Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Название Lady Hattie y la Bestia
Автор произведения Sarah MacLean
Жанр Языкознание
Серия Los bastardos Bareknuckle
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412316704



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y miró a su her­ma­no de nuevo.

      —¿Vas a de­cir­me en qué estás metido?

      —¿Por qué ten­dría que ha­cer­lo? —Augie era el re­tra­to de la más arro­gan­te bra­vu­co­ne­ría.

      —Porque lo en­con­tré.

      —¿A quién? —Sus ojos se abr­ie­ron de par en par mien­tras lu­cha­ba por en­con­trar una res­p­ues­ta.

      —Nos in­sul­tas a los dos con esa pre­gun­ta. Y lo solté.

      —¿Por qué has hecho eso? —Augie se puso de pie ha­c­ien­do un gesto de dolor al ins­tan­te.

      —Porque estaba en mi ca­rr­ua­je y te­ní­a­mos que ir a otro sitio.

      —Creo que te re­f­ie­res a mi ca­rr­ua­je. —Augie frun­ció el ceño y luego miró a Nora.

      —Si vamos a hablar con pro­p­ie­dad, en­ton­ces el ca­rr­ua­je no es de nin­gu­no de no­so­tros. Per­te­ne­ce a papá —añadió Hattie, in­dig­na­da por la frus­tra­ción.

      —Pero me per­te­ne­ce­rá a mí —dijo Augie, re­a­fir­mán­do­se.

      —Pero, por ahora, per­te­ne­ce a papá. —Hattie no dijo nada más. Nunca se le había ocu­rri­do que ella podría hacer un tra­ba­jo mejor en la ges­tión del ne­go­c­io. O que podría saber más sobre el ne­go­c­io que él. Nunca se le había ocu­rri­do que podría no re­ci­bir lo que de­se­a­ba en el mo­men­to pre­ci­so en que quería te­ner­lo.

      —Y no te ha dado per­mi­so para usarlo cuando qu­ie­ras.

      De hecho, sí, pero a Hattie no le in­te­re­sa­ba esa dis­cu­sión.

      —Oh, ¿y a ti te ha dado per­mi­so para se­c­ues­trar hom­bres y de­jar­los atados en su in­te­r­ior?

      Los dos mi­ra­ron a Nora des­pués de la pre­gun­ta.

      —No os pre­o­cu­péis por mí. No estoy pres­tan­do aten­ción —dijo mien­tras se ale­ja­ba para llenar la tetera.

      —No iba a de­jar­lo ahí.

      —¿Qué ibas a hacer con él? —pre­gun­tó Hattie gi­rán­do­se hacia él.

      —No lo sé.

      —¿Ibas a ma­tar­lo? —re­pli­có ante la va­ci­la­ción de su her­ma­no, re­cu­pe­ran­do el al­ien­to.

      —¡No lo sé!

      Su her­ma­no era muchas cosas, pero un tipo con una mente ma­es­tra para el crimen no.

      —¡Dios mío, Augie…! ¿En qué estás metido? ¿Crees que un hombre así sim­ple­men­te de­sa­pa­re­ce­ría, mo­ri­ría y nadie ven­dría a bus­car­te? —Hattie con­ti­nuó—: ¡Tienes mucha suerte, tan solo lo no­q­ue­as­te! ¿En qué es­ta­bas pen­san­do?

      —¡Estaba pen­san­do en que me había cla­va­do un cu­chi­llo! —Señaló a su muslo ven­da­do—. ¡El que tienes en la mano!

      —No hasta que fuiste a por él. —Apretó los dedos al­re­de­dor de la em­pu­ña­du­ra y sa­cu­dió la cabeza. Él no lo negó—. ¿Por qué? —No res­pon­dió. Dios la li­bra­ra de los hom­bres que de­ci­dí­an usar el si­len­c­io como un arma. Re­so­pló llena de frus­tra­ción—. Me parece que te lo me­re­cí­as, Augie. No parece el tipo de hombre que va por ahí apu­ña­lan­do a gente que no lo merece.

      Se hizo el si­len­c­io, el único sonido en la ha­bi­ta­ción era el del fuego que ca­len­ta­ba la tetera de Nora.

      —Hattie… —Ella cerró los ojos y evitó la mirada de su her­ma­no—. ¿Qué sabes tú de la clase de hombre que es?

      —He ha­bla­do con él.

      Más que eso.

      «Lo he besado».

      —¿Qué? —Augie se le­van­tó de la mesa con un gesto de dolor—. ¿Por qué?

      «Porque me dio la gana».

      —Bueno, me sentí bas­tan­te ali­v­ia­da de que no es­tu­v­ie­ra muerto, August.

      —No de­be­rí­as haber hecho eso. —Augie ignoró la ad­ver­ten­c­ia en sus pa­la­bras.

      —¿Quién es? —Volvió a pre­gun­tar ella y esperó.

      —No de­be­rí­as ha­ber­lo hecho —con­tes­tó él mien­tras ca­mi­na­ba por la cocina.

      —¡Augie! —dijo ella con fir­me­za para llamar su aten­ción—. ¿Quién es?

      —¿No lo sabes?

      —Sé que se llama a sí mismo Bestia. —Sa­cu­dió la cabeza.

      —Así es como todos lo llaman. Y su her­ma­no es Diablo.

      Nora tosió.

      —Pen­sa­ba que no es­ta­bas es­cu­chan­do. —Hattie la miró.

      —Por su­p­ues­to que estoy es­cu­chan­do. Esos nom­bres son ri­dí­cu­los.

      —De ac­uer­do. Nadie se llama Bestia o Diablo salvo en una novela gótica. Y aun así… —Hattie asin­tió.

      —Estos dos se llaman así. Son her­ma­nos y cri­mi­na­les. Aunque no de­be­ría tener que de­cír­te­lo, con­si­de­ran­do que me apu­ña­ló. —Augie no tenía pa­c­ien­c­ia para las bromas.

      —¿Qué clase de cri­mi­na­les? —pre­gun­tó Hattie, in­cli­nan­do la cabeza.

      —¿Qué clase de…? —Augie miró al techo—. ¡Dios, Hattie! ¿Im­por­ta?

      —Aunque no fuera así, me gus­ta­ría saber la res­p­ues­ta —dijo Nora desde su lugar junto al fogón.

      —Con­tra­ban­dis­tas. Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le.

      Hattie sus­pi­ró. Puede que no su­p­ie­ra cómo se lla­ma­ban, pero co­no­cía a los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le, los hom­bres más po­de­ro­sos del este de Lon­dres, y po­si­ble­men­te tam­bién del resto de Lon­dres. Se ha­bla­ba de ellos en los Dock­lands, movían la carga de sus barcos al amparo de la noche y pa­ga­ban una prima a los es­ti­ba­do­res más fuer­tes.

      —Tam­bién es un nombre ri­dí­cu­lo —dijo Nora mien­tras servía su té—. ¿Quié­nes son?

      —Son tra­fi­can­tes de hielo —co­men­tó Hattie mi­ran­do a su her­ma­no.

      —Con­tra­ban­dis­tas de hielo —la co­rri­gió él—. Y tam­bién de brandy y bour­bon y muchas cosas más. Sedas, cartas, dados... Cual­q­u­ier cosa por la que Gran Bre­ta­ña cobre un im­p­ues­to, la mueven sin que la Corona lo sepa. Y se han ganado los apodos que vo­so­tras dos creéis que son es­tú­pi­dos. Diablo es el agra­da­ble de los dos, pero te corta la cabeza rá­pi­da­men­te si piensa que has hecho algo al margen de ellos en Covent Garden. Y Bestia… —Hattie se acercó du­ran­te la pausa de Augie—. Dicen que Bestia es…

      Se quedó en si­len­c­io, pa­re­cía ner­v­io­so.

      Pa­re­cía asus­ta­do.

      —¿Qué? —dijo Hattie, de­ses­pe­ra­da por que ter­mi­na­se. Como él no res­pon­dió, le pinchó con una broma—. ¿El rey de la selva?

      —Dicen que si va a por ti, no des­can­sa hasta que te en­c­uen­tra —con­tes­tó mi­rán­do­la