Название | Peones de hacienda |
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Автор произведения | Ramiro Castillo Mancilla |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078773008 |
El caballo se fue desbocado entre las milpas del potrero. Pero en su loca carrera fue visto por los peones; lo persiguieron y lograron agarrarlo. Después buscaron al muchacho y lo encontraron herido y desmayado. Rápidamente hicieron una cama de trozos de leña para trasladarlo a la hacienda, llegaron con él de madrugada. Esa noche no durmieron por estar al pendiente del muchacho. Hasta que por la mañana llegó un doctor de San Luis, que lo hizo reaccionar, y como había perdido mucha sangre, los mismos peones proporcionaron la necesaria para las transfusiones que se requerían. Y ahí permanecieron hasta que les dijeron que el hijo del hacendado ya estaba fuera de peligro.
Por ello decía el viejo hacendado que su hijo Rafael “tenía sangre de peón” Y después de esa experiencia, el hombre ya no fue tan vil con sus trabajadores. Pero no duró mucho, en ese mismo año murió en México de una angina de pecho. El nuevo propietario venía poco a la finca y por eso todo el movimiento lo llevaba el administrador, Arturo Ichante.
El cuarto de piedra donde estaban los prisioneros solo tenía una claraboya en el techo por donde entraba la luz, porque era utilizado como chapil en tiempo de cosechas. Pero los peones ahí encerrados ya se habían acostumbrado a la oscuridad.
—Oiga, Sauro, qué buenas tortillas le echa su abuelita — dijo Polino, dobló una en forma de taco y le puso unos granos de sal.
—Sí, pues.
—¿Y viene solita a traérselas?
—Me dice el vigilante que la trae Fidela.
—Oiga, Sauro, y esa tal Fidela ¿por qué no se habrá arrejuntado? Ya es grandecita ¿no cree?
—No sé, alamejor no le ha salido un gallo pues —respondió Isauro con la boca llena, en ese momento saboreaba un taco de nopales; tirado de panza, apoyado en los codos y con los pies cruzados uno arriba del otro.
—¿Cómo, cómo? Sauro no le entendí, no hable con la trompa llena.
—Que Fidela no ha jallado un gallo.
—Y luego usté, Sauro o ¿a poco está mocho?
—Por ahorita no creyo, porque ella tiene a su mamá tullida y son muchos escuincles sus hermanillos y no creyo que piense en aconchabarse.
—¡Qué lástima!, esas sí son mujeres, por vida de Dios.
—Eso sí es cierto —para hacer un atole blanco nomás ella, pensó, es cierto, “esas sí son mujeres”, volvió a pensar.
—¿Cómo van esas costras de la espalda, Sauro?
—Ya casi no me duelen —dijo al tiempo que se tallaba la espalda con la zalea, haciendo una mueca de dolor, que su compañero no vio. Saliendo de aquí, se le va a aparecer el chamuco a Celedonio, de Dios que sí, pensó, clavando la vista en la claraboya por donde entraba el claro de luz.
—Usté tiene el cuero de mula, Sauro.
—Pero más mula que usté no puedo ser.
Afuera, el ruido del aire les llegaba con las voces de los peones que estaban poniendo el piso de cantera en los patios de la hacienda. El sol salió un rato y se volvió a meter dando paso a un día nublado, con frío.
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