Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas. Miguel Abollado Rego

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Название Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas
Автор произведения Miguel Abollado Rego
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417885731



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del jazz, aunque haya conseguido hechizar a todo un país, ¡al mundo entero!, aunque mi voz siga resonando en esas redes sociales incomprensibles o a través de las ondas de radio, o en los más prestigiosos clubes de Nueva York; aunque haya sido la inspiración de tantas otras que igualmente fueron grandes e igualmente desgraciadas, aunque ahora puedas disfrutar de mí todas las noches, creo que no mereció la pena.

      Aunque a veces pienso que por haber vivido aquel instante, cuando canté esa canción por última vez, y por otros pocos instantes sublimes que pasé allá abajo, en tu miserable e injusto mundo, el único don que me diste fuera tan grande, que finalmente mi vida sí mereciera la pena.

      Quizás tan sólo esos tres minutos de Strange Fruit sean suficientes para dar sentido a todo.

      N. del A. Escribí este relato al cumplirse cien años del nacimiento de Billie Holiday, una de las voces más personales y bellas que ha dado el jazz a lo largo de todo el siglo veinte. Fue la principal inspiración para cantantes como Amy Winehouse, Janis Joplin, Frank Sinatra o la mismísima Nina Simone, lo mismo que para ella lo fueron Bessi Smith o Louis Amstrong. Murió en 1959 a la edad de 44 años por cirrosis hepática. Cuando murió estaba bajo arresto domiciliario por posesión de heroína, a la que fue adicta los últimos 20 años de su vida.

      Se cuenta que la primera vez que Billie Holiday cantó Strange Fruit, en un primer momento nadie aplaudió. Sucedió en un club de Nueva York, en 1939. Cuando pronunció la última frase (here is the strange and bitter crop, esta es una extraña y amarga cosecha), las luces se apagaron. Poco después se encendieron de nuevo y el aplauso fue atronador, pero ella ya no estaba allí. Mientras los espectadores recuperaban el aliento, Billie estaba en el lavabo de señoras llorando desconsoladamente. Tenía veintitrés años. Ella misma cuenta en sus memorias que una mujer la encontró allí y al verla así se le humedecieron los ojos. La mujer la miró y le dijo: Dios mío, en mi vida oí algo tan hermoso.

      La canción denuncia con bastante crudeza la segregación racial que sufrieron ella y tantos millones de americanos negros en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Tiene su origen en un poema escrito por Abel Meerpol a raíz del linchamiento que sufrieron Thomas Shipp y Abram Smith, ambos negros, a los que asesinaron miserablemente colgándolos de la rama de un árbol en Indiana, en el año 1930.

      La última grabación que hizo Billie Holiday de Strange Fruit data de 1959, unos meses antes de su muerte. Es una interpretación que le deja a uno sin aliento. El grito de aquella voz valiente todavía resuena entre la permanente escoria:

      De los árboles del sur cuelga una fruta extraña.

      Sangre en las hojas y sangre en la raíz.

      Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña.

      Extraña fruta cuelga de los álamos.

      Escena pastoral del valiente sur.

      Los ojos saltones y la boca retorcida.

      Aroma de las magnolias, dulce y fresco.

      Y el repentino olor a carne quemada.

      Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos.

      Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire,

      para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer.

      Esta es una extraña y amarga cosecha.

      PAULA

      Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.

      Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta.

      Vladimir Nabokov

      Me despierto con resaca, pero la fiesta de anoche fue realmente divertida, así que sonrío antes incluso de abrir los ojos. Bajo a la pastelería y me atiende la dependienta morena, la que siempre saluda. Hace tiempo que no la veo. Se lo digo. Pues yo estoy siempre aquí, me contesta, sonriendo. Se alegra de verme. Yo también de verla a ella. Echar un vistazo al escaparate de Nunos es una buena excusa para echar la segunda sonrisa del día. Me vas a poner un dónut de esos de chocolate con sabor a naranja, le digo. Marchando, dice ella. Ahora me mira un poco más seria. La próxima vez ya no estaré aquí. ¿Y eso?, le digo. Me voy a trabajar a otra pastelería en la calle Menorca. Ah, bueno, pues…, que tengas mucha suerte. ¿Vendrás a verme?, pregunta con cierto miedo. Claro, miento yo.

      Atravieso el Retiro abrazándome con fuerza. Hace un frío del carajo y el abriguito guay que he elegido para pasearme por el Rastro no es ni de lejos lo más adecuado para una mañana de principios de febrero. Sin embargo, ha salido el sol. Tras unas semanas de lluvia, viento y oscuridad, los primeros rayos del sol iluminan mi cara y hacen que me quede medio traspuesto, con los ojos cerrados, parado delante del estanque, como un lagarto necesitado de la energía del astro rey. Cuando el cielo se nubla en Madrid durante demasiado tiempo, al salir el sol los gatos salimos como zombis a callejear sin rumbo fijo.

      La cuesta de Moyano está animada. Mucha gente sola que mira, pregunta, hojea, lee sinopsis, comprueba el estado de los libros, ¡los huele! Los observo detenidamente. Es una satisfacción ver que la gente no se olvida de comprar libros. Yo les sigo la corriente y me uno al ritual paseando por los puestos en busca de autores nuevos, primeras ediciones o algunos títulos que tengo pendientes. Kawakami, Nothomb, Auster, Trueba, Tabucchi, Llamazares… Todos los buenos están ahí, esperando a que aparezcas en ese mismo instante, porque un rato después ya no estarán. Esto no es la Casa del Libro. Aquí los libros que valen la pena duran media hora.

      Pasando Tirso de Molina oigo unos quejidos flamencos. Creo que vienen de la plaza del Duque de Alba. Al llegar lo veo. Mirando para abajo, con una guitarra española descascarillada, un chaval que no llega a la treintena, vestido con ropas viejas y una gorra de propaganda, canta por soleares y bulerías. Su voz no retumba, pero es sentida, muy sentida. ¡Y toca, y lo hace bien! Busco una moneda y no la encuentro. Ya me estoy yendo y entonces rasco algo suelto en el bolsillo de atrás. Me doy la vuelta y me acerco para dejarle la moneda. Acaba su bulería y la gente aplaude, le tira olés y lo llama maestro. Cuatro gatos, no os creáis. Le pregunto si viene mucho, me dice a ver, le digo que canta muy bien y que es raro ver tocar a un cantaor. Asiente y sonríe. Le pregunto que si no toca en ningún sitio, un señor me dijo un día que me llamaría. Bebe agua de una botella reutilizada. ¿No tendrás un cigarro, amigo? Vaya, no tengo. Me arrepiento por un momento de haber dejado de fumar.

      Al llegar al Rastro la vida explota de una manera salvaje. La maraña humana se desliza como un río torpe y denso por los puestos habituales de la plaza de Cascorro y la Ribera de Curtidores. Pero lo mejor está en las calles de dentro: Arniches, Carnero y Mira el Río. Tiendas de muebles viejos, que parecen la propia casa del vendedor, y al que a veces se puede ver sentado sobre una banqueta en la misma puerta, en bata y pelando una manzana mientras comenta con un cliente el último partido del Atleti. Otras tiendas más especializadas ofrecen muebles, lámparas, cuadros, sillas, espejos, que se mezclan con puestos donde se vende de todo, y todo inservible, y todo viejo, pero que tiene que estar ahí, porque eso es el alma del Rastro. Gente que clama al Altísimo, que truena contra el Gobierno, que grita los precios como reclamo para atraer compradores. Los gritos son más intensos a medida que nos acercamos a la plaza de los gitanos. Allí hay bragas XXL, libros viejos, trastos de hojalata, antigüedades extrañas y zapatillas de imitación. Volviendo a la Ribera de Curtidores, me pido un par de gildas en los Encurtidos Jiménez y me siento en las escalinatas a tomar el sol y ver a la gente pasar. Delante de mí un par de chavalas espabiladas con una guitarra se esfuerzan por cantar. No lo hacen muy bien, pero no les importa demasiado. Allí están las dos plantadas, montando jaleo y partiéndose el culo. Una toca una acústica que parece de juguete, la otra anima el cotarro tocando con ritmo un mortero de madera y haciendo sonar una trompeta extrañísima. La gente las mira y sonríe. Algunos bailan, otros les echan unas monedas y siguen su camino.

      Al cabo de un rato me levanto de allí. Me meto sin querer en el jaleo de la calle Humilladero y descubro un bar que no conocía. Vaya, esto sí que es noticia. Los gins que me tomé el sábado con la cuadrilla Déjate liar empiezan a golpearme. Quizás necesite una cerveza. Entro, pido un tercio y me ponen una Super Bock. Me acuerdo de mi amigo Pajares, que es lo