Vaticinio de amor. Christine Cross

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Название Vaticinio de amor
Автор произведения Christine Cross
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418616082



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túnica blanca. Soltó un suspiro casi inaudible. Desgraciadamente, Lavinia también había heredado la disposición a la terquedad y el orgullo de su padre, así que sabía que no aceptaría el consuelo ni sus sabias palabras por mucho que se las ofreciera, al menos por el momento. Su hija era todavía joven, aún había tiempo para hacerle cambiar de idea, así que le dio unas palmaditas en la mano y se contentó con decirle unas pocas palabras.

      —Ya veremos.

      No hubo nada que ver, sino el fatídico cumplimiento del oráculo. Una tarde llegó un mensajero para entregar una misiva a Quinto Lavinius, que este enseguida compartió con su esposa. Flavia rompió a llorar nada más leerla, y su marido, poco adepto a las lágrimas, y torpe en el arte de consolar a su mujer, prefirió encarar la tarea de transmitir las noticias a su hija. Le explicó que era un gran honor el que se le concedía;le dijo que tenía que estar a la altura de las circunstancias y un montón de cosas más o menos coherentes a las que Lavinia no prestó atención, horrorizada como había quedado tras el anuncio de su padre. El oráculo se había cumplido. No se casaría nunca; iba a convertirse en una de las seis vírgenes que guardaban el templo de Vesta.

      Cuando Flavia pudo controlar sus lágrimas, corrió a la habitación de su hija para ayudarla a controlar las suyas. La encontró sentada, mirando con ojos vacíos la pared. Se sentó a su lado y comenzó a hablar con la esperanza de que reaccionara.

      —Lavinia, querida —la llamó suavemente mientras le colocaba detrás de la oreja un mechón que había escapado del hermoso recogido que llevaba—, ¿sabes que lo que te ha dicho tu padre puede no suceder? Quiero decir que tal vez no te conviertas en sacerdotisa. Igual que tú, han sido elegidas otras diecinueve muchachas de entre las familias nobles. Cuando se echen las suertes en el senado, solo seis de entre las veinte servirán en el templo de las vestales. No tienes por qué ser tú una de ellas, mi niña.

      —Seré yo —manifestó con una vocecilla temblorosa esforzándose para contener las lágrimas—; lo dijo el oráculo. Yo no les he hecho nada a los dioses, entonces, ¿por qué me odian?

      —No te odian, cariño, eres una niña muy buena —le aseguró su madre enjugando con los dedos aquel dulce rostro bañado en lágrimas.

      —Pero es que te mentí, mamá; yo sí que quería casarme.

      Se arrojó en sus brazos y Flavia pudo sentir las convulsiones de su pequeño cuerpo al sollozar. Le acarició la cabeza y le besó el cabello mientras derramaba sus propias lágrimas rogando a la diosa Fortuna que cambiase el destino de su niña.

      La caprichosa diosa no quiso escuchar sus ruegos de madre. Le bastó ver el rostro de su esposo para saberlo. Entre las veinte niñas de entre seis y diez años, propuestas por el Pontífice Máximo, se habían echado las suertes, y esta había recaído sobre Lavinia. Flavia miró a su esposo angustiada, y aunque él lo ocultaba mejor, pudo ver la tristeza en el rictus de su rostro. Al menos no la perderían inmediatamente. Quedaban todavía tres meses para el tiempo de la cosecha, momento en el que se celebraría el ceremonial de ingreso al orden de las vírgenes. Flavia aprovechó ese tiempo a ratos para instruir a su hija, a ratos para consolarla.

      —¿Sabes?, convertirte en una de las sacerdotisas de la diosa Vesta no es tan malo. Tienen muchos privilegios —le aseguró—. Podrás asistir a las fiestas y banquetes más importantes; tendrás un puesto de honor en las obras de teatro y en los mejores espectáculos; podrás disponer de tus propios bienes; y, sobre todo, tendrás el poder de liberar a cualquier reo de la muerte —le dijo apelando a la naturaleza generosa de Lavinia.

      La muchacha se desprendió de sus brazos y la miró con aquellos ojos marrones de espesas pestañas cuajados de lágrimas.

      —¿De veras?

      Flavia sonrió.

      —De veras.

      El conocimiento de aquellos privilegios de los que podría gozar mitigó un poco el dolor que suponía la imposibilidad de contraer matrimonio. Flavia sabía que aquellas lágrimas derramadas se correspondían más con la pérdida de un sueño que con la pérdida de una realidad. Al fin y al cabo, su hija era demasiado joven para saber lo que conllevaba el matrimonio, los placeres y dolores que se aunaban en él, y esperaba que, para cuando alcanzase la edad de esos anhelos, ya se hubiese acostumbrado a su condición de virgen, de tal forma que nunca echase de menos lo que nunca había tenido ni llegaría a tener.

      Los días tibios de primavera se deslizaron perezosamente hacia la calidez del verano mientras toda Roma se preparaba para la ceremonia de ingreso de las jóvenes vestales que se celebraría a fines de julio. Quienes se habían retirado a sus villas a las afueras de la urbe cuando había comenzado el calor, regresaron justo a tiempo para acudir al Foro romano, junto al templo de Vesta.

      Lavinia apretó con fuerza la mano de su madre mientras se acercaban al inmenso edificio circular. Rodeado por una veintena de columnas de mármol y rematado por una cúpula, se trataba de un edificio hermoso, pero Lavinia no se fijó en eso, solo tenía ojos para el anciano sacerdote y la hermosa mujer de rostro severo que aguardaban al final de las escaleras junto a la puerta del templo.

      Quinto y Flavia, situados uno a cada lado de su hija, se unieron a la fila de las elegidas por la diosa Vesta y sus padres. El anciano sacerdote inclinó la cabeza a modo de saludo y al ver que estaba completo el número de las niñas, levantó el brazo pidiendo silencio.

      —Junto a la morada de nuestra amada deidad, damos comienzo al rito de la Captiovirginis; rito por el cual estas jóvenes vírgenes entrarán al servicio de la diosa Vesta, un gran honor y un inmenso privilegio.

      Lavinia echó un vistazo a sus compañeras mientras el anciano se explayaba en la explicación de los deberes y responsabilidades que correspondían a las vestales. Había otras dos niñas que debían de ser más o menos de su edad, pero las tres restantes eran más pequeñas. Sin embargo, ninguna parecía asustada; por el contrario, tenían los ojos brillantes mientras miraban fascinadas al anciano y a la joven sacerdotisa que lo seguía mientras descendían las escaleras.

      Todas sus compañeras le parecieron muy guapas. Una de ellas, que tendría alrededor de seis años, poseía una hermosa cabellera rubia llena de rizos que le caía casi hasta la cintura. Sintió una punzada de envidia que cayó rápidamente en el olvido cuando la voz grave del sacerdote pronunció su nombre.

      —¡Lavinia!

      A punto estuvo de dar un brinco y salir corriendo, pero la suave presión de la mano de su madre sobre la espalda la impulsó hacia delante. El sacerdote se hallaba frente a ella, con la mano extendida. Ella miró confundida aquella mano apergaminada y trató de recordar las explicaciones de su madre sobre el rito, entonces alargó el brazo y depositó su mano en la del anciano.

      —SacerdotemVestalem, quae sacra faciat, quaeiussietsacerdotemVestalemfacere pro populo Romano Quiritibus, utiquae optima legefuit, ita te, amata, capio.

      Con una fuerza inusitada para un anciano, que la tomó por sorpresa, tiró de ella hasta colocarla junto a su costado. La joven sacerdotisa la sujetó firmemente por los hombros mientras el anciano se dirigía hacia la siguiente muchacha y repetía la fórmula.

      Cuando hubo terminado la recitación de la fórmula ritual sobre la última niña, los padres hicieron una inclinación de cabeza en señal de respeto y se retiraron. Lavinia siguió con la vista a sus padres y comenzó a sentirse nerviosa, pero se distrajo al momento cuando aparecieron seis jóvenes portando unas hermosas vestiduras blancas. Con manos expertas, Lavinia fue vestida con una túnica de lino blanco adornada con una orla púrpura sobre la que colocaron un sencillo manto que colgaba sobre el hombro izquierdo, sujeto con un broche.

      —Ya no pertenecéis a vuestras familias —declaró el sacerdote—, ahora lleváis las vestiduras sacerdotales, símbolo de vuestra fidelidad como servidoras de la diosa Vesta. A continuación, cortarán vuestros cabellos como símbolo del sacrificio que realizáis por Roma.

      Lavinia escuchó los sollozos de la pequeña cuyos hermosos cabellos rubios había contemplado con envidia y unas lágrimas de solidaridad descendieron por sus propias mejillas.