La Horda. Vicente Blasco Ibanez

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Название La Horda
Автор произведения Vicente Blasco Ibanez
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
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allá de Fuencarral. Dicen que esto es el Progreso, y yo respeto mucho al tal señor. Muy bien por el Progreso… pero que sea igual para todos. Porque yo, señor mío, veo que de los pobres sólo se acuerda para echarnos lejos, como si apestásemos. El hambre y la miseria no progresan ni se cambian por algo mejor. La ciudad es otra, los de arriba gastan más majencia, pero los medianos y los de abajo están lo mismo. Igual hambre hay ahora que en mis buenos tiempos.

      – ¡Bien, Zaratustra, muy bien!– dijo Maltrana, aprovechando una pausa del viejo.

      – Yo, señor— continuó el viejo, dirigiéndose al del fielato— , lo que más siento es que no veré en qué acaba todo esto. Lo del Progreso ha nacido en mis tiempos. Cuando yo era muchacho, las aguas iban por otro lado. Yo, de mozo, fui carlista; soy manchego y anduve con Palillos: pura ignorancia. Pero repito que vi nacer la criatura, y tendría gusto en enterarme por mis ojos de hasta dónde alcanza, pues por ahora no es gran cosa lo que lleva hecho en favor del mediano… ¡Pero soy tan viejo!… ¿Ve usted a Coleta, ese borrachín que nos oye? Parece de más años que yo, y le he visto nacer… Noventa y cuatro años, señor, y tengo cuerda para ciento y pico. Lo sé muy cierto: yo entiendo de estas cosas.

      Maltrana y su amigo acogían con movimientos afirmativos las palabras del anciano. Su verbosidad, una vez suelta, no podía detenerse; hablaba con incoherencia infantil.

      – Hoy voy tarde a la busca, pero no importa. Mi parroquia es segura y buena: cafés de la Puerta del Sol, comercios antiguos de la calle del Carmen. Hay casa que la tengo cuarenta años; a los dueños de ahora los he conocido niños, y cuando lloraban les hacían miedo amenazándoles con el tío Polo, que se los llevaría en el carro. Entonces tenía más humor y mejores trajes. A mí siempre me ha gustado vestir bien. ¿Ven ustedes esta prenda de pieles, que ni el rey la lleva? Pues la he hecho yo; y yo también otra que guardo en casa para los días de fiesta, con cintajos de colores y espejuelos que quitan la vista: un uniforme de magnate de las grandes Indias, según dice Isidrillo. En otros tiempos solía vestirme de peregrino para ir a la busca, pero los chicos me seguían como unos bobos y los guindillas me amenazaban con llevarme a la prevención. ¿Por qué, señores míos?… Lo que yo les decía: ¿Qué somos todos en este mundo, mas que peregrinos que vamos pidiendo a los demás y caminando hasta llegar al final de nuestra vida? Peregrino es el rey, que pide a los de abajo los millones que necesita para vivir en grande; peregrinos los ricos, que viven de lo que les sacan a los pobres; peregrinos nosotros, los medianos… y no digo los de abajo, porque es feo. No hay criatura de Dios que esté abajo. De abajo sólo son los animales. Nosotros somos los medianos.

      Y hablaba mirando a lo lejos, con cierta vaguedad conocida de Maltrana como precursora de un chaparrón de divagaciones.

      – ¡Zaratustra, que te remontas!– exclamó el joven— . No nos aplastes con tus incoherencias filosóficas.

      – Bueno estoy para remontarme. No he podido dormir en toda la noche… Estas malditas piernas; el reúma, que se me agarra a ellas como un perro rabioso. ¡Qué tiempo! Y lo peor es que durará toda esta luna. Ya sabes, Isidrillo, que yo entiendo de tales cosas. Nada de librotes, ni compases, ni mapas, como los sabios. He pasado mi vida en el campo, viendo el cielo de noche y de día. Para mí no tiene secretos. Créame usted, señor— añadió dirigiéndose al del fielato— ; el sol es el cuerpo noble, y de él viene todo lo bueno. Pero antes de que llegue hasta nosotros pasa por cuatro cuerpos: el azul, el rojo, el amarillo y el verde. Por eso vemos el arco iris. Según el color que predomina, así es el tiempo. Además, están los ocho vientos; pero éstos sólo los entiende el que los maneja, que es Dios. ¿No es esto cierto y clarísimo? Pues los señores sabios no quieren oírme. He ido muchas veces al Observatorio a dar buenos consejos, y no me dejan pasar de la puerta, diciendo que ya tienen quien recoja la basura. Así anda todo en este país. No se ocupa nadie de las cosas del cielo, y en el cielo está el pan. Sin lluvia no hay agricultura, y la agricultura es la más noble profesión del país. Hay que protegerla; hay que ayudar al mediano; que gaste el de arriba, ya que tiene, pero que no sea todo para él…

      Maltrana interrumpió al viejo. Era capaz de permanecer allí toda la mañana si seguían escuchándolo. Le esperarían sus parroquianos; su ayudante, el Bobo, lanzábale miradas de impaciencia; el pobre Coleta aguardaba a que le dejase subir en el carro para ir a Madrid.

      – Sube, vida perdurable— dijo Polo con vocecilla misericordiosa.

      El borracho se encaramó en el vehículo, arrastrando su saco vacío, y Zaratustra tiró de las riendas, haciendo salir a la mula oblicuamente para ganar el centro del camino.

      – Adiós— dijo el trapero— . No olvides, Isidrillo, que la abuela te espera. Ve por allá; le darás una alegría a la pobre… Y usted, señor, acuérdese de lo que le dice un viejo que sabe algo. Hay que ayudar al mediano. El mediano es el que da el pan.

      Hablaba con la cabeza vuelta hacia el fielato, tirando de las riendas a la mula, sin ver adónde marchaba ésta. El carro chocó con un tranvía que acababa de detenerse en la glorieta de los Cuatro Caminos. La punta de una de sus barras hizo saltar del vagón varias costras de barniz y una ligera astilla.

      Los empleados prorrumpieron en imprecaciones y echaron pie a tierra, insultando a Zaratustra.

      Corrió la gente, aproximáronse los del fielato, y se formó un gran círculo de curiosos en torno del carro y de los que agitaban sus brazos increpando al trapero.

      – No hay que enfadarse, caballeros— dijo el viejo con vocecilla triste— . Ya sé lo que es esto: tómenme ustedes el nombre.

      Uno de ellos escribió las señas del tío Polo, sin dejar de amenazarle por su torpeza, augurando que iba a costarle cara la fiesta. Rara era la semana que no tenía algún encuentro con los tranvías. A su edad debía quedarse en casa, sin meterse a guiar bestias.

      Partió el vagón, alejáronse los curiosos, y Zaratustra arreó de nuevo a la mula, mientras el Bobo y el borracho callaban, anonadados por el accidente.

      – Tú, Isidrillo— dijo al joven— , ya que escribes en los papeles y conoces personajes, veas si puedes arreglarme esto.

      Pero el viejo, antes de que Maltrana le contestase, sonrió tristemente y siguió diciendo con expresión de desaliento:

      – No te canses: es inútil. Adiós, señores. A Madrid, mula… Pagaré como siempre. ¿Quién se mete con esos señores que son los amos? Paga tu crimen, ya que por ir a ganar el pan estropeas un poco de pintura. Ellos tienen millones, y pueden reventar con sus coches a un pobre diablo todas las semanas; pueden cubrir la puerta del Sol con una parrilla de alambres del demonio, que el día que se caiga matará a medio Madrid… Es el planeta de las criaturas. El lobo se come al cordero, el milano a la paloma, el pez gordo al pequeño, y hay que dar gracias al rico porque, pudiendo tragarse al mediano, le deja vivir para que pene.

      Así hablaba Zaratustra.

      II

      Al recordar Isidro Maltrana su pasado, deteníase en los años de su infancia transcurridos en el Hospicio. Algo había en su memoria que le hablaba de una existencia anterior; pero eran recuerdos confusos, vagas remembranzas cortadas por obscuras lagunas de olvido, y envuelto todo en una niebla pálida que amasaba personas y sucesos.

      El recuerdo más remoto era el de un patio de casa de vecindad, que a él, en su pequeñez, le parecía inmenso, con una luz triste y fatigada que venía de lo alto, enturbiándose al resbalar por las paredes grasientas, al filtrarse por entre las ropas astrosas pendientes de las galerías.

      Se contemplaba andando a gatas por un corredor interminable, ante una fila de puertas numeradas con esa uniformidad que luego había visto en cuarteles y presidios. Muchas mujeres sentadas ante las puertas cosían y charlaban. Otras veces reñían, y al ruido de sus voces poblábanse las barandillas de bustos echados adelante por una malsana curiosidad, de cabezas greñudas que azuzaban a las contendientes como bestias rabiosas.

      Al anochecer llegaban los hombres. Mostrábanse tristes, fatigados, con el ceño torvo, parcos en palabras, sin otro deseo que el de pedir la cena, maldiciendo sordamente al maestro, a los compañeros, a todos