Название | Lady Hattie y la Bestia |
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Автор произведения | Sarah MacLean |
Жанр | Языкознание |
Серия | Los bastardos Bareknuckle |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412316704 |
Allí, los Bastardos eran reyes. Reconocidos y venerados incluso más que el propio monarca, ¿y por qué no? El otro lado de Londres podría ser el otro lado del mundo para los que crecían en la colonia.
Pero ni siquiera un rey podía mantener a raya a la muerte.
El joven que yacía inconsciente era casi un niño y había recibido una bala por ellos. Por eso se encontraba en una habitación impoluta y blanca entre unas sábanas impolutas y blancas, en manos del destino; porque él había llegado demasiado tarde para protegerlo.
«Siempre es demasiado tarde».
Se metió una mano en el bolsillo, y sus dedos frotaron el metal caliente de un reloj y, luego, el del otro.
—¿Vivirá?
—Quizás. —El doctor lo miró desde la mesa del rincón de la habitación donde mezclaba un tónico.
Whit gruñó, se clavó con fuerza una mano en un costado e hizo una mueca de dolor. ¡Maldita vida! Había estado tan cerca la noche anterior que, si hubiera despertado junto al enemigo, podría haberse cobrado su venganza.
Pero en cambio había recuperado el conocimiento junto a aquella mujer, Hattie, deseosa de experimentar en un burdel mientras sus hombres acababan luchando por su vida en las manos de un cirujano. Y luego se había negado a darle un nombre.
Miró la silueta yacente; la cama, de alguna manera, hacía a Jamie más pequeño y frágil de lo que era en realidad, cuando se reía con sus camaradas y le guiñaba un ojo a las chicas bonitas que pasaban a su lado.
Hattie le acabaría dando el nombre del hombre al que protegía, el que le había robado, el que amenazaba lo que era suyo. El que trabajaba con su verdadero enemigo y al que él dirigiría toda la fuerza de su ira para que sufriera.
Estaba enfurecido por Jamie y por todos aquellos que estaban bajo su protección en el Garden, donde la escasez amenazaba a no más de medio kilómetro de algunas de las casas más ricas de Gran Bretaña. Estaba enfurecido por los otros siete que habían estado allí antes que el chico. Por los tres que habían dejado esta habitación y se habían ido directamente al suelo del cementerio.
Otro gruñido.
—Entiendo que no te guste, Bestia, pero es la verdad. La Medicina es imperfecta. Pero la herida está todo lo desinfectada que puede estar una herida —añadió el doctor—. La bala entró y salió limpiamente; hemos detenido la hemorragia. Está vendado y protegido. —Se encogió de hombros—. Podría vivir. —Se acercó más. Le tendió el vaso que sujetaba—. Bebe. —Whit negó con la cabeza—. Llevas despierto más de un día, y Mary me ha dicho que no has comido ni bebido desde que llegaste.
—No necesito que tu mujer me vigile.
—Ya que ha estado despierta en esta habitación durante doce horas, no tenía otra opción. —El doctor le echó un vistazo. Le tendió la bebida de nuevo—. Bebe, por la herida en la cabeza que no admitirás que tienes.
Whit lo tomó de un trago ignorando el dolor punzante en la parte posterior de su cráneo, antes de maldecir duramente sobre el sabor a bazofia podrida.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Importa? —El doctor recogió el vaso y regresó a su escritorio.
No importaba. El doctor era poco ortodoxo, raramente usaba una cura común cuando podía mezclar una pasta o hervir un trago de algo asqueroso, y tenía una obsesión por la limpieza que Covent Garden nunca había visto. Whit y Diablo lo habían traído de lejos, de un pequeño pueblo del norte, dos años antes, después de enterarse de que había salvado a una joven marquesa de una herida de bala en el Gran Camino del Norte con una curiosa combinación de tinturas y tónicos.
Un hombre con habilidad para derrotar balas valía su peso en oro, en lo que a Whit se refería. Y el tiempo le había dado la razón, pues la contratación del doctor había sido beneficiosa, económicamente hablando, dado que habían ahorrado mucho dinero gracias a sus habilidades desde que llegó a la colonia. Y ese día podría salvar a otro de sus hombres.
Whit se volvió hacia Jamie. Lo observó en el silencio de la tarde.
—Enviaré a alguien a buscarte cuando despierte —dijo el doctor—. En el mismo instante en que se despierte.
—¿Y si no lo hace?
Una pausa.
—Entonces enviaré a alguien a buscarte cuando no lo haga.
Whit gruñó, la lógica le dijo que no había nada que hacer. Que el destino actuaría y que aquel chico viviría o moriría.
—Odio este maldito lugar. —Whit no podía quedarse quieto más tiempo. Fue hasta el fondo de la habitación y lanzó un puñetazo contra la pared construida por los mejores albañiles que el dinero de los bastardos había podido pagar. Lo lanzó sin vacilar.
El dolor le atravesó la mano y le subió por el brazo, y lo aceptó. Era un castigo.
—¿Estás sangrando? —La silla del doctor crujió cuando se volvió hacia él.
Se miró los nudillos. Había visto cosas peores. Negó con un gruñido sacudiendo la mano. El doctor asintió con la cabeza y volvió a su trabajo.
Mejor. No estaba de humor para conversar, un hecho que se volvió irrelevante cuando la puerta de la habitación se abrió y entraron su hermano y su cuñada y, detrás de ellos, Annika, la brillante lugarteniente noruega de los Bastardos, que podía hacer desaparecer una bodega llena de contrabando a plena luz del día, como si de una hechicera se tratase.
—Hemos venido tan pronto como nos enteramos. —Diablo fue directo a la cama y miró a Jamie—. ¡Joder! —Levantó la cabeza, la cicatriz de más de quince centímetros de largo que le recorría la mejilla derecha aparecía blanca por la ira.
—Estamos buscando a tu hermana —dijo Nik mientras se movía al otro lado de la cama; su mano se posó suavemente en la del chico—. Estará aquí pronto, Jamie—. Le susurró, a sabiendas de que no podía oírla. Algo se retorció en el pecho de Whit; Nik amaba a los hombres y mujeres que trabajaban para ellos como si fuera décadas mayor, aunque apenas tenía veintitrés años; a ellos y