Gaijin. Maximiliano Matayoshi

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Название Gaijin
Автор произведения Maximiliano Matayoshi
Жанр Языкознание
Серия Avalancha
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878670539



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a la cubierta de primera. Al subir las últimas escaleras apenas oí los pasos de los que me seguían. Un tripulante se fue corriendo después de decirnos que no podíamos pasar aquella puerta, que pasamos para ver que varios jóvenes chinos hablaban y se reían de algo que yo no podía entender. Caminé hasta ponerme frente al que estaba más cerca ―un chico alto―, lo tiré al piso y lo golpeé hasta que alguien me pateó las costillas y después la cabeza, y me desperté en una dura y fría litera.

      Me dolía todo el cuerpo, sentía la cara hinchada y me costaba abrir los ojos. Sos un estúpido, dijo el hombre de la botella de sake, para luego cantar otra vez aquella tonta canción. Me senté en la litera, el eje estaba inmóvil y el lugar silencioso. Subí a cubierta cuidando cada paso, no parecía tener ningún hueso roto, pero sí las piernas débiles. Cuando encontré a Kei sentado en el piso, me senté junto a él. Sos un estúpido, dijo, y era gracioso verlo hablar con la cara deformada. Tenía una venda en la cabeza y dos dientes menos. El tripulante gaijin que hablaba muy buen japonés caminó hasta nosotros y nos hizo prometer que no haríamos nada parecido durante el resto del viaje. Juramos no volver a provocar una pelea y a él le pareció suficiente, pero nos dijo que si faltábamos a nuestra palabra nos tiraría al mar. Comencé a reírme y Kei pronto me acompañó. De alguna forma, la imagen de Kei intentando mantenerse a flote me pareció graciosa. No bajamos en el puerto de Manila, los japoneses no éramos bienvenidos en esa ciudad y desde el muelle ya nos habían arrojado piedras. Ahí también había familias que vivían en pequeñas embarcaciones y vendían cosas. Muchos compraron licores, ropa y comida. Yo compré un par de bananas.

      Kei y yo no volvimos a subir. Algunos chicos que buscaban problemas querían ponernos como jefes o algo así, pero nosotros los evitábamos y escapábamos de todas las peleas. No me asustaba recibir una paliza ―tampoco me agradaba―, pero lo que hacían era ridículo. Algunas veces lastimaban a alguien solo porque tenían la oportunidad de hacerlo, porque los otros chinos no estaban cerca. Pero después ellos bajaban y les daban una paliza. Lo cierto era que los chinos nos superaban en número, peleaban mucho mejor y eran más fuertes. Yo intentaba evitarlos pasando la mayor parte del tiempo con Kei, que componía poemas y le pagaba a un tripulante para que le enseñara un poco de chino. Aunque él solo hablaba de la muchacha, era mejor que andar con esos idiotas.

      Al caminar por uno de los pasillos del depósito, me tropecé con el viejo que, sentado en el mismo lugar de siempre, cantaba su canción. Cuando quise disculparme dejó de cantar para decir una vez más que yo era un estúpido. Solo lo había visto hablar conmigo y esas eran casi las únicas palabras que pronunciaba. No escapes de todas las peleas, dijo. ¿Por qué no?, pensé decirle, pero pronto volví a subir, busqué a Kei y le dije que me siguiera. No podemos hacer nada, nos echarán del barco, dijo él, pero igual me siguió. Llegamos a cubierta en el mismo momento en que ellos bajaban y pedí a Kei que tradujera lo que yo les diría. No sé casi nada de chino, respondió, pero insistí. Hagamos una apuesta, dije. ¿Qué apuesta?, preguntó en japonés un chico ―tal vez el mismo al que golpeé aquella vez― que era mucho más alto que los demás y llevaba en la muñeca un reloj dorado. Jugamos un partido de tenis de mesa: si yo gano hacemos una tregua hasta llegar a Buenos Aires y dejan que Kei vaya una vez a su cubierta para hablar con esa chica que viaja con ustedes, dije. ¿Y cuando pierdas? Si pierdo, se lo quedan, respondí, y les mostré el cuchillo. Él aceptó y yo gané.

      El siguiente puerto era Singapur. En la escuela, luego de informarnos de la captura de esa ciudad por la armada japonesa, el director decidió suspender las clases de la tarde para realizar un festejo. No teníamos mucho con qué festejar, la comida escaseaba y la poca que llegaba de Tokio era consumida días después de su entrega. Debía durar quince días ―la frecuencia con la que llegaban los barcos de abastecimiento―, pero si después de la primera semana aún quedaba un poco, podíamos considerarnos afortunados. Al menos aquella tarde no debí asistir a la clase de Historia.

      Aún faltaban tres días para llegar a puerto, pero Kei ya intentaba convencerme de que bajara con él. Cada media hora hacía algún comentario sobre lo placentero que sería pisar tierra firme después de pasar tanto tiempo en el barco y de lo aburrido que era jugar al ping-pong. Decía que Singapur era la ciudad más grande que visitaríamos y que de seguro podríamos conseguir un regalo para Lin; aunque apenas conocía su nombre por un tripulante chino que ahora disfrutaba de uno de sus habanos, Kei hablaba de la chica como si la conociera desde siempre. Cansado de él, del movimiento del piso y de tener que esconderme de las piedras que nos arrojaban, acepté. Durante esos días intentamos vender las cosas que habíamos ganado en las apuestas. Cigarrillos, un libro, una camisa, dulces y una caja de té: diez dólares. Kei tenía quince y consiguió diez más al intercambiar su litera por una del tercer piso y lejos de la puerta. Teníamos treinta y cinco dólares para el regalo; en Japón hubiese sido una pequeña fortuna imposible de gastar en un solo día. Le di el dinero, que él guardó en un bolsillo cosido en la parte interna de su camisa. Aseguraba que me lo devolvería antes de llegar a Buenos Aires. Cuando Lin sea mi novia, dijo.

      Cruces flotaban sobre el agua. La primera imagen de la bahía de Singapur fueron los mástiles de los barcos hundidos que salían a la superficie, pero todos pensábamos en cruces sobre el agua. Algunos sostenían las banderas del sol, las antiguas banderas de guerra; pedazos de tela ya sin el color que alguna vez habían tenido. Una mujer señalaba el escudo en el casco de un barco encallado cerca de la costa. En el acero corroído por las olas se leía, y luego se adivinaba tras el agua, el nombre: Matsudaira. Mi hijo, decía, mientras otras mujeres leían otros nombres y lloraban por otros hijos y otros maridos.

      En el puerto había barcos de todos los tamaños, pero pocos más grandes que el nuestro. A pesar de que nadie se reunía en el muelle para arrojar piedras ―las personas parecían no tener interés alguno en este barco que llevaba personas extrañas a tierras más extrañas todavía―, la mayor parte de los pasajeros prefirió quedarse a bordo. Kei y yo fuimos los primeros en bajar por la rampa. Corrimos por el puerto saltando escombros de edificios para llegar pronto a la ciudad. Nunca había visto tantas personas juntas y de tantos pueblos diferentes. Un enviado japonés había ocupado el gobierno durante algún tiempo y aún existían carteles que, detrás de insultos pintados luego de la guerra, indicaban en japonés direcciones y calles. La mayoría de los comerciantes intentaban hablar con nosotros para ofrecernos uniformes de soldados, cascos, rifles y otros equipos de la armada japonesa. Rechazamos todas las ofertas cuidando que nadie más nos escuchara hablar en un idioma odiado. Los edificios parecían a punto de derrumbarse y muchos a los que les faltaba todo el frente descubrían el comedor que alguna vez había reunido a una familia, o la habitación que algún niño habría usado para dormir. Llegamos a una parte de la ciudad que se extendía sobre un monte: podía verse el mar y todos los barcos del puerto, incluyendo el Ruys. En esa zona no había tanta gente y los negocios parecían más elegantes.

      Seguí a Kei, que había entrado a un local de antigüedades. El lugar casi vacío mostraba en los estantes llenos de polvo alguna escultura, unos sombreros, collares, relojes y no mucho más. ¿Se les ofrece algo?, preguntó en japonés un hombre que vestía un traje blanco. Se parecía a un profesor que cuando daba clases solía ponerse unos anteojos solo para impresionarnos. Estamos mirando, dije. Una mujer entró por la puerta de atrás para discutir con el hombre que nos atendía. Mientras la mujer nos hacía entender que no éramos bienvenidos, el vendedor dijo que debíamos irnos, que si la persona equivocada nos encontraba en su local habría problemas. Me llevo esto, dijo Kei, mostrando un collar de plata prendido a una piedra con forma de gota que brillaba con luz amarilla. El anticuario dijo que no podía atendernos, que por favor nos fuéramos, pero mi amigo insistió. Le doy treinta y cinco dólares, dijo mientras sacaba los billetes de su bolsillo interno. Pero treinta y cinco dólares no alcanzaban. Esa era una piedra de ámbar y por la forma en la que el hombre lo pronunció, el ámbar debía ser algo muy valioso. Mi amigo prometió traer por la tarde el resto del dinero, solo tenía que volver a buscarlo al barco. Pero el hombre respondió que ya no podíamos permanecer en su negocio y que si regresábamos no nos dejaría entrar. Se acomodaba los anteojos con el dedo índice, como solía hacerlo mi profesor. Hagamos una apuesta, dije, y saqué mi cuchillo. Lo hago girar: si la hoja apunta hacia