La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco

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Название La araña negra, t. 4
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
Серия
Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
isbn http://www.gutenberg.org/ebooks/45832



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en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.

      Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban los niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos, sin ocupaciones, que estaban abstraídos en la lectura de los periódicos.

      Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo por los compañeros que, apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.

      Alvarez, al entrar en la plaza, fué a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.

      Paróse a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dió las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.

      Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.

      Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Alvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuíta.

      Aún esperó más de media hora; pero, al fin, por la calle del Arenal vió entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y, a pesar de esto, lo reconoció inmediatamente, pues también a él, como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuíta, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.

      Por una extraña casualidad, la mirada del jesuíta fijóse desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.

      El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en línea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humildad y sencillez y mirando de reojo.

      Alvarez, cuando lo tuvo casi al lado, llevóse cortésmente una mano a su ros y dijo con fría urbanidad:

      – Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio, de la Compañía de Jesús?

      El jesuíta mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.

      Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

      – Pues, en tal caso – continuó el capitán – , deseo hablar con usted.

      – ¿Es caso de conciencia o asunto particular? – preguntó el jesuíta con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.

      – Tengo que hablar de un asunto particular, que es para mi de gran importancia.

      El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Alvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.

      – Usted dirá – dijo, por fin, el jesuíta abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.

      – Yo soy el capitán Esteban Alvarez. ¿No me conoce usted?

      El padre Claudio hizo un gesto negativo.

      – Extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga, o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo. ¿Me conoce usted ahora?

      Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuíta que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó "en la casta de aquel pájaro", como él se decía interiormente.

      El jesuíta reflexionó antes de contestar, y, por fin, con aquella sencillez que tan notable le hacía, contestó:

      – Efectivamente, señor…; ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?

      – Esteban Alvarez – contestó algo amoscado el capitán.

      – ¡Ah!; sí, eso es. Pues como decía, señor Alvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.

      – Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?

      – No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy se le dispensan siempre algunas confianzas.

      – Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.

      El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Alvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:

      – Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.

      Alvarez fué breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto, él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.

      Alvarez no usaba anfibologías para decir quién podía ser aquel “alguien” tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza, y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso…

      Ya se encargaba el gesto sombrío de Alvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.

      El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.

      Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.

      – ¿Es eso cuanto tenía usted que decirme? – preguntó a Alvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.

      – Sí, señor; eso es cuanto quería decirle, y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.

      El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:

      – Usted debe de tenernos a los jesuítas en muy mal concepto.

      – No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?

      – La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones