Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Название Colección de Alejandro Dumas
Автор произведения Alejandro Dumas
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788026835875



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la plaza Palais Cardinal encontraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó de qué se trataba.

      D’Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentiles hombres estaban siempre dispuestos.

      Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.

      D’Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.

      Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D’Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.

      -Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado - decía D’Artagnan moviendo la cabeza-. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente - añadió-, mis buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de voluntad. D’Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres lo perderán!

      Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.

      En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardenal que, al reconocer a D’Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.

      Aquella sonrisa le pareció a D’Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.

      El ujier volvió a hizo seña a D’Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.

      Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.

      El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D’Artagnan permaneció de pie y examinó a aquel hombre.

      D’Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier, pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos, y alzó la cabeza.

      D’Artagnan reconoció al cardenal.

      Capítulo 40 El cardenal

      Índice

      El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D’Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.

      Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.

      -Señor - le dijo el cardenal-, ¿sois vos un D’Artagnan del Béarn?

      -Sí, monseñor - respondió el joven.

      -Hay muchas ramas de D’Artagnan en Tarbes y en los alrededores - dijo el cardenal ; ¿a cuál pertenecéis vos?

      -Soy hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de Su Graciosa Majestad.

      -Eso está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra región para venir a buscar fortuna a la capital?

      -Sí, monseñor.

      -Vinisteis por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero algo.

      -Monseñor - dijo D’Artagnan-, lo que me pasó…

      -Inútil, inútil - replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien como el que quería contársela; estabais recomendado al señor de Tréville, ¿no es así?

      -Sí, monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de Meung…

      -Se perdió la carta - prosiguió la Eminencia ; sí, ya sé eso; pero el señor de Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los mosqueteros.

      -Monseñor está perfectamente informado - dijo D’Artagnan.

      -Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con vuestros amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis continuado vuestro camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.

      -Monseñor - dijo D’Artagnan completamente desconcertado-, yo iba…

      -De caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi obligación consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.

      D’Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el engaste hacia dentro; pero era demasiado tarde.

      -Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois - prosiguió el cardenal ; iba a rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un error.

      -Monseñor, temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.

      -¡Vaya! Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más inteligencia y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais elogios? Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos, obedecen… demasiado bien… Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.

      Era la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux; D’Artagnan se estremeció, y recordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.

      -En fin - continuó el cardenal - como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he querido saber qué hacíais. Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué miramientos habéis sido tratado en todas las circunstancias.

      D’Artagnan se inclinó con respeto.

      -Eso -