Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós

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Название Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado
Автор произведения Benito Pérez Galdós
Жанр Зарубежная классика
Серия
Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
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mañana: «El Empecinado cumplió con su deber».

      VII

      Después recayó la conversación sobre la tropa que acaudillaba, y nos dijo:

      – Muchas satisfacciones me causa la guerra, entre ellas la del buen resultado de mis operaciones; pero no es pequeño gusto esto del cariño que me tiene mi gente. Todos ellos, señores oficiales, se dejarían matar por mí. Verdad es que yo no les trato mal. Pero vamos al decir que yo tengo a mis órdenes a los hombres más honrados del mundo. Ninguno de ellos es capaz de faltar ni tanto así.

      Cuando esto dijo, sentimos a nuestra espalda un gruñido, un monosílabo dubitativo, una de esas exclamaciones inarticuladas, que no diciendo nada, lo expresan todo. Detrás de nosotros, tendido sobre un gran arcón de pino estaba un hombre, a quien atribuimos la emisión de aquel gutural elocuente sonido. Levantose pesadamente de su improvisado lecho, estiraba los brazos y piernas para desperezarse, cuando D. Juan Martín le dijo:

      – ¿Qué tiene usted que decir, Sr. D. Saturnino Albuín? ¿No cree usted como yo que la gente que está a nuestras órdenes es la mejor del mundo?

      – Según y cómo – dijo Albuín adelantándose con los ojos medio cerrados para resguardar de los rayos de luz sus pupilas, recién salidas de la oscuridad del sueño.

      He aquí cómo era, si no me engañan los recuerdos que guarda en su archivo mi memoria, aquel célebre guerrillero, de quien hasta los historiadores franceses hablan con gran encomio. Don Saturnino Albuín, llamado el Manco, había adquirido la mutilación que fue causa de tal nombre en una acción entablada en el Casar de Talamanca. Su mano derecha fue por mucho tiempo el terror de los franceses. Era un hombre de mediana edad, pequeño, moreno, vivo, ingenioso, ágil cual ninguno, sin aquel vigor pesado y muscular de D. Juan Martín; pero con una fuerza más estimable aún, elástica, flexible, más imponente en los momentos supremos, cuanto menos se la veía en los ordinarios. Si el Empecinado era el hombre de bronce, a cuya pesadez abrumadora nada resistía, Albuín era el hombre de acero. Mataba doblándose. Su cuerpo enjuto parecía templado al fuego y al agua, y modelado después por el martillo. Yo le vi más tarde en varios encuentros y su arrojo me llenó de asombro. Cuando se oían contar sus proezas, apenas se daba crédito a los narradores, y no es extraño que un general francés dijese de Albuín: Si este hombre hubiera militado en las banderas de Napoleón, ya sería mariscal de Francia.

      Vestía D. Saturnino traje de paisano con pretensiones de uniforme militar, y su chaquetón, donde lucían las charreteras y los mustios y mal cosidos bordados, estaba lleno de agujeros. Los codos del héroe, no inferior a Aquiles en el valor, se parecían a los de un escolar. En sus pantalones se veían los trazados y dibujos de la aguja remendona y zurcidora, y el correaje del trabuco que llevaba a la espalda y de las pistolas y sable pendientes del cinto, hacía poco honor a la administración de fornituras de aquel ejército. Todo esto probaba que las campañas de la partida no eran tan lucrativas como gloriosas.

      – Según y cómo – repitió Albuín, poniendo su única mano sobre la mesa y atrayendo a sí la atención de los que estábamos presentes. – Eso de que todos sean gentes honradas no es verdad, señor D. Juan Martín. Los calumniadores, los chismosos que están siempre trayendo y llevando cuentos al general, ¿pueden ser gentes honradas?

      – Amigo Albuín – contestó el Empecinado, – usted tiene tirria a dos o tres personas de este ejército, y por eso se le antojan los chismes y enredos.

      – Sí señor, chismes y enredos, y lo sostengo – afirmó D. Saturnino, – lo sostengo aquí y en todas partes. ¿Cómo se llama si no el venir aquí contándole a usted lo que yo dije y lo que me callé? Yo no digo nada más que la verdad, y no en secreto sino públicamente, delante de Juan y de Pedro, de fulanito y de perencejo. Y esto que he dicho, ahora lo voy a repetir.

      – Pues lo oiremos.

      – Y no es más sino que digo y repito y sostengo – replicó Albuín con energía – que aquí se está uno batiendo, se está uno matando, se está uno destrozando el alma y el cuerpo; pasan meses, pasan años, y con tanto trabajar no salimos nunca de la miseria. Señores que me oyen, digan si es justo que D. Saturnino Albuín no tenga otros calzones que estos guiñapos que lleva en las piernas.

      Hubo un momento de silencio, durante el cual todos contemplamos la prenda indicada, que en efecto no era digna de figurar sobre el cuerpo de quien habría sido mariscal de Francia, si hubiera servido a Napoleón.

      – Sr. D. Saturnino – dijo gravemente don Juan Martín, – después del valor, la primera virtud del soldado es la humildad. Nosotros no combatimos por dinero: combatimos por la patria. Me ha dicho usted que sus calzones están un sí es no es destrozadillos. Tortas y pan pintado, amigo D. Saturnino. La guerra trae tales desgracias; el buen soldado no mira a su cuerpo, señores: el bueno soldado no fija los ojos más que en el cielo y en el enemigo.

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