Название | Doce años y un dÃa |
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Автор произведения | Nora Ortiz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788416281336 |
Sin embargo, este sentimiento que no es demasiado evidente, que tan solo se manifiesta en alguna que otra vaga referencia de su discurso, llega con nitidez al cuaderno de Elena que ha captado entre líneas ese estado de ánimo en la diputada. Se diría que ella también tiene dotes de adivinación, pero en realidad no es así, tan solo posee una capacidad bastante notable para la apreciación intuitiva de los comportamientos ajenos, de manera que sin estudios de psicología ni nada parecido consigue hacerse una idea inmediata acerca de los demás, a menudo acertada pero lejos de la infalibilidad, ella lo sabe, y tal vez precisamente por eso no enuncia juicios temerarios. En este caso no se equivoca, detecta en los gestos de la Campoamor una honda preocupación que ella misma se encarga de disipar con su voz potente, con sus manos que cortan el aire con rotundidad intentando transmitir confianza. Al fin y al cabo es una brillante abogada con una carrera política exitosa, está en su mejor momento y eso hay que aprovecharlo, no puede dejarse llevar por el desánimo.
El acto se acerca a su fin, así lo sugiere el tono del discurso que suena a conclusión, por eso las palabras se elevan, las frases se cargan de rotundidad y de transcendencia. Los asistentes permanecen expectantes, suspendidos en la cuerda floja que, como hilo de Ariadna, ha tejido Clara con el final de su disertación, un hilo que se extiende por la sala hilvanando todos los pensamientos y arrastrándolos hacia el aplauso final que suena convencido. No es solo un aplaudir de cortesía, los “bravo” proferidos desde distintos ángulos así lo confirman, y además está la duración del homenaje y parte del público puesto en pie. Desde el escenario Clara sonríe e inclina la cabeza en señal de agradecimiento. La presidenta del Lyceum se acerca y también agradece a todos su presencia. Gracias, gracias, ustedes, con su calurosa presencia, han hecho que esta noche sea inolvidable. Palabras de despedida que al día siguiente aparecerán en la reseña que del acto publicarán algunos periódicos. El Heraldo también las incluirá porque Elena las ha apuntado diligentemente, pero además añadirá muchas otras ideas que ha ido anotando y algunas más que se le irán ocurriendo mientras redacte el artículo que Carmen de Burgos le encomendó. No será el último que la joven secretaria, convertida en enviada especial para eventos culturales, escriba para el periódico, a pesar de que sigue en nómina como mecanógrafa y sus incursiones periodísticas, por el momento, quedan en un limbo laboral indefinido pero muy provechoso para el director. Es precisamente por esta razón por la que no ha puesto ninguna objeción a que trabaje como reportera, al fin y al cabo no descuida sus otras tareas y proporciona al diario interesantes artículos de factura entusiasta y estilo directo que conectan muy bien con el público.
La reseña que de la conferencia de Clara Campoamor ha escrito todavía transmite algún rasgo dubitativo de debutante que, sin embargo, compensa con un fervor rotundo y una adhesión sin contemplaciones a los valores republicanos. Sus palabras han conseguido dar en la diana. La mayoría de los lectores buscan plumas agitadoras que les reafirmen en sus convicciones y les hagan exclamar ¡qué razón tiene!, de manera que Elena no se reprime a la hora de dar rienda suelta al entusiasmo con el que ha quedado bautizada después de escuchar las palabras de Clara. El día festivo en el aniversario de la República, los asistentes enardecidos por una exaltación común de las que invitan a reconocerse en el prójimo y, sobre todo, las luces de Madrid, toda la ciudad resplandeciente con lo que los periódicos llamaron “iluminación artística”. Nunca antes se había visto nada igual, la calle de Alcalá convertida en Vía Láctea cuajada de puntos luminosos, la torre art decó del Círculo de Bellas Artes refulgente como los edificios de Broadway, la Cibeles más diosa que nunca envuelta en un brillo sideral. Elena camina del brazo del fotógrafo de vuelta a casa, transportada en su mente y en su cuerpo a una ciudad renacida, tan distinta al Madrid que conoce pero a la vez profundamente suya, hecha expresamente a la medida de su exaltación. Mientras avanzan por la avenida numerosos transeúntes les saludan con vivas a la República como un año atrás, los automovilistas haciendo sonar las bocinas de los coches, una réplica perfecta, un efecto de déjà vu que de pronto les sume en una cierta perplejidad. Ambos se miran acuciados por una misma inquietud que se ha colado entre tanta alegría.
—Hay algo que nos acecha, ¿no es cierto?
—No van a permitir que este sueño perdure.
Es la primera desazón surgida de la primera clarividencia. Con el tiempo aparecerán muchas más pistas sobre el futuro en forma de grandes titulares con agresivas letras negras de mal augurio y un persistente ruido de sables, una amenaza constante desde los cuarteles, también desde los púlpitos de las iglesias o desde los cenáculos donde los señoritos se lanzan al juego de la conspiración mirando hacia Alemania, que por esas fechas está consiguiendo que lo viejo parezca nuevo como el ave fénix que resurge de sus cenizas, pero en este caso son rescoldos de las hogueras que ellos mismo encienden.
En la primavera de 1932 no faltan los motivos para la preocupación, pero en cualquier caso hay que seguir adelante. Elena, que es joven y se cree con derecho a cambiar el mundo, no va a perder la oportunidad de vivir intensamente el momento, de manera que con una sacudida de su melena disipa los malos presagios y se aferra al presente, para ella la única situación temporal posible, sin pasado que merezca la pena recordar ni futuro que aniquile con coartadas de responsabilidad su liviana despreocupación. Está satisfecha: su artículo sobre la conferencia de Clara Campoamor, blanco sobre negro, ligeramente amputado para que quepa entre el anuncio de los polvos Risler, norteamericanos, los que usan las artistas de Hollywood, su piel resplandecerá, y la reseña del rotundo éxito de Las Leandras en el teatro Español. Lo lee y lo relee. No aparece su firma lo cual le procura una ligera decepción, pero nada que dure mucho tiempo, justo lo que tarda en salir del despacho del director y pasear triunfal por toda la redacción esperando alguna felicitación.
La primera le llega del Jefe de Ecos de Sociedad que está al tanto de este primer trabajo periodístico encargado por Carmen de Burgos. Menuda madrina que te has buscado, le había dicho asombrado. Elena no se molesta en desmentir el comentario. No ha sido ella quien ha buscado a la escritora, sino al contrario. Se podría decir que ha sido elegida por los dioses, que la encomienda le ha llegado caída del cielo por obra y gracia de una mirada sincera e inteligente de la discípula que la maestra supo advertir a tiempo o de un pálpito inexplicable que Carmen convirtió en apuesta aventurada: a sus años se puede permitir eso y más, ha dado demasiado a la vida como para que no pueda tomarse alguna licencia descabellada.
Cuando sale al pasillo se encuentra con Juan, el fotógrafo. Todavía no ha tenido tiempo de ver el artículo con su fotografía, pero tampoco le causa gran impresión, lleva diez años en este negocio y está de vuelta de todo. Sin embargo, se alegra por ella, la secretaria ascendida en el escalafón del honor ya que no de la nómina. Todavía se acuerda de cuando le acompañó por las calles de Madrid el pasado 14 de abril, imposible olvidarse de quien estuvo a su lado en un día tan importante, una tímida Elena convertida un año después en una mujer distinta.
Mientras el fotógrafo se dirige al laboratorio, ella le observa desaparecer escaleras