Название | Feria |
---|---|
Автор произведения | Ana Iris Simón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412226737 |
Ya había oído hablar de ellos y ya me había dado cuenta de que su logo cuando salían hablando en la tele con pasamontañas se parecía al de las farmacias, pero nunca me había preguntado, hasta el día de la boda de la Rebeca, ni por qué mataban ni cuántos eran. Solo sabía que tenían que darnos miedo, pero sobre todo rabia.
La Ana Mari me dijo también no sé qué de unas manos blancas, que lo habían raptado y que era concejal. Lo de que era concejal no me hizo falta preguntárselo porque ya lo sabía. La Ana Mari era amiga de las secretarias del Ayuntamiento de Ontígola y a veces venían concejales cuando íbamos a llevar los certificados al consistorio, que era otra manera de llamar al ayuntamiento, y entonces me decían «Ana Iris, este es el concejal de Festejos» o «Ana Iris, este es el concejal de Medio Ambiente», y yo asentía y les sonreía como se sonríe a las personas importantes.
Pero más que ETA y quién era ese tal Miguel Ángel lo me inquietaba era que la boda de la Rebeca no fuera a ser tan divertida como la de mis padres o que su vídeo no fuera a tener efecto caleidoscopio por culpa de un desconocido. Tardé muchos años en entender que a mi familia le pusiera tan triste la muerte de un concejal de por ahí, que ni siquiera era de esos que a veces veíamos en Las Cuevas cuando íbamos a tomar café la Ana Mari y yo con Coral y Carmen, que eran las secretarias del Ayuntamiento de Ontígola. Tardé muchos años en comprender que a veces los muertos de los otros son también los propios, lo que es una tragedia, lo que es un malnacido y lo que es un pueblo.
En esa bañera aprendí mal que bien lo que era ETA y cuando mi primo Pedro, que es más pequeño que yo, dijo durante una sobremesa en casa de mi otros abuelos —de Mari Cruz y de Vicente, porque Pedro era de los Simones, mi familia paterna, no de los Bisuteros— que ETA ya no mataba porque estaba muy viejo y que ahora el que mataba era Pinochet, me reí y le expliqué que ETA no era un señor, que eran muchos. Aunque, a decir verdad, tampoco estaba muy segura de ello.
Años después me contaron que aquella mañana andaban de un lado para otro, entrando y saliendo del baño y dejando la puerta abierta porque buscaban un lazo negro. Mi abuelo Gregorio era el padrino de la boda y se lo quería poner en la solapa de la chaqueta. Tuvieron que ir al furgón y abrir el paquete de una muñeca Úrsula, la mala de La Sirenita, para cortar el vestido, quemar un poco los bordes para que no se deshilacharan y que mi abuelo pudiera ponérselo como lazo. Tenían una muñeca Úrsula y un furgón porque mi abuelo Gregorio y mi abuela María Solo eran feriantes, tenían un puesto de juguetes.
Había una historia de la feria que mi abuela María Solo me contaba siempre y que tenía que ver con ETA. Ocurrió que en los Sanfermines del 78 se tuvieron que refugiar en la caseta, que era una estructura de madera y hierros de dos por diez metros desde la que atendían a las familias, durante toda una tarde. La culpa fue de los defensores de una cosa que se llamaba «Amnistía total», que por lo visto se pusieron a manifestarse y a pegarse con la policía con los puestos y los caballitos de por medio.
Lo que me parecía verdaderamente relevante de aquella historia, más que los motivos que llevaban a esa gente a profanar la feria, era que mi tito José Mari, que entonces era un niño, no dejara de gritar «policías asesinos», que era lo que coreaban los manifestantes, durante todo ese verano. Mi abuelita María Solo me contaba que lo regañaba mucho, que le gritaba que aquello no se decía, que los iban a llevar presos por su culpa, y yo pensaba, con alivio, que menos mal que ningún guardia oyó al José Mari niño corear aquello. Lo que era la Amnistía total y por qué se enfrentaban con la policía esos señores que la querían me importaba menos.
Yo duermo abajo y arriba España
Cuando llegamos al coche Sergio me mira desde abajo, le digo ojosbonitos, así todo junto, que es lo que le digo siempre cuando me mira desde abajo porque tiene los ojos muy grandes y de un verde muy oscuro y me responde que su madre vota a Vox. Me lo dice muy serio y con una voz muy ronca, la que pone cuando dice o cosas importantes o mentiras. Su madre le da una colleja y le ordena que entre al coche por el lado del alza mientras Diego se ríe y carga mi maleta. Yo también me río. «Que es verdad, que vota a Vox», insiste Sergiete, que es como lo llamamos a veces, mientras se abrocha el cinturón. «Lleva así toda la semana y es que a ver si lo va a decir por ahí», me cuenta su madre, mi tía, mientras se abrocha el suyo. Han venido a recogerme a la estación de Alcázar, que está al lado de la de Criptana, pero a ella llegan muchos más trenes, porque voy a pasar unos días al pueblo.
Cuando arranca y dejamos a un lado los molinos de Alcázar pienso, como siempre que paso por ahí, como siempre que los de Criptana pasamos por ahí, que menuda birria de molinos mientras Diego me habla de su última competición de judo. Al llegar al pueblo y pasar la glorieta de Quijote y Sancho, que podría estar y de hecho seguramente esté a la entrada de todos los pueblos de la zona, Sergio señala la bandera de España y dice «Ana Iris, ¿sabes qué? Que duermo en una litera. Yo abajo y arriba España». Y suelta una carcajada y su madre y su hermano y yo otra y pienso en cómo habrá llegado hasta un niño de siete años ese meme. Porque sabe leerlo como lo que es, como un meme, lo sé, pero lo que digo en alto es que no se le ocurra soltar eso delante del abuelo. Cuando llegamos a su casa, a la que hasta hace unos meses era la casa de los abuelos pero ahora es ya solo la casa del abuelo, me vuelve a interpelar. «Ana Iris, ¿sabes qué?». Lo miro cómplice y se vuelve a reír y me doy cuenta de que se le ha caído otro diente desde la última vez que lo vi.
Sergio y Diego y mi tía, su madre, se van a comer a su casa y yo me quedo en la del abuelo, que me ha hecho gachas. Una sartenceja para mí sola porque él no puede, que la diabetes y la harina de almortas no se llevan bien y además ya comió el lunes, que es cuando le toca gachas. Lo repite todo el rato: «una sartenceja para ti sola porque yo no puedo», como si tuviera que convencerse a sí mismo, pero cuando le insisto en que se eche una sopa de pan, una «provincia» como la llama él, coge el suyo, el integral, y se la echa. Con los ojos brillantes me guiña un ojo y me dice «alza que te veo».
Sergio y Diego vuelven en cuanto comen y el abuelo está dormido en el comedor, sentado en una silla y con el codo apoyado en el radiador y la cabeza apoyada en la mano hecha un puño. Se despierta en cuanto los oye y les dice que «se le ha ido un decimal», que es como llama él a quedarse traspuesto con la tele al volumen treinta.
Hemos quedado para ir a ver el silo, un almacén de grano de la Guerra Civil que acaba de pintar Ricardo Cavolo por encargo de la Diputación de Ciudad Real. Estamos esperando a Carolina, que tiene cinco años y con la que también hemos quedado, cuando mi tía Ana Rosa baja y me cuenta que las pintadas del silo tienen al pueblo revolucionado. Que andan las señoras con el te paece que todo el día en la boca, que la gente no lo entiende porque no tiene perspectiva y es plano y encima Cavolo dice que representa la enfermedad mental. Llaman a la portá y la Ana Rosa, que desde que murió la abuela se ha echado sobre los hombros y las ojeras el imperativo de ser lo que era ella antes de irse, abre y dice «¿pero quién viene?». Y no lo veo pero me imagino cómo Carolina se está echando a sus brazos. Lo siguiente que oigo es una concatenación de besos, porque la Ana Rosa no sabe dar solo un beso: da muchos, muy seguidos y muy sonoros siempre.
Eso preguntó Carolina el día que le dijeron que la abuela, que en realidad es su bisabuela, había muerto. Que entonces quién le iba a preguntar «¿pero quién viene?» cuando fuera a casa de los abuelos, e igual por eso ahora se lo pregunta la Ana Rosa. Siempre ha vivido, desde que se casó con mi tío Pablo, en el piso de arriba de la casa de mis abuelos, con su marido y sus dos hijos, mi primo Pablo y mi prima María.
La abuela a la que me refiero es Mari Cruz, no María Solo, porque Sergio y Diego y Carolina y la Ana Rosa no son feriantes: son Simones. Por eso Sergio sabe a sus siete años que decir que su madre vota a Vox o lanzarle viva Españas es tan obsceno como hablar de mierdas o de pedos, que imagino que es de lo que hablan los niños de su edad cuando están en la etapa del humor escatológico.
«Atácate bien que hace mucho frío», le dice la Ana Rosa a Carolina antes de irnos, y Carolina obedece y se mete la camiseta por dentro del pantalón y se coloca el abrigo. Le digo que menudo