La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco

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Название La araña negra, t. 4
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
isbn http://www.gutenberg.org/ebooks/45832



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sea muy honroso. Se ha de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación, será monja; y si aquélla es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces tenga usted la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?

      Alvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuíta, que éste estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión sarcástica, de la que no pudo apercibirse el militar.

      Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente como para infundirle confianza, y pasado algún rato, le preguntó con tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese sondear sus pensamientos:

      – ¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender? Me parece usted un militar de mérito.

      – Yo – contestó con sencillez Alvarez – soy uno de esos predestinados a encontrar siempre de espaldas a la fortuna.

      – Sin embargo, para su edad no puede usted quejarse. Es capitán y tiene la cruz de los valientes…

      – Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían coroneles. Además, soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.

      – ¿No tiene usted protectores?

      – No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que, en mi concepto, sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.

      – ¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?

      – Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca, pues su recomendación causaría mal efecto en el Ministerio.

      – ¿Quién es? ¿Puedo saberlo?

      – El general Prim.

      – ¡Ah!..

      El jesuíta lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Alvarez. A éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con una siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera interiormente.

      El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia:

      – No me extraña ahora – dijo con tono festivo – que usted haya perdido la esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la amistad de Prim; pero usted podrá deshacer este obstáculo rompiendo toda clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.

      Alvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:

      – Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España, y lo mismo en la adversidad que en la fortuna, estaré siempre a su lado.

      Aquello parecía gustarle al padre Claudio, a juzgar por su sonrisita, y después de estar silencioso un buen rato, con la vista fija en el suelo, como si reflexionase, dijo así:

      – La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío; yo soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa – y señaló al Palacio Real – el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo, excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subirá a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?

      – Yo – contestó Alvarez con sencillez – voy siempre donde van mis amigos.

      Esta vez el padre Claudio fué más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.

      – Aun siendo contra mis intereses – continuó el astuto clérigo – , lo reconozco. La nación está mal.

      – ¡Y tan mal! – repuso Alvarez, a quien animaba tal conversación – . La mitad de las miserias que sufre España, vienen de ahí.

      Y al decir esto, señalaba enérgicamente al Palacio Real.

      – Sí – añadió el padre Claudio – ; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?

      – Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.

      – ¡Ah, impío! – dijo el jesuíta en broma y sin escandalizarse por tales palabras – . Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso porque esa monarquía que hoy tenemos es mala, pero ¡la Iglesia! ¿Por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.

      Los dos hombres se levantaron.

      – Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.

      Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.

      Alvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponían, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser y estado que antes de la malhadada carta.

      Mientras tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manteo de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea.

      – Se ha vendido – murmuraba – . Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro: sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta. ¡Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado! Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes, y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas… y a no burlarse de "mis faldas".

      XX

      El lazo tendido

      Estaba don Fernando Baselga en el sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.

      El conde experimentó cierta emoción al oir tal anuncio.

      Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuíta; pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte muy activa en la grande empresa.

      Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuítas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.

      Las promesas veladas, pero