Название | El Castillo de Cristal II - Los siete fuertes |
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Автор произведения | Nina Rose |
Жанр | Языкознание |
Серия | El Castillo de Cristal |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561709218 |
“Recuérdalo: solo yo puedo romper la maldición que te he dado”, escuchó Rylee en su mente, el eco del día en que había hecho el trato con el nigromante. Entonces recordó otra cosa, algo que había leído hacía mucho….
—¿Qué hay de las ninfas de agua? —preguntó con cierta esperanza—. Ellas poseen poderes curativos.
—Las maldiciones son diferentes a las enfermedades, Rylee. Una ninfa puede tener algo de influencia sobre una maldición, como aliviar dolor, por ejemplo, pero no puede romperla a menos que sea magia extremadamente débil. En caso de un nigromante, su magia es el completo opuesto de “débil”.
Diosas, ¿es que ya no tenía esperanza? Aquellos días de viaje fueron un torbellino de sentimientos: ira e impotencia por no poder hallar una cura; alivio de tener una oportunidad de demostrar su honestidad y de recuperar a Ánuk y Menha; alegría de compartir con Sheb y con Baven; dolor cada vez que una espina se clavaba; miedo de no sobrevivir más allá de un par de semanas…
Por fin después de un viaje de casi cuatro días, se hallaban a pocos kilómetros de Las Tres Hermanas, un pueblo pequeño emplazado en la base del gran acantilado que guardaba la entrada a las Cuevas Ciegas. Aquél sería el único lugar donde podrían resguardarse en muchos kilómetros a la redonda, eso si es que el sitio no había sido ocupado ya por soldados del Yuiddhas. Como precaución, el General ordenó que una partida de reconocimiento se acercara al pueblo con discreción.
—Baven, lleva a dos de tus mejores y escaneen el área —ordenó.
—Sí, señor —respondió su hijo, llamando a Marius y a Tam, una elfa considerada la más veloz de entre los soldados.
Rylee sintió una enorme inquietud al ver a Baven partir y darse cuenta de ello no la ayudó demasiado. Miró su espada, que el elfo le había dejado en caso de emergencia, y la aferró con fuerza, esperando no tener que usarla.
Hasta ahora no habían sido atacados, algo que a la vez aliviaba y preocupaba al ejército. ¿Dónde estaba el enemigo? ¿Los esperaban? ¿Preparaban una trampa? En las horas que siguieron a la partida del trío de avanzada, la ansiedad general era obvia: Rylee practicaba distraída con Sheb, quien tampoco parecía concentrado; Ánuk se mantenía alerta junto a los enanos, quienes no habían instalado la fragua, pero se ocupaban re-afilando espadas, flechas y hachas; la Comandante se paseaba revisando que todos estuviesen armados y listos, mientras Gwain repasaba los hechizos protectores una y otra vez con Yitinji muy cerca suyo y Menha conversaba a la distancia con Petro y varios otros, incluidos los centauros, preparándose para cualquier eventualidad. Solo el General y Lenna parecían serenos, hablando en voz baja, pero atentos a cualquier movimiento.
La mañana pasó con una lentitud tal que Rylee ya había perdido la noción del tiempo. ¿Habían pasado dos largas horas? ¿Tal vez ya habían pasado seis y no lo había notado? La gente comenzaba a impacientarse; no era un trecho demasiado largo desde donde estaban hasta el pueblo. La Comandante comenzó a preparar otra partida, más numerosa y armada, pero no hizo falta: a la distancia distinguieron a Tam, corriendo a toda velocidad hacia la barrera.
—El pueblo… —jadeó mientras intentaba recuperar el aire— el pueblo ha sido destruido. El Yuiddhas… lo asoló… hace poco. Marius y el Capitán se han quedado para… enterrar a los muertos. No hay sobrevivientes.
—¿Rastros de los soldados? —inquirió el General.
—No, señor —respondió Tam ya más repuesta—. Estimamos que llegaron al pueblo hacia tres o cuatro días, por el estado de los cuerpos, pero no hay señales de ellos en los alrededores. Encontramos algunas espadas y cotas en algunos de los fallecidos y suponemos que tal vez los soldados del Traidor los atacaron ya sea porque se estaban armando o porque sospechaban presencia rebelde. Es lo único que explicaría un ataque como ese.
—Usualmente hay sobrevivientes —le explicó Sheb a Rylee en un susurro—. Al Yuiddhas le gusta cuando alguien vive para contar los horrores que deja en los pueblos y ciudades que manda a destruir.
Rylee lo sabía. De niña en el ataque al Huerto había visto cómo algunos de sus vecinos huían sin aparente resistencia por parte de los soldados. Ahora comprendía que aquellos afortunados que escaparon con vida habían sido títeres cuya sola misión, involuntaria y desgraciada, era transmitirle a todo el resto de la región el poder que el Traidor ostentaba y la desolación de la que era capaz.
Ella había sido uno de ellos, pensó.
Un súbito calor nació en su pecho, extendiéndose por todo su cuerpo y un mareo repentino la hizo tambalearse. Sheb la alcanzó a sostener a tiempo y Rylee le agradeció tranquilizándolo y convenciéndolo que era solo cansancio. Pero no lo era y ella lo sabía; nada tenía que ver con la maldición, pues a pesar de que las nubes cubrían el cielo, era obvio que el sol aún no se ponía. Ya había tenido esos bochornos un par de veces durante el viaje, al igual que los mareos, y a decir verdad se sentía agotada y febril. Tal vez el clima del norte le estaba haciendo mal y estaba contrayendo gripe; tendría que hablar con Gwain al respecto, pero ahora no era el minuto de hacerlo.
El ejército partió lo más rápido que pudo, preocupados todos de tener a dos compañeros solos y prácticamente indefensos en Las Tres Hermanas; un grupo fue enviado a galope rápido para asegurarse que no había enemigos en los alrededores.
Un par de horas después llegaban al pueblo y la imagen de lo que vieron aquel día quedó grabada en la retina de todos y cada uno de los presentes.
Frente a ellos no estaba el alegre pueblo de antaño, con su arco de madera cubierta de hiedra que les daba la bienvenida a los viajeros en nombre de las fundadoras, las hermanas Yass, Ehme y Reia. Tampoco estaban las casas sencillas de tejados rojos, los árboles frondosos que formaban la plaza, ni las alegres banderas coloridas de los festivales de primavera. No resonaban las risas, ni los cantos, ni los sonidos de los pájaros que llegaban en época migratoria, así como tampoco se sentía el aroma a dulce de las suettas con caramelo, el azafrán y la leche con canela y el frescor limpio del mar que resonaba al otro lado del acantilado…
No, frente a ellos solo veían el negro y el gris de las construcciones arrasadas por el fuego, la ceniza, el barro y la sangre seca, los cuerpos aún donde habían caído, cubiertos de escombro y podredumbre. Sólo oían el silencio sepulcral de los caídos, el graznar de las aves de rapiña, a la distancia una viga cayendo, una puerta chirriando, aferrándose a lo que quedaba de una casa en ruinas. El olor era acre, dulzón y ácido, a muerte, sangre y madera quemada, a pasto chamuscado, metal y lluvia. Por doquier había rastros de lucha, de embates sorpresivos, de padres que intentaron proteger a sus hijos, de caballos y jinetes abatidos a medio huir y era tanta, tanta la desolación que Rylee sentía el corazón hecho un nudo y sus ojos húmedos por la fetidez y la tristeza.
El recuerdo del Huerto se hizo tan real que a punto estuvo de caer de rodillas; todo lo que percibía era tal y como lo había visto hacía tantos años… y allí, a la distancia, una sombra… su padre atravesado por una espada desconocida...
El movimiento general la hizo volver en sí. Ánuk puso su nariz contra su mano, como siempre hacía para indicarle, en silencio, que estaba a su lado y le hizo un gesto para que avanzara. Rylee sujetó a Panal, que de la nada había aparecido al lado de la muchacha, con firmeza de la rienda y caminó utilizando al caballo casi como muleta, intentando que los recuerdos no le afectaran y desviando la vista lo más posible de los cadáveres a su alrededor, una tarea que probó ser más difícil de lo que pensaba.
A medida que se adentraron, el Capitán y Marius salieron a su encuentro. Ambos estaban sucios de ceniza y visiblemente cansados; habían estado intentando juntar la mayor cantidad de cuerpos para darles sepultura. El General ordenó seguir