cruz nos brinda con su auxilio y nos promete la victoria y la corona. Si en lo pasado caímos, fue por no haber mirado las llagas y las ignominias que nuestro Redentor padeció y por no haberle pedido su ayuda. En cuanto a lo porvenir, no dejemos de tener ante la vista cuanto por nosotros padeció y cuán presto se halla a socorrernos desde el punto que acudamos a Él, y así a buen seguro que saldremos triunfantes de nuestros enemigos. Santa Teresa decía, con su intrépido espíritu: «Yo deseo servir a este Señor... No entiendo estos miedos: ¡Demonio!, ¡demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar». Por el contrario, decía la Santa que, si no ponemos en Dios toda nuestra confianza, de poco o ningún provecho será toda nuestra diligencia: «Buscaba remedio, hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios».

      ¡Qué grandes misterios de confianza y amor son para nosotros la pasión de Jesucristo y el Santísimo Sacramento del Altar!, misterios que fueran increíbles si la fe no nos certificara de ellos. ¡Un Dios omnipotente querer hacerse hombre, derramar toda su sangre y morir de dolor sobre un patíbulo!, y ¿para qué? ¡Para pagar por nuestros pecados y salvar así a los rebeldes gusanillos! Y ¡querer dar después a tales gusanillos su mismo cuerpo, sacrificado en la cruz, y dárselo en alimento para unirse estrechamente a ellos! ¡Oh Dios, tales misterios debieran inflamar en amor todos los corazones de los hombres! ¿Qué pecador, por perdido que se crea, podrá desesperar del perdón si se arrepiente del mal hecho, viendo a un Dios tan enamorado de los hombres e inclinado a dispensarles toda suerte de bienes? Esto inspiraba tanta confianza a San Buenaventura, que prorrumpía en estas palabras: «¿Cómo podrá negarme las gracias necesarias a