Amora. Natalia Borges Polesso

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Название Amora
Автор произведения Natalia Borges Polesso
Жанр Языкознание
Серия Avalancha
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878673271



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cara larga, solo podía ser un hombre. No es hombre. No, claro. Y se mataron de risa. Yo seguí con la misma cara de quien está plantando albahaca. Tomé la cachaza y después otra, más dulce. Comí un pedazo de salame que me revolvió el estómago y después le pedí a mamá que condujera a casa. ¿Por qué, Eduarda? Porque tomé mucho, ma, esta vez tomé. Ay, Eduarda, me matás así, manejo yo entonces.

      Te acostás en tu cama, medio mareada y te preguntás cómo ese moretón en la pierna aumentó tres veces en pocos días. Tratás de encontrarle una explicación para lo morado, para el mareo, para la vida, quizás. Seguro que forzaste la pierna más de lo necesario. Condujiste. Sabés que cuando las cosas se mezclan de esa forma en tu cabeza es porque estás cansada. Estás exhausta. Y ves que las paredes del cuarto giran. Cerrás los ojos, respirás hondo y pensás que en un momento una está arriba con los pensamientos bien firmes sobre los hombros y enseguida las piernas vuelan por encima de la cabeza.

      La abuela Clarissa dejó caer los cubiertos sobre el plato, que quebraron la porcelana. Joaquim, mi primo, seguía con el mentón suspendido, golpeándose los labios con el tenedor, esperando la respuesta. Beatriz repitió la palabra como pregunta “¿qué significa lesbiana?”. Yo me quedé muda. Joaquim sabía sobre mí y me delataría ante la abuela y más tarde ante toda la familia. Sentí un calor letal que me subía por la nuca y me dolía detrás de las orejas. Preví la escena: abuela, ¿usted es lesbiana? Porque Joana sí. La vergüenza aparecía en mi cara y me denunciaba incluso antes de la delación. Cerré fuerte los ojos y contraje el pecho, esperando el tiro. Del otro lado de mis párpados, Taís y yo nos besábamos a escondidas en el último corredor del área de humanísticas de la biblioteca de la facultad. Abrí los ojos nuevamente y un poco mareada vi que mi abuela seguía con la mirada baja, Joaquim seguía golpeándose el tenedor en los labios y Beatriz apenas sacudía las piernas cortas sobre la silla.

      La abuela Clarissa era profesora de Historia, por eso la casa estaba repleta de libros, atlas, guías, videos con documentales, revistas, papeles, todo. Cuando era chica, le preguntaba qué había en esos libros y ella me decía que eran historias, muchas historias, de diferentes personas, lugares, tiempos, con formas diferentes de contar. Ella me preguntaba si quería escuchar alguna, me decía que eligiera un libro. Se me encendían los ojos de curiosidad. Corría por la casa y, con pasos torpes y cargando más libros de lo que podía llevar, tiraba todo en el sofá y volvía corriendo a buscar alguno perdido en el camino. Ella se reía fuerte y me preguntaba: Decime, ¿cuántas historias querés que te cuente? ¡Creo que no vamos a tener tiempo para todo eso! Yo seguía con los ojos golosos, esperando que comenzara. ¿Cuál querés? Yo señalaba un libro al azar. Muy bien entonces. Y comenzaba: Ah, ¡una historia muy buena! No me olvido nunca de esa. Es sobre un hombre que se llama Gregor Samsa, un vendedor. Después de una noche llena de sueños curiosos, se despierta sintiéndose muy extraño, tan extraño que no es capaz de levantarse de la cama. Yo pensaba que ya me había sentido así alguna vez. Su madre va a ver lo que pasó, pero él no abre la puerta. Entonces la hermana va a ver lo que pasó, pero tampoco le abre la puerta, hasta que su jefe decide ir a la casa porque Gregor nunca se había atrasado para ir al trabajo. Yo pensaba que si la maestra golpeara la puerta de mi cuarto, yo necesitaría una buena excusa. Entonces se siente obligado a abrir la puerta. Todos están horrorizados: ¡Gregor Samsa es un bicho! ¿Un bicho? Dios mío, decía yo. Como una cucaracha. El hilo de saliva que me colgaba de la boca hacía un charquito en el sofá. La metamorfosis fue uno de los primeros libros que leí, sacando los que son para chicos. Pero creo que lo leí recién a los once. Presenté el libro en una clase de lectura y, aunque lo hubiera leído y sacado mis propias conclusiones, lo conté exactamente como la abuela lo hacía cuando tenía seis años, haciendo todo el suspenso y las revelaciones en el momento preciso.

      Mis papás trabajaban mucho y nosotros, los chicos, nos quedábamos en la casa de la abuela por la tarde, después de la escuela. Mi abuela y mi mamá pensaban que era mejor ir a turno mañana porque el cerebro está más atento en ese momento del día, entonces desde siempre estudié durante la mañana. Ahora me parece extraño tener clases en la facultad en el turno vespertino, no puedo controlar el sueño, especialmente cuando el profesor de Latín empieza a hablar. Es un viejito de voz litúrgica que funciona a café y caramelo de leche. Fue en su clase que conocí a Taís.

      Solo reparé en ella a mitad de semestre, cuando llegó con la pierna enyesada y se sentó cerca de mí, enfrente, porque siempre me sentaba al lado de la puerta. Pensó que sería más cómodo. Me ofrecí a ayudarla. Cuaderno, carpeta y café en la mano, más las muletas, y nadie que me ayude, dijo, parezco invisible. Taís era de lingüística y yo, de literatura. Me alegra que Latín sea obligatoria para las dos áreas. En la pausa le pregunté si quería que le llevara otro café. Me dijo que sí. Nos quedamos conversando el resto de la clase, y en la otra, y en la siguiente, hasta la semana en que faltó. Yo no tenía ningún contacto, ni teléfono, email, no sabía su nombre completo, nada de nada. Pasé la semana entera pensando si iba a verla de nuevo, si se había muerto, si había dejado la materia, si algo terrible le había pasado.

      La semana siguiente, cuando apareció toda sonriente y sin el yeso, le pregunté la razón de su ausencia. Ella estiró la pierna fina encima del banco, después me agarró del brazo y me dio un chupetín a cambio del apoyo para subir la escalera. En la pausa, fuimos a la biblioteca. Dijo que buscaba un libro, pero que no se acordaba del nombre, no obstante, dijo que sabía dónde estaba y fuimos al último pasillo, sin ventana y con una luz baja. Ahí, en el fondo, dijo ella, y me arrastró de la mano hasta donde el estante casi se tocaba con la pared. Tomó el libro, lo abrió y le pasó la vista. Después levantó los ojos hacia mí y con una mano muy rápida me acercó a ella tomándome del cuello de la camisa y apoyó su frente contra la mía. Yo sabía lo que tenía que hacer, solo que nunca lo había hecho. Taís sonrió con esos dientes blancos y enormes, sonrió dentro de mi boca.

      Después de que echaron a la niñera por el episodio del horno a leña en el que se quemó media cocina, empezamos a pasar las tardes con la abuela. Ella y su amiga Carolina. Alrededor de las tres de la tarde, mi abuela ponía la mesa para el té. Las tazas con flores azules, el juego de porcelana, los cubiertos de plata, bandeja. Poco después del almuerzo, nos dejaba solos y se iba a la panadería. Volvía veinte minutos después con una caja de exquisiteces que siempre nos daba curiosidad. A las tres y algo llegaba Carolina. Mi abuela estaba radiante.

      Carolina, recuerdo ahora, tenía casi siempre una mirada avergonzada, los pasos inciertos, las manos llenas de anillos que se enroscaban sobre sí mismos, los hombros rectos, siempre. Era como si no quisiera estar ahí. La recuerdo porque era muy linda y porque me gustaba imitarla. Me fascinaba cómo Carolina podía tener el pelo blanco sin parecer vieja.

      Mi abuela siempre decía que no las molestáramos durante el té y nos llenaba el cuarto con todo lo que pudiera mantenernos ocupados. Una de esas tardes, me tiré un poco de talco en la cabeza y fui a la cocina a mostrarles mi pelo blanco. Carolina me alzó riéndose y recuerdo haberle preguntado cuántos años tenía y por qué no era vieja si tenía el pelo blanco. Nos las arreglamos para quedarnos en la cocina. Pero después de esa tarde, las visitas empezaron a escasear y mi abuela se entristeció de una forma que dolía de ver. Lloraba por la casa y fumaba escondida en un rincón del balcón. Creo que también bebía, porque había olores extraños y durante ese período fue una abuela displicente. Tuvo que pasar un invierno entero y la primavera para que Carolina volviera a visitarnos, me acuerdo bien, porque fue en el cumpleaños de Joaquim que ella apareció. Mi abuela parecía otra mujer. Estaba bien vestida, contenta y nuevamente olía a perfume y crema de lavanda. Las cosas empezaban a tener sentido en mi cabeza, ahora, quince años después. Mi abuela era lesbiana.

      ―Joaquim, ¿terminaste de comer? ―preguntó ella.

      ―No.

      ―¿Y de dónde sacaste eso de que soy lesbiana?

      ―Se lo escuché a mamá y papá.

      ―Ah.

      e me congelaron las manos y, por más que masticara, la comida no bajaba. Me levanté de la mesa con el plato en la mano y fui a la pileta de la cocina, haciéndome la desinteresada.