Escritos varios (1927-1974). Edición crítico-histórica. Josemaria Escriva de Balaguer

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la tendencia de san Josemaría a citar tanto el magisterio del último Concilio como el magisterio precedente. Frente a posiciones que presentaban el Vaticano II en ruptura profunda con la tradición teológica y eclesial anterior, era necesario acentuar la continuidad y la armonía, dentro de un legítimo progreso en la comprensión y exposición de la doctrina revelada. Esta tendencia se nota muy claramente en el tratamiento de tres temas capitales: la naturaleza de la Iglesia (denunciando toda exagerada contraposición con la eclesiología anterior al Vaticano II, de corte belarminiano), la autoridad (excluyendo toda inclinación igualitarista y antijerárquica) y la verdad (marcando distancias frente al relativismo eclesiológico y religioso, para el que la doctrina católica sería simplemente una opción más). Esta voluntad de resaltar la continuidad magisterial se pone en sintonía con el mismo Vaticano II, el cual cita abundantemente, en la misma constitución Lumen gentium, textos de los concilios Tridentino y Vaticano I, de Pío IX, de León XIII, de san Pío X y de Pío XII, entre muchos otros.

      Finalidad y contenido de la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia

      Siguiendo las huellas de la tradición patrística, se enmarca el misterio de la Iglesia en el misterio de la Trinidad, como se hace también en el Vaticano II. Queda así claro ya desde el comienzo que estamos ante un misterio de fe, que se encuentra en la base del carácter sobrenatural de la Iglesia. Mientras antiguamente la Iglesia fue perseguida desde afuera, el mayor peligro reside ahora en quienes desde dentro de ella oscurecen esa dimensión sobrenatural, difundiendo confusión y desconcierto entre los fieles. Sin embargo, es esta misma fe la que nos lleva al optimismo, aun en una situación difícil.

      Se pasa después a hablar de la unidad de la Iglesia, fundada y modelada en la unidad del mismo Cristo. Como en Él, también en la Iglesia hay elementos divinos y elementos humanos, y no podemos quedarnos solo con estos últimos. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, cuya Cabeza está en el cielo pero sigue unida a su Cuerpo. Lo visible y lo invisible se conforman en unidad indisoluble: no podemos separar una Iglesia carismática, que sería la única Iglesia verdadera fundada por Cristo, de otra jurídica, inventada por los hombres. La única Iglesia querida por Cristo es simultáneamente visible e invisible.

      Con esto se conecta el fin de la Iglesia, que es la salvación, respecto a la cual todo lo demás es secundario. El mandato apostólico sigue en vigor: la obligación de predicar las verdades de la fe y la urgencia de la vida sacramental. La conciencia de esta finalidad se robustece a la luz del adagio patrístico extra Ecclesiam nulla salus, que no puede reducirse a una mera fórmula genérica. Ciertamente, la salvación es también posible cuando falta el bautismo sacramental pero no su deseo, al menos implícito, y la generosidad de Dios es infinita. Esto no quita, sin embargo, que la conciencia pueda endurecerse por el pecado y resistir a la acción salvadora de Dios. De ahí la ardiente exhortación a que los pastores se empleen a fondo en su ministerio y en que todos los fieles colaboren en difundir el Evangelio.

      La prueba por la que pasa la Iglesia es especialmente dura, prosigue el autor, justamente porque, al intentar cambiar sus fines sobrenaturales por otros fines intrahistóricos, los medios de salvación quedan al margen o se reducen a meros símbolos de comunión entre los hombres. La homilía llega aquí a su punto culmen, advirtiendo que no ama realmente a Dios quien no ama a su Iglesia. Y no ama a su Iglesia quien la concibe de modo diverso a como Dios la ha querido. El aspecto jerárquico es elemento esencial, y no puede diluirse para, hipotéticamente, adecuarse al desarrollo histórico. La igualdad radical entre todos los bautizados no elimina la diversidad de funciones, derivadas de una distinta capacitación proveniente del carácter sacramental del orden sagrado.

      Se concluye poniendo de relieve las consecuencias de la enseñanza recordada: se trata de un panorama que reclama una batalla decidida contra la ignorancia y el error, particularmente en lo que se refiere a la Iglesia, juntamente con ansias de reparación por los pecados de los hombres. Nos acercamos así a la cruz, donde nos encontraremos a María Santísima.

      La homilía se abre con la motivación que la genera: ante un clima de confusión sobre el concepto mismo de Iglesia, conviene volver a considerar con atención, dice el autor, lo que sobre ella se confiesa en el símbolo constantinopolitano de la fe, y que ha sido repetido por el Vaticano II: Una sola Iglesia, Santa, Católica y Apostólica. Queda así también claro lo que constituirá el nervio de la reflexión: las cuatro propiedades de la Iglesia.

      La unidad de la Iglesia es aquella por la cual nuestro Señor suplicó al Padre, y de la cual nos habló a través de imágenes, como la del rebaño y la de la vid. Quien se separa de la Iglesia se seca, como la rama desgajada del tronco. Corresponde a todos defender la unidad de la Iglesia, muy especialmente siendo fieles a su magisterio. La unidad de los cristianos debe ser promovida dentro de la fe perenne y reconociéndola como don de Dios: no la construimos los hombres a partir de trozos dispersos, ni reducimos el espesor de lo perenne de la Iglesia con una presunta purificación en vista de presentarla más limpia.

      De ahí que unidad y santidad se impliquen recíprocamente, ambas centradas en el misterio trinitario, pues santidad no es más que unión con Dios. La perfección original de la Iglesia, aquella santidad con la que Dios la adornó amándola y sacrificándose por ella (cfr. Ef 5,25), puede a veces quedar velada por los pecados de los hombres, pero en sí misma es indefectible. No solo institucionalmente, pues los cristianos también son, personalmente, gens sancta, pueblo santo, aunque no todos respondan con lealtad a la llamada a la santidad. Los defectos y miserias de los cristianos no pueden hacer vacilar nuestra fe sobre la Iglesia y sobre su santidad. El verdadero meaculpismo es el que cada uno debe hacer por sus propios pecados.

      Santidad es salvación, y la salvación es para todos, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Con el pasar de los siglos, la Iglesia se ha difundido en los cinco continentes, pero era ya católica en Pentecostés: pues aunque la extensión geográfica sea signo de catolicidad, esta no depende de aquella, sino que, sustancialmente, abarca la universalidad de la verdad, la de los medios de salvación y la de la destinación del mensaje. La catolicidad no depende de su aceptación —también la Iglesia perseguida es católica— ni se deja encerrar en ideologías políticas, económicas y ni siquiera filantrópicas. Reluce en cambio en la fiel dispensación de los sacramentos y en la romanidad, poniendo en el sucesor de Pedro el centro de irradiación del Evangelio.

      A su vez, este Evangelio que se debe difundir en todo el orbe no surgió en Palestina por libre iniciativa de los hombres, sino a partir de un explícito mandamiento del Señor, confiado a los apóstoles. Esta misión es trasmitida a sus sucesores, los obispos, llamados a realizarla con fidelidad hasta el fin de los siglos. En este marco, la elección especial de la que fue objeto Pedro continúa en el primado de la sede romana, desde la cual el Papa gobierna la Iglesia y ejercita su magisterio, que alcanza la infalibilidad cuando habla ex cathedra.

      Aunque la mediación salvadora entre Dios y los hombres se perpetúa en la Iglesia por medio del sacramento del orden,