Название | La Divina Comedia |
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Автор произведения | Dante Alighieri |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 4057664122674 |
Y así como las florecillas, inclinadas y cerradas por la escarcha, se abren erguidas en cuanto el Sol las ilumina, así creció mi abatido ánimo, e inundó tal aliento mi corazón, que exclamé como un hombre decidido:
—¡Oh! ¡Cuán piadosa es la que me ha socorrido! ¡Y tú, alma bienhechora, que has obedecido con tal prontitud las palabras de verdad que ella te ha dicho! Con las tuyas has preparado mi corazón de tal suerte, y le has comunicado tanto deseo de emprender el gran viaje, que vuelvo a abrigar mi primer propósito. Vé, pues; que una sola voluntad nos dirija: tú eres mi guía, mi señor, mi maestro.
Así le dije, y en cuanto echó a andar, entré por el camino profundo y salvaje.
CANTO TERCERO
OR mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mi se va hacia la raza condenada: la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!"
Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:
—Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.
Y él, como hombre lleno de prudencia, me contestó:
—Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente obscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
—Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?
Me respondió:
—Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio: están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso; pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.
Y yo repuse:
—Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?
A lo que me contestó:
—Te lo diré brevemente. Estos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.
Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor reposo: tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia[4]. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual, dije:
—Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.
Y él me respondió:
—Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.
Entonces, avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando: "¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva,