Regreso a Reims. Didier Eribon

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Название Regreso a Reims
Автор произведения Didier Eribon
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9789875994485



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urbanísticos que garantizaran, a los nuevos pilares de la nación regenerada, un hábitat decente, que permitiera conjurar los peligros —en los que la burguesía reformadora insistía hacía tiempo— de una infancia obrera en viviendas en malas condiciones y librada a la calle: la proliferación anárquica de niños malos y niñas amorales.5

      Fue en una de esas ciudades donde se instalaron mis abuelos después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando era niño, a fines de los años cincuenta y comienzos de la década de 1960, el decorado que los filántropos habían imaginado y luego erigido se había degradado mucho: mal mantenida, la “ciudad jardín” del Foyer Rémois en la que todavía vivían mis abuelos y sus últimos hijos parecía leprosa, corroída por la miseria que tenía la función de alojar y que se leía en todas partes. Era un ambiente altamente patógeno, donde en efecto se desarrollaban varias patologías sociales. Hablando en términos estadísticos, la delincuencia era uno de los caminos que se les presentaban a los jóvenes del barrio, como sigue sucediendo en la actualidad en los espacios instituidos de segregación urbana y social; ¿cómo no sentirse impactado por la permanencia de tales situaciones históricas? Uno de los hermanos de mi padre se hizo ladrón, estuvo en la cárcel y finalmente lo exiliaron de Reims; cada tanto lo veíamos aparecer, a escondidas, cuando caía la noche, para ver a sus padres o pedir dinero a sus hermanos. Había desaparecido de mi vida y de mi memoria cuando me enteré por mi madre de que se había vuelto vagabundo y había muerto en la calle. En su juventud, había sido marino (había hecho el servicio militar en la marina y luego se había alistado, pero lo echaron por su mal comportamiento y sus mañas —peleas y robos, entre otras—) y fue su rostro, su silueta en una foto que decoraba el aparador del comedor de la casa de mis abuelos, donde se lo veía con traje de marinero, lo que me vino a la mente cuando leí Querelle de Brest por primera vez. Ampliando el panorama, en el barrio, las ilegalidades, pequeñas o grandes, eran la regla, como una suerte de resistencia obstinada y popular a las leyes del Estado, al que se percibía cotidianamente como el instrumento del enemigo de clase, cuyo poder se manifestaba en todas partes y en todo momento.

      La natalidad, conforme a los deseos iniciales de la burguesía católica y lo que esta consideraba como “valores morales” que había que promover en las clases populares, se portaba de maravillas: no era raro que en las familias que habitaban las casas próximas a la de mis abuelos se contaran catorce o quince niños, y hasta veintiuno, según mi madre, aunque me resulta difícil creer que eso haya sido posible. A pesar de todo, el Partido Comunista prosperaba. La adhesión efectiva —entre los hombres, al menos; las mujeres, si bien compartían las opiniones de sus maridos, se mantenían alejadas de la práctica militante y las “reuniones de célula”— era relativamente habitual, pero no indispensable para difundir y perpetuar ese sentimiento de pertenencia política que está tan espontánea y estrechamente ligado a la pertenencia social. Por otra parte, lo llamaban simplemente “el Partido”. Tanto mi abuelo como mi padre y sus hermanos —así como, del lado de mi madre, su padrastro y su medio hermano— asistían en grupo a las reuniones públicas que los dirigentes nacionales celebraban a intervalos regulares. En cada elección, todo el mundo votaba a los candidatos comunistas, mientras hablaban pestes de los socialistas —a quienes tachaban de falsa izquierda—, sus transigencias y traiciones. Y no obstante, cuando hacía falta, los votaban refunfuñando en la segunda vuelta, en nombre del realismo y la “disciplina republicana”, que de ninguna manera se debía transgredir (en esa época, sin embargo, el candidato comunista solía estar mejor ubicado, por lo que este caso particular se presentaba en pocas ocasiones). La expresión “la izquierda” estaba cargada de un fuerte significado: se trataba de defender los propios intereses y hacerse oír. Esto sucedía, cuando no era mediante huelgas y manifestaciones, delegando y entregándose a los “representantes de la clase obrera” y a los representantes políticos. En consecuencia, se aceptaban todas sus decisiones y se repetían todos sus discursos. Constituirse como sujetos políticos consistía en confiarse a los portavoces, quienes eran los intermediarios a través de los cuales los obreros, la “clase obrera”, existía como grupo consolidado, como clase consciente de su propia existencia. Lo que cada uno pensaba, los valores que reclamaban como propios, las actitudes que adoptaban, estaba profundamente marcado por la concepción del mundo que “el Partido” contribuía a instalar en las conciencias y a difundir en el cuerpo social. El voto constituía, entonces, un momento muy importante de afirmación colectiva de sí y del propio peso político. Y cuando al anochecer del día de las elecciones llegaban los resultados, explotaban de cólera al enterarse de que la derecha había vuelto a ganar, se la tomaban con los obreros “amarillos” que habían votado a De Gaulle y, por lo tanto, contra sí mismos.