cabeza, que la Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia.
6
En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio —Iglesia purgante—, o con los que gozan ya —Iglesia triunfante— de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, transciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa —en la tierra y en el cielo— alabándola como Madre.
7
Afirmémonos en el carácter sobrenatural de la Iglesia; confesémosle a gritos, si es preciso, porque en estos momentos son muchos los que —dentro físicamente de la Iglesia, y aun arriba— se han olvidado de estas verdades capitales y pretenden proponer una imagen de la Iglesia que no es Santa, que no es Una, que no puede ser Apostólica porque no se apoya en la roca de Pedro, que no es Católica porque está surcada de particularismos ilegítimos, de caprichos de hombres.
8
No es algo nuevo. Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia.
9
Os repetiré una vez más que, ni por temperamento ni por hábito, soy pesimista. ¿Cómo se puede ser pesimista, si Nuestro Señor ha prometido que estará con nosotros hasta el fin de los siglos?[5] La efusión del Espíritu Santo plasmó, en la reunión de los discípulos en el Cenáculo, la primera manifestación pública de la Iglesia[6].
10
Nuestro Padre Dios —ese Padre amoroso, que nos cuida como a la niña de sus ojos[7], según recoge la Escritura con expresión gráfica para que lo entendamos— no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada por su Hijo amadísimo. Pero la Iglesia vive actualmente días difíciles: son años de gran desconcierto para las almas. El clamor de la confusión se levanta por todas partes, y con estruendo renacen todos los errores que ha habido a lo largo de los siglos.
11
Fe. Necesitamos fe. Si se mira con ojos de fe, se descubre que la Iglesia lleva en sí misma y difunde a su alrededor su propia apología. Quien la contempla, quien la estudia con ojos de amor a la verdad, debe reconocer que Ella, independientemente de los hombres que la componen y de las modalidades prácticas con que se presenta, lleva en sí un mensaje de luz universal y único, liberador y necesario, divino[8].
12
Cuando oímos voces de herejía —porque eso son, no me han gustado nunca los eufemismos—, cuando observamos que se ataca impunemente la santidad del matrimonio, y la del sacerdocio; la concepción inmaculada de Nuestra Madre Santa María y su virginidad perpetua, con todos los demás privilegios y excelencias con que Dios la adornó; el milagro perenne de la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, el primado de Pedro, la misma Resurrección de Nuestro Señor, ¿cómo no sentir toda el alma llena de tristeza? Pero tened confianza: la Santa Iglesia es incorruptible. La Iglesia vacilará si su fundamento vacila, pero ¿podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos[9].
Lo humano y lo divino en la Iglesia
13
Como en Cristo hay dos naturalezas —la humana y la divina—, así, analógicamente, podemos referirnos a la existencia en la Iglesia de un elemento humano y un elemento divino. A nadie se le oculta la evidencia de esa parte humana. La Iglesia, en este mundo, está compuesta de hombres y para hombres, y decir hombre es hablar de la libertad, de la posibilidad de grandezas y de mezquinidades, de heroísmos y de claudicaciones.
14
Si admitiésemos solo esa parte humana de la Iglesia, no la entenderíamos nunca, porque no habríamos llegado a la puerta del misterio. La Sagrada Escritura utiliza muchos términos —sacados de la experiencia terrena— para aplicarlos al Reino de Dios y a su presencia entre nosotros, en la Iglesia. La compara al redil, al rebaño, a la casa, a la semilla, a la viña, al campo en el que Dios planta o edifica. Pero resalta una expresión que compendia todo: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo.
15
Y así el mismo Cristo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la edificación de los santos, en las funciones de su ministerio, en la edificación del Cuerpo de Jesucristo[10]. San Pablo escribe también que todos nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros[11]. ¡Qué luminosa es nuestra fe! Todos somos en Cristo, porque Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia[12].
16
Es la fe que han confesado siempre los cristianos. Escuchad conmigo estas palabras de San Agustín: y desde entonces Cristo entero está formado por la cabeza y el cuerpo, verdad que no dudo que conocéis bien. La cabeza es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del Padre. Y su cuerpo es la Iglesia. No esta o aquella iglesia, sino la que se halla extendida por todo el mundo. Ni es tampoco solamente la que existe entre los hombres actuales, ya que también pertenecen a ella los que vivieron antes de nosotros y los que han de existir después, hasta el fin del mundo. Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles —porque todos los fieles son miembros de Cristo—, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su cuerpo desde el Cielo. Y, aunque esta Cabeza se halle fuera de la vista del cuerpo, sin embargo, está unida por el amor[13].
17
Comprendéis ahora por qué no se puede separar la Iglesia visible de la Iglesia invisible. La Iglesia es, a la vez, cuerpo místico y cuerpo jurídico. Por el hecho mismo de que es cuerpo, la Iglesia se discierne con los ojos[14], enseñó León XIII. En el cuerpo visible de la Iglesia —en el comportamiento de los hombres que la componemos aquí en la tierra— aparecen miserias, vacilaciones, traiciones. Pero no se agota ahí la Iglesia, ni se confunde con esas conductas equivocadas: en cambio, no faltan, aquí y ahora, generosidades, afirmaciones heroicas, vidas de santidad que no producen ruido, que se consumen con alegría en el servicio de los hermanos en la fe y de todas las almas.
18
Considerad además que, si las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa realidad mística —clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos— que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre.
19
La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. Es sociedad divina por su origen, sobrenatural por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin; pero, en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana[15]. Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo.
20
Se equivocarían gravemente los que intentaran separar una Iglesia carismática —que sería la verdaderamente fundada por Cristo—, de otra jurídica o institucional que sería obra de los hombres y simple efecto de contingencias históricas. Solo hay una Iglesia. Cristo fundó una sola Iglesia: visible e invisible, con un cuerpo jerárquico y organizado, con una estructura fundamental de derecho divino, y una íntima vida sobrenatural que la anima, sostiene y vivifica.
21
Y no es posible dejar de recordar que, cuando el Señor instituyó su Iglesia, no la concibió ni formó de modo que comprendiera una pluralidad de comunidades semejantes en su género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hacen a la Iglesia indivisible y única... Y así, cuando Jesucristo habló de este místico edificio, recuerda solo a una Iglesia a la que llama suya: edificaré mi Iglesia (Matt. XVI, 18). Cualquier otra que fuera de esta se imagine, al no haber sido fundada por Él, no puede ser su verdadera Iglesia[16].
22
Fe, repito; aumentemos nuestra fe, pidiéndola a la Trinidad Beatísima,