Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Название Colección de Alejandro Dumas
Автор произведения Alejandro Dumas
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788026835875



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atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo aquello; luego, cuando D’Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada bueno.

      -¿Qué queréis decir? - exclamó D’Artagnan-. ¡En nombre del cielo, explicaos!

      -¡Oh, señor - dijo el viejo-, no me pidáis nada! Porque si os dijera lo que he visto, a buen seguro que no me ocurrira nada bueno.

      -¿Habéis visto entonces algo? - repuso D’Artagnan-. En tal críso, en nombre del cielo - continuó, entregándole una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.

      El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D’Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz baja:

      -Serían las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de allí. En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de mano. Esos caballos de mano pertenecían evidentemente a los tres hombres que estaban vestidos de caballeros. «Ah, mis buenos señores - exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel que parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.» «Dánosla, y vuelve a tu casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente que si dices una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo que yo recogí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de atrás y deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin ser visto. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se subió con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió a bajar a paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y desapareció; al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la portezuela el cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla. De pronto resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como para precipitarse por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los dos hombres se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía ruido de muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos fueron ahogados; los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos; dos descendieron por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que se había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por la puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos compañeros le esperaban ya a caballo, saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó al galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he visto nada ni he oído nada.

      D’Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.

      -Pero, señor gentilhombre - prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas ; vamos, no os aflijáis, no os la han matado, eso es lo esencial.

      -¿Sabéis aproximadamente - dijo D’Artagnan - quién era el hombre que dirigía esa infernal expedición?

      -No lo conozco.

      -Pero, puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.

      -¡Ah! ¿Son sus señas lo que me pedís?

      -Sí.

      -Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de gentilhombre.

      -¡El es! - exclamó D’Artagnan-. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el otro?

      -¿Cuál?

      -El pequeño.

      -¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba espada, y los otros le trataban sin ninguna consideración.

      -Algún lacayo - murmuró D’Artagnan-. ¡Ah, pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han hecho?

      -Me habéis prometido el secreto - dijo el viejo.

      -Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene más que una palabra, y yo os he dado la mía.

      D’Artagnan volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a creer que se tratara de la señora Bonacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre, como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y raptado. Vacilaba, se desolaba, se desesperaba.

      -¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos! - exclamó-. Tendría al menos alguna esperanza de volverla a encontrar; pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?

      Era medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Planchet. D Artagnan se hizo abrir sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas encontró a Planchet.

      En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aventurada. D’Artagnan no había citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su derecho.

      Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del - lugar en que había ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la sexta taberna, como hemos dicho, D’Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este modo; pero también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los lacayos y los carreteros que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber tragado su botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más satisfactoria posible y de dormirse mal que bien. D’Artagnan tenía veinte años, como se recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente incluso en los corazones más desesperados.

      Hacia las seis de la mañana, D’Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña ordinariamente al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salió para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche. En efecto, lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet, que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable ante la cual D’Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.

      Capítulo 25 Porthos

      Índice

      En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad