2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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Название 2000 años liderando equipos
Автор произведения Javier Fernández Aguado
Жанр Зарубежная деловая литература
Серия Directivos y líderes
Издательство Зарубежная деловая литература
Год выпуска 0
isbn 9788418263545



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es como un enfermo al que hay que mantener en cuarentena. La vida es exigente, con ayuno de miércoles y viernes, a excepción del tiempo de Pascua. Algunos, superando lo estrictamente indicado, consumen un solo plato o se limitan a ingerir pan. Si alguien no desea acudir al comedor se le lleva pan, agua y sal para uno o más días.

      La puntualidad, manifestación de respeto a los demás, es ensalzada: «De día, cuando se escucha el sonido de la trompeta, a la asamblea. Quien llegue después de una sola plegaria se hará acreedor de una amonestación por parte del superior y permanecerá de pie en el refectorio». El orden es fundamental. Si durante la misa alguien sale sin autorización, será reprendido. Si alguno dormita mientras el prepósito de la casa o el padre del monasterio imparte la catequesis, permanecerá de pie hasta que se le indique.

      Como más vale prevenir que curar, y la debilidad de la persona no entiende de situaciones, se ponen medios para facilitar la conducta: nadie está autorizado a atrancar por dentro su dormitorio, ni dos monjes pueden montar juntos en un asno o en la vara de un carro. Se atiende también a evitar la mentira, la difamación, las palabras gruesas o las descalificaciones. En pro de una vida recatada no se emplean camas elevadas, habituales entre personas de buena posición. Los monjes no deben resistirse a la autoridad ni mostrar ampulosidad. Obrar con negligencia, pronunciar palabras ociosas, entregarse a risas y jolgorios o tratar con infantes está estrictamente desaconsejado. En puntos centrales, las normas son inequívocas: «Si uno que es fácil a la calumnia y dice cosas que no son verdaderas es sorprendido en este pecado, amonéstenlo por dos veces; si todavía se muestra tardo a dar escucha, sea alejado de la comunidad de los hermanos por siete días hasta que prometa y asegure que se separará de este vicio, después de lo cual será perdonado».

      Muchos, de forma más o menos explícita, se inspirarán en las propuestas de estos pioneros.

      Algunas enseñanzas

       Ni las personas ni las organizaciones son lineales

       Hablan más alto las acciones que las palabras

       Las líneas rojas entre proyectos no son inalterables

       Lo único relevante es que cada uno encuentre su lugar en el ciclo de la vida

       Los objetivos y los medios van descubriéndose progresivamente

       Toda iniciativa establece diferencias específicas para su imagen de marca

       La jerarquía es imprescindible. Alguien tiene que decidir en última instancia

       Tomar precauciones para evitar errores no implica desconfianza sino sentido común

       Llegar a deshora es una apreciable carencia comportamental

       Los filtros de incorporación han de ser meticulosos

      La verdad tiene un precio

      San Juan Crisóstomo (347-407)

      San Juan Crisóstomo y Santos, de Sebastiano del Piombo, 1509. Fuente: Attilios.

      La situación económica de su madre, Anthusa, permitió a Juan codearse con lo más granado de la clase pudiente, asistiendo a los mejores centros de formación y educándose en gramática latina y griega, declamación, escritura, filosofía, cálculo, historia natural y medicina. Deslumbró en latín, siríaco y griego. Esto último enorgullecía a su progenitora, de antecesores helenos. Aprendió desde joven a manejar la diversidad como realidad connatural, tal como aconsejaría en el siglo XX Roosevelt Thomas Jr. en From affirmative action to affirming diversity.

      Juan vio la luz en torno al 347 en Antioquía, segunda ciudad de Oriente tras Constantinopla. Contaba entonces con ciento cincuenta mil habitantes, la mayoría cristianos. Entre ellos Anthusa. Estudió con Diodoro de Tarso (+390), uno de los más doctos profesores de Teología, quien lo encauzó hacia la fe cuando contaba veinte años. Juan sería bautizado por el obispo Melecio el Sábado Santo del 367. Recordaría con agradecimiento a Libanios, catedrático de Oratoria en Antioquía, por las técnicas que le transmitió, aunque Crisóstomo mencionaba con rachas de desánimo su increencia.

      Secundus, el progenitor, era de origen latino y había desarrollado una rutilante carrera militar culminada como general de Caballería. Dirigía las tropas imperiales en Siria. Juan aspiraba a desenvolverse como abogado, pero al palpar el sórdido ambiente que imperaba en esa profesión optó por convertirse en ermitaño según la regla de Pacomio. Como tal viviría hasta que en el 378 regresó a Antioquía por problemas de salud derivados del inclemente estilo de vida. Un trienio más tarde, en el 381, recibió la ordenación de diácono y en el 386 llegó al sacerdocio. Comenzó a ser conocido como Juan de Antioquía. Más adelante, y como consecuencia de su pericia oratoria, le calificarían como «el Crisóstomo» (boca de oro, en griego).

      Aspiraba al recogimiento, pero fue ensalzado contra su criterio como patriarca de Constantinopla en el 389. Se habían confabulado los obispos, el emperador y algunos fieles, aunque no todos con idéntico entusiasmo. Se cumpliría el principio universal de que nunca escasean los contratiempos. Sin ellos no se precisan soluciones. Y sin estas no sería imperioso implementar energías para encontrar salidas. Por paradójico que parezca, ¡vivan las complejidades! No existen organizaciones sin enredos. Si una cree que no las tiene, está muerta. Toda vida es, en mayor o menor medida, conflicto.

      Juan fue consagrado por el patriarca de Alejandría, Teófilo, quien, pese a las apariencias, cebaba rencor contra el presbítero ascendido. Nectario, predecesor en el cargo que ahora ocuparía Juan, no había sido ejemplar. Y Eudoxia, la emperatriz, hacinaba dilatada impudicia. La predicación del recién coronado provocó que los fieles abandonasen a mansalva la asistencia a los esparcimientos con la consiguiente repercusión negativa en la recaudación. Su predisposición para erigir hospitales, entregar limosna a los necesitados y promover la elevación del nivel cultural y ético del clero resonaron como guantazos para quienes hozaban en el lenocinio.

      Sermoneaba sin pelos en la lengua. Se comprende que los poderosos, seglares o eclesiásticos, acusaran los incisivos dardos: «La Iglesia de Dios no se diferencia nada de los hombres del mundo. ¿No habéis oído que los apóstoles se negaron a administrar el dinero recogido sin trabajo alguno? Ahora nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que los tutores, los administradores y los tenderos. Su preocupación única debiera ser vuestras almas y vuestros intereses, y ahora se rompen la cabeza por los mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los contadores y los despenseros. No lo digo por ganas de lamentarme, sino porque se ponga algún remedio». Si los sacerdotes se preocupaban de las realidades temporales, ¿quién lo haría de los derechos de Dios? Algunos obispos y sacerdotes –demonizaba– se centraban en lo material. Sus predicaciones hacían rechinar dientes: «Debemos imitar a Dios en su comportamiento con la Iglesia a la que no abandona. Portémonos nosotros así con el cónyuge». Añadía que si el hombre vive con templanza tendrá a su esposa por la realidad más amable del mundo, la mirará con afecto y procurará la concordia. Con paz y armonía los bienes se multiplicarían en el hogar.

      Delataba gráficamente el efecto afrodisíaco del poder: «Quien goza de autoridad es como quien tuviera que vivir en compañía de una muchacha joven y hermosa con orden de no mirarla jamás con ojos lascivos. Tal es la autoridad. Por eso a muchos les ha precipitado a la soberbia, los ha incitado a la ira, les ha hecho soltar el freno de la lengua, les ha abierto la puerta de la boca». Incitaba al cambio efectivo: «No son palmoteos lo que necesito. Solo una cosa quiero: que cumpláis lo que os digo. Este es mi mejor aplauso. No estáis aquí en ningún teatro, no os habéis sentado para ver la representación de una tragedia y contentaros con palmear». Las ínfulas parasitarias denunciadas por Juan Crisóstomo se encuentran en los cimientos de una cuestión reiteradamente planteada: ¿Cómo algunos sacerdotes o religiosos, intermediarios entre Dios y los hombres, cuando disparatan se conviertan en gañanes de la peor calaña, tremebundos ceporros de izquierdas o de derechas, nacionalistas viscerales, con ojeriza a cualquier sistema racional?