La Horda. Vicente Blasco Ibanez

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Название La Horda
Автор произведения Vicente Blasco Ibanez
Жанр Зарубежная классика
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Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
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Quería obsequiarle, hacerle partícipe de su opulencia, y casi a la fuerza le llevó al ventorrillo, detrás del fielato. Tomaría una taza de té, una copa, lo que fuese de su gusto: hora era que admitiese algo de él.

      Los dos quedaron junto a la puerta de la tabernilla, esperando que les sirviesen, sin querer penetrar en su ambiente pesado y nauseabundo.

      A espaldas del fielato, en el abrevadero, una banda de palomas picoteaba la tierra. Eran de la inmediata calle de los Artistas; volaban hasta allí para buscar en el suelo los residuos del pasto de los bueyes. Junto al ventorro alzábanse las tapias blancas del Sanatorio de Perros, el asilo de los canes de los ricos, cuidados en sus enfermedades por un veterinario.

      Maltrana vio a un hombre salir de la carretera con dirección al ventorro.

      – Es Coleta– dijo el jefe del fielato— . Domingo, el famoso trapero de las Carolinas.

      Llevaba a la espalda un saco vacío, pero él caminaba encorvado ya, como si presintiese su peso. Los zapatos, más largos que los pies, doblaban sus puntas hacia arriba; el pantalón de pana ceñíalo a la cintura con una cuerda de esparto; la camisa abierta dejaba al aire una maraña de pelos blancos y la piel apergaminada del cuello con sus tirantes ligamentos. Esta vestimenta sucia y mísera completábala con un chaqué de largos faldones y un sombrero abollado, deforme, rematado en punta como guerrero casco.

      Era viejo, con cierta malicia sacerdotal en el rostro afeitado y los ojillos verdosos cobijados bajo unas cejas grises y abultadas. La parte de sus mejillas acariciada por la rasura era lo único limpio de la cara. El resto estaba ennegrecido por la suciedad. Cada arruga era un surco fangoso; el cuero cabelludo mostraba las púas blancas del rapado por entre las escamas de la caspa endurecida.

      Coleta saludó al del fielato y fijó después sus ojos en Maltrana.

      – ¿No eres tú Isidro, el nieto de la Mariposa… uno que es señor en Madriz y escribe en los papeles?…

      Sí; él era, y se alegraba de que Coleta le reconociese. ¿Qué deseaba tomar?

      Pero antes de que el trapero contestase, Maltrana y su amigo se fijaron en una gran escoriación que enrojecía todo un lado de su cara. La sangre seca manchaba los bordes del desgarrón.

      Coleta levantó los hombros con indiferencia. Aquello no era nada: un tropiezo al salir de la taberna del Cubanito, la noche anterior.

      – Hemos estao de groma hasta la una de la mañana yo y los muchachos del barrio. ¡La gran tajá!

      Antes de pedir algo a la tabernera, que reía sólo con verle, quiso conocer lo que Maltrana había bebido, e hizo un gesto de repugnancia al oír que era una copa de aguardiente de limón.

      – ¡Aguardiente!… Eso pa los borrachos. Vino: morapio del puro, que alarga la vida; y cuanti más, mejor.

      Había que ver el gesto indignado con que hablaba de los borrachos de alcohol, alabando de paso las virtudes del líquido rojo. Allí le tenían a él con sus sesenta y ocho bien cumplidos. Todas las mañanas iba a Madrid a la busca; al volver a su chamizo de las Carolinas, se pasaba las horas escogiendo su carga y la de la vecina, y después armaba fiesta en la taberna hasta la madrugada, y cuando estaba en su punto se ponía en cueros, sin miedo al frío, para que chillasen escandalizadas las mozas del barrio y rieran los camaradas. Nunca había estado enfermo.

      – Yo no duermo. Comer… ¡menos que un pájaro! Me mantengo con un cacho de pan así, y ustedes perdonen el modo de señalar. Es malo comer: el pan quita sitio a la bebida. Además, da mareos y hace que a uno se le revuelvan las tripas, y arroje y repuzne a los demás por su cogorza indecente… A mí me mantiene el vino… ¡Viva el negro!… ¡y el blanco también! Esta es la mejor de las boticas.

      Y se bebió de un golpe la copa que le ofrecía la tabernera. Desde el camino, un grupo de chicuelos que venía siguiéndole mirábalo a distancia, lanzándole insultos.

      – ¡Coleta!… ¡Tío del gabán! ¡Borracho!

      El trapero acogía estos gritos tranquilamente, como un héroe satisfecho de su éxito popular. ¡Mientras gritasen!… Algo peor ocurría cuando los gritos eran acompañados de pedradas y había él de abandonar su saco para perseguir a los agresores.

      – Id a tocarle el… moño a vuestras madres.

      Y tras este prudente consejo, que hizo arreciar a la golfería en sus denuestos, Coleta saboreó otra copa, alabando la buena suerte que le hacía tropezar tan de mañana con amigos rumbosos.

      El era el más pobre de todos los traperos: ni carro, ni burro, ni casa. Se lo había bebido todo. Su mujer estaba en el cementerio; y al hablar de ella humedecíanse sus ojos, por el recuerdo, sin duda, de las palizas que la había dado. Ahora tenía con él a la Borracha, la trapera más sucia y mal trabajadora que existía desde Bellasvistas a Fuencarral. Un dragón con faldas, señores; él no se avergonzaba de confesar su cobardía. Si la daba una torta, ella le devolvía tres; y era inútil que al regresar de la busca se comprase en las tiendas del Estrecho una buena vara de fresno o cortase un palo espinoso en cualquier vallado: equivalía a proporcionar armas al enemigo, pues la Borracha acababa por cogérselo, arreándole con él para que saliese de la taberna.

      Todo envidia, pura rabia porque él encontraba amigos que le convidasen, y ella, gustándole mucho el vino, tenía que contentarse, cuando más, con las «cortinas», o sea con lo que queda en el fondo de las copas.

      Vivían en una especie de gallinero al extremo de un corral ocupado por montones de basura. Ayudaban a la dueña de la casa en la rebusca del género, y además el carro de ésta le traía el saco al regresar de Madrid. El tenía buenos parroquianos. Desde su juventud explotaba una de las mejores calles, toda ella de señorío que comía bien. Con las sobras podía engordar como un fraile, si le gustase comer. Los hijos de su primer matrimonio vivían en Madrid, trabajando unas veces en el adoquinado y rabiando otras de hambre. Apenas si los veía.

      – La familia… con tomate, señores míos. Tanto tienes, tanto vales; cada uno a lo suyo. Los chicos, cuando me ven, me hablan de que les traspase la parroquia. El ama de mi casa también quiere lo mismo… ¡Magras! El negocio, siempre a mi nombre. Soy un vivo y he visto mucho. El negocio, mío, mientras viva yo: Domingo Rivero, alias Coleta, para servir a ustedes.

      Y al hablar así, miraba con orgullo el saco que llevaba al hombro, el negocio envidiado, que pensaba defender hasta su muerte, como si este trozo de arpillera hubiera de servirle de mortaja.

      Después rompió en elogios a la tabernera y su vino. ¡Olé las señoras de mérito! La copa era allí menos barata que en el barrio de los traperos, pero mucho mejor. Al ir a Madrid y al volver, no podía sustraerse a la tentación de abandonar el camino para contemplar los ojos de la dueña, su aire de señorío y los parroquianos de la casa, todos unos caballeros… Y con estas alabanzas aún conquistó una tercera copa.

      Maltrana y su amigo, temiendo que el trapero renunciase a la ida a Madrid si le convidaban otra vez, volvieron al fielato. Coleta les siguió, afirmando que no tenía prisa. Sus parroquianos se levantaban tarde.

      En las aceras de Punta Brava se habían establecido ya los puestos del mercadillo de los Cuatro Caminos. Los cortantes colgaban de unas vigas negras los cuartos de res desollada. Un perfume agrio de escabeche y verduras mustias impregnaba el ambiente. El grupo de chiquillos que acosaba al trapero se dispersó al verle bien acompañado, ocultándose tras los primeros tranvías.

      De pronto, la mañana gris se iluminó con resplandores de oro. Rasgáronse los vapores blanquecinos; se abrió en el celaje un agujero de profundo azul, por el que pasó sus rayos el sol oculto. La tierra pareció sonreír bajo su húmeda máscara. Los charcos de lluvia brillaron con temblones reflejos, como si se poblasen de peces de fuego; los caseríos rojos y blancos surgieron como vigorosas pinceladas en los cerros de verde obscuro que limitaban el horizonte. La torre de Santa Cruz parecía una llama recta sobre los tejados de Madrid. La banda de palomas levantó el vuelo en espiral, con alegre rumor de plumas y arrullos.

      Dos jóvenes pasaron junto al fielato cogidas del brazo, con el embozo del mantón ante la boca.