Название | El alma del mar |
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Автор произведения | Philip Hoare |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418217111 |
También han sufrido. En Gran Bretaña se los utilizó para el tiro al blanco en la Segunda Guerra Mundial; miles de ellos, posados en balsas en el mar, volaron por los aires. En el Cabo ese invierno encuentro muchos eíderes muertos sobre la arena, abiertos y asados a la parrilla, como si el violento frío hubiera sido excesivo incluso para ellos, a pesar de su mullido aislamiento. A una víctima hace tiempo que le han arrancado los ojos y sumergido en la oscuridad, pero su nuca sigue tensa, como la del cuello de un conejo, más piel que plumaje. Todavía se caza a los eíderes por sus esponjosas plumas para hacer edredones y abrigos, «robando nidos y pechos de aves para aportar aislamiento a este refugio», según escribió Thoreau. Toleran nuestro expolio, no les queda otro remedio. Pero, aunque les hayamos encontrado utilidad, sus características nos hablan de algo incognoscible.
Quizá sean esos ojos. Sí, son esos ojos; siempre son los ojos. Abarcan el mundo entero y, al mismo tiempo, lo ignoran.
Adentrándose en el Atlántico, Cabo Cod es como un arco tensado, doblado sobre sí mismo, una arenosa floritura que parece demasiado frágil para resistir las acometidas del océano. Castigado por sucesivas tormentas, su punta se ha transformado y ha cambiado durante siglos. Solo existe a medias y, asimismo, no está ahí en absoluto. Es poroso. El mar se filtra en su interior.
Aquí acaba América. En ocasiones, si la luz es la adecuada, como esta mañana, la tierra al otro lado de la bahía queda reducida a un espejismo, un Fata Morgana10 alarga las lejanas playas hasta que parecen acantilados que flotan sobre el horizonte como en un sueño. Cuanto más lejos te encuentras, menos real parece lo demás. En este lugar importa poco lo que sucede en el continente, o, más bien, lo pone todo en perspectiva. Es un sismógrafo en el océano americano que percibe al resto del mundo. No en vano, Marconi envió sus señales de radio desde esta orilla; creía que sus transmisores podrían captar de ese modo los gritos de los marineros ahogados en el Atlántico.
El interior de la bahía forma un arco alrededor del Cabo y pierde gente a medida que se extiende. Desde caminos que parecen vacíos con carteles que protestan educadamente —«Densamente poblado»—,11 como si hubiera tantos habitantes como árboles, atraviesas el bosque de Wellfleet y de segundas residencias hasta alguna esporádica casita de campo vacacional en North Truro, junto a la autopista, tan solitaria como las pinturas de Hopper, y luego hasta Provincetown, donde la tierra se ensancha brevemente antes de estrecharse hacia Long Point, una punta de arena tan delgada y elegante como la cola del pequeño mono verde de latón que Pat tiene sobre la estufa de madera. En la punta se encuentra el faro de Long Point, una torre cuadrada y baja, coronada con una linterna negra, que puede que salude o advierta a los visitantes, no importa. Una vez llegas aquí, ya no te marchas. Este es el final y el principio de las cosas.
Llegué por primera vez a Provincetown en el verano de 2001. Me invitó John Waters, y estuve en la ciudad cinco días; entonces no tenía ni idea de lo que esos días significarían para mí. Como un perverso mentor, John me inició en los secretos del lugar. Bebimos en la A-House, donde hombres adultos se acicalaban los cuerpos unos a otros como animales espulgándose; y también en el Old Colony, una caverna de madera que da bandazos como si estuviera borracha; y bebimos en el Vets Bar, donde los hombres hétero de la ciudad habían formado su última defensa en la penumbra. Durante las calurosas tardes hacíamos autostop hasta Longnook, utilizando un gastado cartel de cartón con nuestro destino escrito con rotulador, y esperábamos en la Ruta 6 a que alguien nos llevara. En una ocasión paró un coche de policía. Nos sentamos en el enjaulado asiento de atrás, como si fuéramos delincuentes y, cuando llegamos, John dijo: «Nos han dado la provisional en la playa». Miró hacia el océano y declaró que era tan bello que parecía un chiste. Cuando pedaleábamos por la calle Commercial en su bicicleta, adornada con una cesta de mimbre como si fuéramos la Malvada Bruja del Oeste, alguien dijo «Su Majestad» al vernos pasar.
Fue al final de mi estancia, cuando estaba a punto de tomar el transbordador de vuelta a Boston, cuando decidí ir a ver ballenas. Abandoné la tierra y subí al bote. Cuarenta minutos después, frente al banco de Stellwagen, una yubarta emergió frente a mí. Todavía sigue ahí.
No es fácil llegar aquí. Nunca lo ha sido. Durante la mayor parte de su historia humana, Provincetown fue accesible solo en barco o a través de una delgada franja de arena que la conecta con el resto de la península. E incluso una vez llegabas, era difícil saber qué había allí y qué había aquí; qué era tierra y qué mar; mapas de la década de 1830 muestran un lugar aislado por el agua, con un perímetro parcialmente inundado. No hubo carretera hasta el siglo xx; en otros tiempos, el ferrocarril traía visitantes a Provincetown, pero fue abandonado hace mucho, al igual que los vapores que traían excursionistas desde Nueva York. Hoy en día los transbordadores operan solo de mayo a octubre, y la avioneta puede verse obligada a permanecer en tierra por una tormenta eléctrica sobre el aeródromo o porque la niebla envuelva el Cabo. Provincetown marca el inicio de la Ruta 6, que va de costa a costa a lo largo de cinco mil seiscientos kilómetros, hasta Long Beach, en California. Pero fue renumerada en 1964, y ahora la carretera más larga de América del Norte parece extinguirse en la arena, como si se hubiera dado por vencida antes de empezar. Es un trayecto larguísimo en coche desde Boston, y la carretera se vuelve más estrecha según avanzas, replegándose sobre sí misma, hasta que el mar la asedia por todas partes, dejando poco espacio al asfalto, las casas o la gente. Nadie llega aquí por casualidad, a menos que quiera. No está de camino a ninguna parte, excepto el mar.
La gente perdida que encuentra el camino hasta aquí descubre el consuelo de las mareas que anclan los interminables días, que de otro modo escaparían, fuera de control, enfrentados a la naturaleza que la rodea por completo. Mi tiempo lo define el mar, igual que en casa. Pero en lugar de tener que pedalear hasta él, solo tengo que levantarme de la cama y descender los escalones de madera. Olisqueo el aire como un perro y bajo de la barrera. Los eíderes arrullan como exagerados cómicos. El agua es el agua. Floto de espaldas, con el rostro hacia el cielo; en lo alto de la colina, detrás de mí, se halla el monumento que señala la llegada de los peregrinos que partieron de Southampton rumbo a esta orilla hace tres siglos. Giro mi cuerpo hacia él como si fuera la aguja de una brújula. Es como si hubiera nadado todo el trayecto hasta aquí. Cuento mis brazadas. El frío me obliga a salir. Subo de nuevo y pongo a hervir agua para el té, dejando un rato las manos sobre el incandescente fogón eléctrico para restablecer la circulación lo suficiente para poder escribir.
En mi escritorio están los objetos que resisten mi ausencia guardados en el desván como adornos de Navidad. Una ballena salomónica de cristal verde que compré en la tienda del pueblo. Una edición de la década de 1920 de Moby Dick, con una deslucida imagen en color pegada en la cubierta. Un listón de madera que encontré en la orilla, cuyas capas de pintura verde y blanca se pelan en oleadas. Una tabla de mareas pegada en la pared, que no necesito. Mi cuerpo está sincronizado con su ir y venir; lo oigo subconscientemente mientras duermo y lo percibo cuando estoy en la ciudad. Los demás también lo perciben, aunque crean que no. Me levanta de la cama y me convoca al mar, en cualquier momento del día o de la noche.
He pasado muchos veranos aquí; también inviernos. Conozco el lugar fuera de temporada, cuando la gente se cae con las hojas y sus huesos se revelan: las casas de tejuelas y las calles blancas bordeadas con conchas aplastadas, como si salieran del mar o llevaran a él. Constreñidas por todas partes por el mar, las casas están construidas con vista a la eficiencia, como barcos; en un lugar como este,