El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón. Jose Maria de Pereda

Читать онлайн.
Название El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón
Автор произведения Jose Maria de Pereda
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 4057664099020



Скачать книгу

es lo que pido, y para después, una cama. ¿Lo tiene usted, señora? ¿Sí ó no?

      —¡Eso es injuriarme!

      —¿Lo tiene usted? ¿Sí ó no?

      —¡Pues no he de tenerlo? ¿Con quién se le figura á usted que está tratando?

      —Pues venga cuanto antes, y no se meta usted en más honduras.

      —¡Es que tiene usted unas cosas!...

      —¡Yo tengo todo lo que necesito, señora!

      —¡Y unas demasías!...

      —En cuanto usted se largue de aquí, no me sobrará nada.

      Dicho esto, se oye un pisar menudito y fuerte, y un zumbido sibilante, como de mujer que se marcha renegando; y, acto continuo, vuelve á oirse la voz del hombre de la sala, que grita:

      —¡Ruiz!... ¡Ruiz!

      —¡Presente, mi capitán!—responde desde el pasadizo otra voz de hombre, cuyos pasos, acompañados también de ruido de espuelas y de sable, indican que acude al llamamiento.

      —¿Y el maletín? ¿Y el galápago? ¿Y las bridas?

      —Ahí quedan, mi capitán.

      —Traételos.

      Un instante después, vuelve á decir el llamado Ruiz:

      —Aquí está el maletín.

      —¿Y lo demás?

      —¿Lo demás, mi capitán?...

      —¡Lo demás, sí!

      —Pues lo demás, con permiso... digo que se quedará aquí afuera...

      —¡Gaznápiro! ¿Te lo he mandado sacar de la cuadra para que lo dejes en la cocina?

      —No, señor; pero ¿dónde lo pongo si no?

      —Ahí, en el arzón trasero de la cama. Ya sabes que yo nunca duermo lejos de las monturas.

      —Pero hay casos, mi capitán... digo, con permiso... ¡Como están los bastos tan sudaos... y es tan blanco ese bullarengue que cae por encima!...

      —¿Á que te rompo la grupa de un puntapié?...

      —Es que, mi capitán, como he conocío el genio de la patrona por lo que rezaba cuando salío de aquí... Vamos, temí que... Y por eso advertí á mi capitán...

      —Pues precisamente estoy yo deseando dar unas vueltas de picadero á esa jaca bravía... ¡Conque figúrate tú!

      —Siempre á la orden, mi capitán.

      Y por el ruido que sigue á esta despedida, conoce Gedeón que la montura del cuadrúpedo del capitán pasa, conducida por Ruiz, á colocarse en la cama de respeto de la sala de recreo de los huéspedes de doña Ambrosia.

      Jamás se vió una embustera desmentida más pronto ni más al caso.

      Gedeón (que nunca puso en duda que su pupilera admitía cuanto se le presentaba) no sabe si sentir ó celebrar el lance. Lo siente por el riesgo que corren, y pueden correr en adelante, su comodidad y su reposo; pero se alegra por lo que tiene de respuesta á la indirecta cuartelera que le echó la rígida doña Ambrosia, si es que á él iba enderezada, como lo va sospechando.

      Entre tanto, el capitán no cesa de llamar á Ruiz, ni Ruiz cesa de pasar y repasar el pasadizo; hasta que, acostado el primero y marchándose el segundo á zagalear las bestias y á dormir á su lado, reina el sosiego en la casa y ronca Gedeón.

       Índice

      VARIAS CATÁSTROFES

      Tres días con tres noches duran las marimorenas que arman el capitán y su asistente.

      ¡Ruiz! por acá; ¡Ruiz! por allá; ¡mi capitán! por allí; ¡mi capitán! por el otro lado; que la cebada, que el maletín, que los alcances, que el caballo, que ¡vete!, que ¡estate!, que ¡bruto!, que ¡por vida!, que la patrona, que el libramiento, que las raciones, que la herradura... Y todo esto á gritos, al medio día, á media noche, al amanecer, y comiendo y almorzando.

      Gedeón no sosiega; y, además, todo le huele á cuadra y le sabe á rancho y le suena á cuartel.

      Doña Ambrosia está en ascuas, tiene calambres, riñe con el capitán y se disculpa con Gedeón.

      —Ya usted ve, no es culpa mía. ¡Cómo podía yo pensar!... Para algunas gentes todo es lo mismo... No tienen educación, carecen de principios... ¡Pero yo haré!... ¡Yo le aseguro!... Usted dispensará... Á cualquiera le sucede... Como una juzga á los demás por sus propios sentimientos...

      Y no dura la brega más que tres días, porque doña Ambrosia, con la disculpa de que tiene comprometida la habitación, despide al capitán cuando vence su boleta; disculpa que éste no admite como de buena ley, por lo cual, antes de marcharse, pone á la pupilera como trapo de fregar, y á la casa, que no hay por dónde mirarla.

      Aquella noche descansa Gedeón y hasta reanuda sus casi interrumpidos coloquios con Solita; pero con esto vuelven á arder las apagadas iras de doña Ambrosia, y á estallar sobre su doncella, y á oirse sus letanías acostumbradas cada vez que pasa por delante de la puerta falsa del gabinete.

      En esto, toman posesión de la sala dos nuevos huéspedes. Son dos cómicos, que vienen á casa á la una de la mañana, y se acuestan á las dos, y se levantan á las once, y comen á deshora, y estudian á voces sus papeles, y cantan á grito pelado coplas indecentes, y se pasean en calzoncillos por toda la casa desde que salen de la cama hasta que se van al ensayo, y dicen chicoleos desde el balcón á todas las mujeres que se asoman á los de enfrente, y tiran bolitas de pan y huesos de aceituna á los hombres que pasan por la calle.

      De vez en cuando los visitan otros camaradas del oficio, y entonces se hunde la tierra.

      Gedeón, condenado desde mucho tiempo hace á ir de mal en peor en esto de establecerse á su gusto, suspira por el capitán, que le parece un ángel de Dios, comparado con aquellos demonios del estrépito.

      Un día convidan éstos á comer á media docena de sus amigos; y como la comida es solemne, tiene lugar en la sala. Antes que lleguen los postres, Gedeón se ahoga de ira y de ruido, y tiene que largarse á la calle para buscar un poco de aire menos corrompido, y una algarabía más tolerable.

      Dos horas le dura la arrancada, como dicen los marinos, ó la velocidad inicial, según la culta jerga científica; dos horas que invierte Gedeón en meterse, como los huracanes, por todas las rendijas que halla á su paso en la ciudad. Cuando se ve rendido y desfogado, vuélvese á casa, en la creencia de que, si no la policía, el cansancio habrá puesto en orden y en silencio á los cómicos de la sala.

      Pocos pasos antes de llegar al portal, observa que sale de él Solita, con un lío de ropa debajo del brazo. Este detalle le parece grave.

      En efecto, Solita se echa á llorar en cuanto se encara con Gedeón.

      —¡Ay, señorito!—le dice entre sollozos,—¡qué mala estrella es usted para mí!

      —Pues ¿qué sucede, hija mía?—pregúntala Gedeón hecho unas mieles.

      —Que por