2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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Название 2000 años liderando equipos
Автор произведения Javier Fernández Aguado
Жанр Зарубежная деловая литература
Серия Directivos y líderes
Издательство Зарубежная деловая литература
Год выпуска 0
isbn 9788418263545



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se han buscado perfiles de líderes de fuste capaces de mejorar a la humanidad. En medio de ejemplos heroicos y vidas inconsistentes, la Iglesia ha sabido reinventarse de forma ininterrumpida. Así, para luchar contra la usura surgieron en Italia en el siglo XV los Montes de Piedad. También en España hubo quienes procuraron encontrar solución a esa lacra. La primera iniciativa fue promovida por fray Ludovico de Camerino en las Marcas, en 1428. En Castilla es paradigmática la iniciativa de las Arcas de Limosnas establecidas en 1432 por el conde de Haro en templos parroquiales de su territorio bajo inspiración franciscana. También en Italia, de 1462 a 1496 se fundaron casi cien Montes de Piedad. Uno de los más eficaces promotores fue el franciscano, luego beato, Bernardino de Feltre (1439-94). El cardenal Cisneros promovió la creación en Castilla de pósitos –almacenes para el aprovisionamiento de la población–, comenzando por Toledo y Alcalá de Henares. En sus primicias, solo por excepción gestionaban préstamos. Con el paso del tiempo se abrirían a esa actividad. El crédito era habitualmente sin interés. De haberlo era irrisorio. Se empleaban con frecuencia prendas o garantías. El fin social prevalecía sobre los beneficios económicos.

      Sobre cómo elegir al CEO, la evolución fue profunda, desde la aclamación a la elección en el colegio cardenalicio. También fue cambiando la composición de este. Gregorio X, fallecido de fiebres en 1276, dejó establecida la norma Ubi periculum, en la que se impone el cónclave. Los cardenales serían encerrados bajo llave, incomunicados del mundo exterior. Si se demoraban se les iría dosificando el alimento para estimular la decisión.

      En casi todos los temas se han alternado idas y venidas. El II Concilio de Lyon (1274) estableció la disolución de las órdenes ulteriores al Concilio IV de Letrán, a excepción de franciscanos y dominicos. Carmelitas y agustinos, que deberían haber desaparecido, fueron indultados. Luego se abrirá la mano a otros. En esos años, el laico había cedido el puesto al clérigo; el yermo, al convento; la soledad, a la ciudad; y una devoción sencilla al apostolado y al estudio.

      Casi toda institución católica se ha identificado con el colegio apostólico pregonando que ellos sí que vivían como los primeros cristianos. En Roma se cobijó, en 1653, la Escuela de Cristo, congregación de sacerdotes y laicos españoles que aspiraban a la santidad a través del cumplimento de los deberes de su estado, la práctica de la oración mental, la mortificación, la fraternidad y la devoción a la Virgen. El padre Eugenio de San Nicolás (1617-1677) sería el propagador de esta asociación desde los conventos recoletos de Toledo y Trujillo. El padre Poveda retomaba idéntica idea el 13 de diciembre de 1932: «¿Sabéis con quién está entroncada nuestra institución? Con la más antigua, con los primeros cristianos (…); nuestra primitiva raíz fueron los primeros cristianos (…) que en razón del tiempo, ni tenían hábito, ni grandes viviendas, ni numerosas comunidades».

      Siempre ha estado presente la necesidad de evolución, especialmente en períodos de acerada incertidumbre. Entre otros, Gregorio VII (1073-1085) había centrado el énfasis en la renovación de la Iglesia con ocasión del conflicto de las investiduras. Lo haría igualmente Inocencio III a través de los concilios de París (1212) y IV de Letrán (1215). También el Concilio de Viena (1311), aunque quedó desnortado por la injusta disolución de los templarios promovida por Felipe IV el Hermoso. En Constanza (1414-1418) volvió a plantearse para extinguir el Cisma de Occidente. También el Concilio de Basilea (1431), aunque no se llevaron a la práctica las decisiones. Trento (1545-1563), ante la amenaza de la mal llamada Reforma luterana, supondría un relevante impulso para esa transformación constante, como de otro modo lo sería siglos más tarde el Concilio Vaticano II.

      No han faltado situaciones peculiares. Calixto nació en Roma en el 155 d. C. y fue esclavo de un cristiano de nombre Marco Aurelio Carpoforo. Fungió de banquero, aceptando depósitos de cristianos y asumiendo operaciones arriesgadas, culminadas en chasco. Su amo le perdonó a solicitud de los propios fieles estafados. Condenado a trabajos forzados en las minas de Cerdeña huyó gracias a la ayuda de una cristiana llamada Marcia, con la que se magreaba el emperador Cómodo. Ya libre, tres décadas más tarde fue elegido papa en el año 217 con el nombre de Calixto I. Fue el número XVII. Falleció mártir al ser lanzado a un pozo en una revuelta popular el 14 de octubre de 222.

      En la selección realizada, he tenido que dejar a incalculables personas y organizaciones fuera del texto. No trato, entre otros muchos, de los silvestrinos fundados por san Silvestre Guzzolini (+1267) en el monte Fano, bendecidos por Inocencio IV en 1242. Unían a la vida austera actividades como la predicación y la confesión. Tampoco de los olivetanos, fundados por san Bernardo Tolomei (1272-1348), que asimilaron elementos eremíticos siguiendo la regla de san Benito e introdujeron aspectos de la legislación mendicante. Ni de otros promotores: santa María Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de María Visitadoras de Enfermos (1826-87); santa Vicenta María López y Vicuña (1847-1890), fundadora de un instituto para la formación cristiana de las jóvenes del servicio doméstico; o santa María Teresa Jornet (1843-99), fundadora de las Hermanas de los Ancianos Desamparados. A la Compañía de Jesús solo haré referencias tangenciales. A su management le he dedicado un libro específico: Jesuitas, liderar talento libre (LID Editorial).

      En las siguientes páginas el lector hallará cientos de aprendizajes aplicables al gobierno. Junto a reacciones cabales, reitero, encontraremos barrabasadas. Como cuando el recién nombrado director del equivalente a un convento, el mismo día en el que el responsable hasta el momento había sido trasladado por ascenso, encargó al ponente del primer medio de formación colectivo una feroz crítica de su predecesor. Al concluir, un asistente le manifestó en privado su pesadumbre. La reacción fue furibunda: «Demasiado poco ha dicho, ¡habría que haber echado a ese, no darle otro cargo!».

      Solo un fanatismo inmisericorde explica que un profesor universitario, en otros aspectos más comedido, reaccione de esa manera.

      El origen de mi añejo interés por los templarios se debe, por cierto, a que el fundador de una otrora afamada organización, que en la actualidad se encuentra en honda crisis por ausencia de humildad para asimilar un obvio y aplastantemente negativo feedback 360º, manifestó el temor de acabar como ellos.

      Muchísimo más grave, fruto de homólogo menosprecio por las personas, es el caso de personajes como el jesuita Dragutin Kamber, que celebró en la revista Novi List de 16 de agosto de 1941 a los soldados nazis como luchadores «de la justicia política y social» y constructores de los fundamentos de un mundo feliz para las futuras generaciones; que fuese buque insignia de la Policía en Doboj (Bosnia) y responsable último del asesinato de serbios ortodoxos muestra con patética claridad que la cizaña y el trigo se encuentran mezclados hasta el final de los tiempos. Bien puede mencionarse aquí la reflexión de Karl Popper: «Ninguna ciencia puede, de hecho, responder a la pregunta de quién es el hombre. Nos arriesgamos a conocer hasta la última partícula del ser humano, pero nos arriesgamos a olvidar quién es el hombre». La persona es frágil y compleja, algo que siempre ha reconocido la Iglesia y que se halla inscrito con matices de admirable sutileza en su doctrina.

      Es aplicable a algunos colectivos una inmemorial chanza referida originariamente a los mormones. Al llegar alguien al Cielo es agasajado por el mismísimo san Pedro. Visita maravillosos entornos. En todos, al preguntar el recién llegado por un alto muro, se le replica: «Detrás se encuentran los mormones».

      Interrogado san Pedro por el motivo, fulminó: «Es que solo son felices si consideran que son los únicos que están en el Cielo…».

      El farolero complejo de sentirse únicos genera hilaridad.

      No queda –insisto– otro remedio que mencionar ludibrio. Entre los rayanos en el tiempo, patibularios nefandos como el mexicano Marcial Maciel, el chileno Fernando Karadima o los peruanos Luis Fernando Figari Rodrigo y Germán Doig Klinge. Sin embargo, los maledicentes de los excelsos cristianos que, al margen de estas y otras ovejas negras iremos evocando, no rozan siquiera la fimbria del hábito de los verdaderos protagonistas de este libro. No hay que obviar que gacetilleros impúdicos tratan de escudar la ausencia de control de sus pulsiones con críticas arteras y sesgadamente documentadas a la Iglesia. Con su corazón carcomido se convierten en sayones de baja estofa. De sus aquelarres poco queda salvo una desarbolada cacofonía de aullidos. A diferencia de ellos, vamos a adentrarnos con objetividad y respeto en el análisis