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ya muy gastada, tuve un acceso de impaciencia, y, una vez hipnotizada, la interpelé impetuosamente: «Esto no puede seguir así. Mañana por la mañana se le romperá el paraguas y tendrá usted que andar hasta su casa sin su auxilio, del cual prescindirá ya siempre en adelante.» No sé cómo pudo ocurrírseme la tontería de dirigir tal sugestión a un paraguas, y en seguida me avergoncé de ella, sin sospechar que la misma paciente se encargaría de salvarme en la opinión de su padre, colega mío de Facultad, el cual me dijo al siguiente día: «¿Sabe usted lo que ha hecho mi hija esta mañana? Íbamos dando un paseo, y de pronto se ha puesto a cantar alegremente, llevando el compás con el paraguas sobre las losas, con tanta fuerza, que ha terminado por romperlo.» La enferma no tenía, naturalmente, la menor sospecha de que en aquella forma había procurado, con gran ingenio, un completo éxito a una sugestión desatinada. Cuando comprobé que el tratamiento hipnótico, con sus mandatos, enseñanzas y sugestiones, no aliviaba en modo alguno a la paciente, recurrí al análisis psíquico y la invité a comunicarme los estados de ánimo que habían precedido a la aparición de la enfermedad. Me relató entonces (en la hipnosis, pero sin excitación alguna) que, poco antes de enfermar ella, había muerto un joven pariente suyo, al que se hallaba prometida. Pero como esta comunicación no modificó en nada su estado, al llegar la sesión de hipnosis siguiente le expresé mi convicción de que la muerte de su primo no tenía relación alguna con su enfermedad, debiendo haber sucedido alguna otra cosa que no me había comunicado. Ante estas palabras mías, inició la enferma una distinta confesión, pero se interrumpió en seguida, y su padre, que se hallaba sentado a sus espaldas, comenzó a sollozar amargamente. Como es natural, no quise continuar profundizando en la psiquis de la enferma, a la cual no he vuelto a ver desde aquel día.

      Como ejemplo de la técnica arriba descrita de investigación en estado no sonámbulo, o sea de consciencia no ampliada, expondremos aquí un caso cuyo análisis hemos llevado a cabo muy recientemente. Tratábase de una mujer de treinta y ocho años, afecta de neurosis de angustia (agorafobia, accesos de miedo a la muerte, etc.). Como la mayoría de los enfermos de este género, se resistía a confesar que había adquirido su dolencia en su vida conyugal y tendía a transferir los comienzos de la misma a su temprana juventud. Así, me refirió que a los diecisiete años tuvo el primer ataque de vértigo con angustia y sensación de parálisis, yendo por la calle de su pequeña ciudad natal, y que estos ataques se habían venido repitiendo periódicamente, hasta ser sustituidos, hacía algunos años, por su dolencia actual. A mi juicio, tales primeros ataques de vértigo eran de naturaleza histérica, y decidí llevar a cabo su análisis. Al principio, sólo supo decirme que el primer acceso la sorprendió fuera de su casa, de la que había salido para hacer unas compras. «¿Qué iba usted a comprar? «Varias cosas que necesitaba, creo, para asistir a un baile al que estaba invitada.» «¿Cuándo debía celebrarse ese baile?» «Me parece que dos días después.» «Entonces debió de suceder días antes algo que la excitó e impresionó a usted.» «No sé; de esto hace ya veintiún años.» «No importa. Voy a colocar mi mano sobre su frente, y al retirarla pensará o verá usted algo y me lo dirá, sea lo que sea. Qué, ¿no se le ha ocurrido a usted nada?» «Sí, he pensado algo; pero no tiene relación ninguna con nuestro tema.» «Dígalo, de todos modos.» «He pensado en una amiga mía que murió muy joven. Pero su muerte acaeció cuando yo tenía dieciocho años, o sea un año después.» «Ya veremos luego eso. ¿Qué puede usted decirme con respecto a esa amiga?» «Su muerte me conmovió mucho, pues nos profesábamos gran amistad. Semanas antes había muerto otra muchacha, y estas dos muertes inesperadas produjeron mucha impresión en la ciudad. Ahora recuerdo que, en efecto, tenía yo por entonces diecisiete años, y no dieciocho, como dije antes.» «¿Ve usted cómo puede confiar en la exactitud de lo que se le ocurre cuando coloco la mano sobre su frente? Ahora recuerde usted qué es lo que pensaba cuando le dio el ataque en la calle.» «No pensaba nada. De repente sentí el vértigo, y nada más.» «No es posible. No hay ningún estado de ese género que no vaya acompañado de una idea. Voy a poner de nuevo mi mano sobre su frente, y el pensamiento que entonces ocupaba su imaginación volverá a surgir en ella. Bien: ¿qué ha pensado usted?» «Se me ha ocurrido: Ahora me toca a mí.» «¿Y qué significa eso?» «·Se conoce que al darme el ataque pensaba: Ahora voy a ser yo la que se muera.» Esta era, pues, la idea que buscábamos. «Al darle el ataque pensaba usted en su amiga. Entonces, ¿es que su muerte le causó gran impresión?» «Ya lo creo. Recuerdo ahora que cuando me dieron la triste noticia pensé que era terrible tener que ir a un baile estando ella muerta; pero tenía tanta ilusión por ir al baile y me entusiasmaba tanto haber sido invitada, que me propuse no pensar más en el desgraciado acontecimiento.» (Obsérvese aquí la expulsión voluntaria del suceso de la consciencia, represión que da al recuerdo de la amiga un carácter patógeno.)

      El ataque quedó así aclarado hasta cierto punto; pero siéndome preciso hallar todavía un factor ocasional que hubiera provocado el recuerdo en el momento preciso, tuve la feliz idea de orientar la continuación del análisis en el sentido que sigue: «¿Recuerda usted con precisión por qué calle pasaba cuando sintió el vértigo?» «Sí; por la calle principal. Aún veo ante mí sus viejas casas.» «¿Y dónde había vivido su amiga?»

      «Precisamente en esta calle. Acababa de pasar por delante de su casa cuando, dos más allá, me dio el ataque.» «Entonces lo sucedido fue que al pasar por delante de la casa en la que su amiga había vivido recordó usted su muerte, y el contraste de que antes me habló entre esta desgracia y sus alegres proyectos, contraste en el que no quería usted pensar, volvió a sobrecogerla.» Sospechando que quizá existiese aún algún otro factor que hubiese despertado o robustecido en la muchacha, hasta entonces normal, la disposición histérica, y que tal factor podía ser muy bien la periódica indisposición femenina, no quise darme todavía por satisfecho y continué mi interrogatorio: «¿Recuerda usted por qué días tuvo usted en aquel mes el período?» «¿También tengo que saber eso? No puedo decirle sino que por aquella época no se me presentaba el período más que muy raras veces y con gran irregularidad. El año que cumplí los diecisiete sólo se me presentó una vez.» «Entonces vamos a ir recorriendo las fechas hasta encontrar la verdadera.» Así lo hicimos, decidiéndose la paciente por un mes determinado y vacilando entre dos días inmediatos a uno de fiesta fija. «¿Coincide acaso alguno de esos días con el fijado para el baile?» «El baile se celebró precisamente el día de fiesta. Y ahora recuerdo que me hizo impresión la circunstancia de que mi único período de aquel año coincidiese con la fecha del baile, el primero a que me invitaban.» Con estos datos pudimos ya reconstruir fácilmente lo sucedido y penetrar en el mecanismo del ataque histérico de referencia. La obtención de este resultado fue, ciertamente, harto trabajosa, habiendo sido necesaria una total confianza en mi técnica y varias felices iniciativas en la orientación del análisis para despertar en una paciente incrédula y tratada en estado de vigilia los detalles expuestos de un suceso olvidado y acaecido veintiún años antes.

      Es ésta la mejor descripción que puede hacerse de aquel estado en el que sabemos e ignoramos simultáneamente algo, estado sólo comprensible para aquellos que han pasado por él. Personalmente poseo un singularísimo recuerdo de este género, que conservo con extraordinaria claridad. Cuando me esfuerzo en recordar lo que entonces pasó en mí, no logro, sin embargo, grandes resultados. Sé que en dicha ocasión vi algo que no se adaptaba en absoluto a lo que yo esperaba, y aquella percepción, que debía haberme movido a desistir de determinado propósito, no me hizo modificarlo en modo alguno. No tuve consciencia alguna de la contradicción existente, ni tampoco advertí el efecto contrapuesto del que, indudablemente, dependía que dicha percepción no tuviese efecto psíquico alguno. Así, pues, padecí en tales momentos aquella ceguera que tanto nos asombra comprobar en las madres con respecto a sus hijas, en los maridos con respecto a sus mujeres y en los soberanos con respecto a sus favoritos.

      Quiero exponer aquí el caso que me reveló por primera vez esta relación causal. Tenía en tratamiento, a consecuencia de una complicada neurosis, a una señora joven, la cual se resistía a reconocer, como es habitual en estas enfermas, que el origen de su dolencia radicaba en su vida conyugal, objetando que ya de soltera padecía ataques de angustia y desvanecimientos, no obstante lo cual mantuve yo mi punto de vista. Cuando ya teníamos más confianza, me dijo, de repente, un día: «Va usted a saber ahora cuál es el origen de los ataques de angustia que de soltera me