La librería ambulante. Christopher Morley

Читать онлайн.
Название La librería ambulante
Автор произведения Christopher Morley
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418264429



Скачать книгу

qué era. «He escrito un libro», dijo Andrew y me enseñó la portada: PARAÍSO RECOBRADO, por Andrew McGill.

      Ni siquiera entonces me preocupé demasiado, porque, claro, no me imaginaba que nadie quisiera publicar el libro. ¡Pero Dios Santo! Un mes más tarde llegó una carta de un editor… ¡que quería publicarlo! Esa carta que Andrew puso en un marco sobre su escritorio. Sólo para mostraros cómo sonaba la reproduciré aquí:

      DECAMERON, JONES & CO.

       EDITORES UNION SQUARE, NUEVA YORK

      13 de enero de 1907

      Apreciado señor McGill:

      Hemos leído con singular interés su manuscrito Paraíso recobrado. Supimos al instante que un relato tan inspirado sobre los goces de la sana vida campestre merecía recibir el aplauso popular y, a excepción de unas pocas revisiones y recortes, nos complacería mucho publicar el libro tal como está. Nos gustaría que lo ilustrara el señor Tortoni, cuyo trabajo quizás haya tenido ocasión de admirar, así que nos preguntábamos si él podría ponerse en contacto con usted para familiarizarse con el color local de aquellos parajes.

      Asimismo estaremos encantados de pagarle el 10% de las ventas del libro. Adjuntamos dos copias de los contratos para que los firme en caso de que encuentre satisfactoria nuestra propuesta.

      Suyos,

      DECAMERON, JONES & CO.

      Siempre he creído que Paraíso perdido habría sido un título más apropiado para ese libro. Se publicó en el otoño de 1907 y a partir de entonces nuestra vida no volvió a ser la misma. Por algún revés de la suerte, el libro se convirtió en el éxito de la temporada. Fue aclamado como un «evangelio de la salud y el bienestar» y Andrew recibió muchas ofertas de editores y directores de revistas que querían apoderarse de su siguiente libro. Resulta casi increíble ver las bajas estratagemas que los editores están dispuestos a emplear para convencer a un autor. Andrew había escrito en Paraíso recobrado sobre los vagabundos que solían visitarnos, cuán pintorescos, llamativos (permitidme añadir, y qué sucios) eran algunos. Y como nunca echamos de nuestra propiedad a ninguno que pareciera digno, ¿me creeríais si os dijera que, en la primavera posterior a la publicación del libro, un vagabundo de aspecto dudoso, con una mochila a la espalda, se presentó en nuestra granja un buen día y después de elogiar con mucha labia el libro de Andrew y de pasar la noche con nosotros, se levantó a la hora del desayuno y se presentó como uno de los editores más importantes de Nueva York?

      Había usado aquella artimaña para que Andrew le cogiera confianza.

      Y como ya os habréis imaginado, ¡a ese paso Andrew no tardó en echarse a perder! Al año siguiente desapareció repentinamente. Sólo dejó una nota en la mesa de la cocina. Estuvo seis semanas vagabundeando por todo el estado, recogiendo material para un nuevo libro.

      Hice lo que pude para evitar que fuera a Nueva York a hablar con editores y gente de esa calaña. Le llegaban muchos sobres llenos de recortes de prensa y él se ponía a leerlos cuando tendría que haber estado cosechando el maíz. Por suerte, el cartero siempre venía a media mañana, cuando Andrew estaba en el campo, así que yo solía mirar la correspondencia antes que él.

      Después del segundo libro (Semillas de felicidad se titulaba), las pilas de cartas de los editores eran tan grandes que yo solía echarlas dentro de la estufa antes de que Andrew las viera, excepto las que enviaban de Decameron Jones, pues a veces traían cheques. Cada poco aparecía algún que otro literato para entrevistar a Andrew. Afortunadamente, conseguía deshacerme de ellos casi siempre.

      Sin embargo, Andrew era cada vez menos un granjero y cada vez más un hombre de letras.

      Compró una máquina de escribir. Solía pasar mucho tiempo en la pocilga anotando adjetivos para describir la puesta de sol, en lugar de arreglar la veleta del granero, que estaba tan desajustada que el viento norte llegaba por el suroeste. Ya casi ni revisaba los catálogos de Sears Roebuck, y después de que el señor Decameron, que vino a visitarnos a la granja, le aconsejara escribir un libro de poemas bucólicos, la situación se volvió sencillamente insoportable.

      Y yo me pasaba el tiempo contando huevos y preparando las tres comidas diarias y administrando la granja, mientras Andrew, en uno de sus ataques de literatura, se marchaba a vagabundear y recopilar aventuras para un nuevo libro. (Tendríais que haber visto en qué estado regresaba después de uno de aquellos viajes, vagando por los caminos sin dinero y sin un solo calcetín limpio en el zurrón. Una vez regresó con una tos que se escuchaba desde el otro lado del granero y tuve que cuidarlo durante tres semanas.)

      Cuando supe que alguien había escrito un opúsculo sobre «El Sabio de Redfield» donde me describían como una Jantipa rural y como «la balanza doméstica que acercaba al gran escritor a las realidades cotidianas de la vida» resolví darle a Andrew una cucharada de su propia medicina. Y ésta es la historia.

      2

      Era una agradable y limpia mañana de otoño –de octubre, me atrevería a decir– y yo estaba en la cocina sacándoles el corazón a unas manzanas para hacer una salsa. Ese día comeríamos cerdo asado con patatas cocidas y lo que Andrew llama «salsa parda de Vandyke».

      Andrew había ido al pueblo a comprar harina y otras provisiones y no regresaría hasta el mediodía. Como era lunes, la señora McNally, la lavandera, había venido a hacer la colada. Recuerdo que me disponía a recoger leña cuando escuché el chirrido de las ruedas del carro en el portal. Uno de los caballos blancos más veloces que hubiera visto nunca tiraba de un extraño carruaje que tenía forma de vagón. Un hombrecillo de aspecto singular y barba roja hizo una venia desde el asiento y dijo algo que yo no pude escuchar por hallarme distraída con aquel ridículo carruaje.

      Estaba pintado de un color azul pálido, como el de los huevos del petirrojo, y a un costado se leía en grandes letras escarlatas:

      PARNASO AMBULANTE

       DEL SEÑOR MIFFLIN

      LOS MEJORES LIBROS A LA VENTA:

       SHAKESPEARE, CHARLES LAMB,

       STEVENSON, HAZLITT Y TODOS LOS DEMÁS

      Colgado bajo el carruaje había algo que parecía ser una tienda de campaña, junto a una linterna, un cubo y otras cosas pequeñas. El vagón tenía un tragaluz muy alto en el techo, como el de esos viejos tranvías, y en una de las esquinas se alzaba la chimenea de la estufa. En la parte trasera había una puerta con dos ventanitas a cada lado y unas escaleras al pie.

      Mientras yo observaba este estrafalario despliegue, el hombrecillo colorado bajó del vagón y me miró fijamente. Su rostro era una mezcla cómica de apacible picardía y algo de cinismo bien curtido. Tenía una barba rojiza y rala y una vieja chaqueta Norfolk. La cabeza totalmente calva.

      «¿Es aquí donde vive el señor Andrew McGill?», preguntó.

      Asentí con la cabeza.

      «Pero no volverá hasta el mediodía», añadí. «Comeremos cerdo asado.»

      «¿Con salsa de manzana?», preguntó el hombrecillo.

      «Salsa de manzana y salsa parda», dije. «Por eso estoy segura de que volverá a tiempo. A veces se retrasa cuando el almuerzo es algún guiso, pero nunca los días que hago esta receta. Andrew no valdría para rabino.»

      Una sospecha repentina me asaltó.

      «¿No será usted otro de esos editores, no?», grité. «¿Qué es lo que quiere de Andrew?»

      «Me preguntaba si querría comprar este carruaje», dijo el hombrecillo haciendo ondular su mano desde el vagón hasta el caballo. Mientras hablaba soltó un gancho de alguna parte y uno de los costados se levantó como una tapa. Una especie de mecanismo hizo clic, la tapa se convirtió en un tejadillo y entonces ya no hubo sino libros y más libros en filas. Aquel costado del vagón no era otra cosa que una gran librería. Estanterías sobre estanterías, y todas repletas de libros, viejos y nuevos. Mientras yo miraba todo aquello, el hombrecillo