Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo

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Название Si el tiempo no existiera
Автор произведения Rebeka Lo
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413750095



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loca. Justo cuando parecía que yo le atraía plegaba velas y me salía con esa monserga sobre «voy a hacerte daño». ¿Se estaba curando en salud? Es decir, si yo seguía algún tiempo más en este siglo iba a ser inevitable que algo terminara ocurriendo entre nosotros. Llegué a la conclusión de que su «quiero protegerte» era un eufemismo de «no quiero comprometerme, pero voy a hacerte desearme tanto que eso te va a importar un bledo». Si le hubiera tenido delante le habría estrangulado… lentamente. Probé a practicar con la almohada.

      —Maldito cabrón inglés engreído —farfullé mientras saltaba de la cama. Beo se estiró con calma. Primero las patas delanteras, luego las traseras y un gran bostezo para terminar con su ritual.

      Bajamos a desayunar y entre los dos arrasamos con todo lo que nos sirvieron. Bernal nos miraba devorar estupefacto.

      —Blanca, no creo que se acabe la comida. Puedes dejar de engullir como un oso preparándose para hibernar.

      Aunque en el siglo XIV no lo sabían, el estómago cuenta con tantas terminaciones nerviosas que dicen que es un segundo cerebro. Era incapaz de controlar la actividad del primero, así que esperaba calmar al segundo atiborrándolo de comida. Cuando tragué la última uva me sentía como un pavo relleno. Me recosté en la silla con las manos cruzadas sobre la prominente barriga. Tengo que reconocer que me estaba acostumbrando con rapidez a ciertas ventajas que la época ofrecía, como que importara un pepinillo tener las piernas llenas de pelo o que las curvas fueran no solo bien recibidas, sino aplaudidas con entusiasmo. De hecho, empezaba a sentirme un tanto voluptuosa y me gustaba. Mientras tanto, Bernal había esperado pacientemente a que terminara y enarcando una de sus cejas me preguntó:

      —¿Te apetece algo más? Puedo salir a cazar un jabalí si es preciso —dijo con tono jocoso.

      —Hombres… —murmuré mientras me ponía en pie con cierto esfuerzo y salía disparada hacia mi cuarto. Sí, pensaba hibernar… al menos hasta la hora de la cena, que no tenía intención de perderme por nada del mundo.

      La cama estaba escrupulosamente hecha. La doncella que se ocupaba de mi cuarto y de mi ropa era meticulosa. A veces me quedaba mirándola fascinada. La precisión con que las sábanas estaban estiradas de modo que introducirse entre ellas era un placer, las almohadas ahuecadas en las que hundirse y el aroma a hierbas que siempre las envolvían.

      Me hacía pensar que hay gente capaz de encontrar en su interior el estímulo necesario para disfrutar hasta del trabajo más monótono. Y eso era desconocido para mí. Creo que se enorgullecía porque le gustaba mirar el cuarto arreglado desde la puerta antes de irse.

      Cuando entré me recibió un olor a hojas de limonero. Aspiré con deleite, me encantaba ese olor y ella lo sabía. Destapé la cama y me metí dentro. Mi mal humor me estaba fastidiando el momento. Me tapé la cabeza con la almohada. Beo eructó sonoramente, parecía evidente que los machos de muchas especies comparten ciertos hábitos…

      —¡Beo, eres un cerdo!

      Me miró como lo hubiera hecho un hombre, como reprochándome que no entendiera algo tan natural. Volví a taparme con la almohada y a repetir mi mantra de ese mañana.

      —¡Hombres!

      De pronto oí abrirse la puerta de par en par. ¿Es que no podían dejarme en paz un rato?

      —¡Arriba! —la enérgica voz provenía de los pies de la cama.

      Aparté la almohada lo justo para dejar un ojo al descubierto y encontrarme con la mirada reprobatoria de Constanza.

      —Por favor, por favor, necesito dormir —rogué.

      Tiró de la manta hasta destaparme por completo.

      —Arriba —esta vez la voz estaba más calmada, pero el tono imperativo me animó a sentarme en la cama.

      —¿Qué quieres? —pregunté secamente. Estaba siendo grosera con ella y en el fondo eso me disgustaba, pero quería que se marchara y no lo conseguiría portándome con corrección.

      Cruzó los brazos delante de su generoso pecho. Tenía el ceño fruncido. La oí farfullar algo en italiano que no entendí, respiró hondo para contenerse.

      —¿Crees que soy tonta?

      La miré de reojo. No pensaba contestar ni deponer mi actitud hasta que se largara, claro que ella tampoco pensaba cejar en su empeño.

      —Ayer te vi llegar acompañada por el signore Waters. También vi cómo te daba un beso en la mejilla y cómo entrabas en casa con cara de pocos amigos.

      Bostecé con intención de irritarla y mientras me desperezaba le pregunté:

      —¿Ahora me espías?

      Volvió a tomar una bocanada de aire, estaba acabando con su paciencia.

      —Escúchame bien, mocosa consentida. Te he acogido en mi casa, te he tratado como lo haría con una hermana, he confiado en el criterio de Bernal y no te he cuestionado en ningún momento, pero esto… —Descruzó los brazos y me señaló con rigidez—. Esto no lo voy a consentir.

      —¿El qué? Si es que puedo preguntarlo.

      Rodeó la cama hasta colocar su cara frente a la mía. Me aparté instintivamente. Me había puesto tan impertinente que temí que me soltara un guantazo.

      —Verte así por un hombre.

      La miré sorprendida y solo alcancé a balbucear.

      —Yo…

      —Sí, tú…, tú. ¿Tan poco te valoras? ¿Crees que no he conocido a hombres como Waters antes? ¡Ja! —Apoyó las manos en las caderas—. ¡Son como las setas! ¡Hay miles! Y algunas variedades realmente venenosas, he de admitir.

      —No lo entiendes.

      —Lo entiendo perfectamente, bambina. —Se sentó al borde de la cama—. Casi todas las mujeres nos hemos ahogado alguna vez en un Waters.

      Me miró con ternura antes de continuar, a mí empezaban a escocerme los ojos y no quería echarme a llorar delante de ella.

      —Haz lo que tu corazón te pida, pero ten presente lo que mereces y no te conformes con menos. Si quieres vivir una aventura con él, ¡adelante, disfrútala!… Es escandalosa y obscenamente apuesto —dijo riéndose—. Pero no consientas que te cause ni un momento de amargura.

      Sonreí, me sentía avergonzada por mi comportamiento. La cariñosa reprimenda de Constanza era lo que necesitaba para abandonar ese estado de flagelante ensoñación en que me empeñaba en regodearme y volver al mundo real. Sonreí para mí. Siempre y cuando este mundo fuera real.

      —Y ahora vamos a buscar algo que hacer. ¿Qué tal si hacemos una expedición a la cocina y preparamos algo sabroso?

      —A Flora no le gustará y odio cocinar.

      —Lo sé —dijo levantándose y arreglándose el vestido—. Por eso justamente vas a concentrar esa energía en el trabajo. Presto!

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