El nazi olvidado. Francisco Vera Puig

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Название El nazi olvidado
Автор произведения Francisco Vera Puig
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417307752



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—añadió el otro soldado al tiempo que me señalaba. «¿Florecilla yo? Pedazo de orangután sin cabeza...».

      —Claro, señor. Justo esta mañana estábamos hablando mi hermano Albert y yo sobre el hecho de colaborar con el ejército y con la noble causa, la cual defienden ustedes con óptima diligencia —mentí.

      —Mañana pasaremos sin falta —añadió Gabriel.

      —No lo dudo, no lo dudo. Ahora marchaos bajo la falda protectora de vuestra madre.

      —Gracias, señor.

      —Gracias, señor —afirmé, mientras seguía a Gabriel, que caminaba en dirección opuesta a los soldados.

      Cuando ya habíamos dado unos tres o cuatro pasos, oí al soldado de nuevo.

      —¿A dónde vais, par de maleducados?

      —A... a nuestra casa —respondió Gabriel atónito.

      —¿Y el saludo?

      —Es cierto, tiene razón —contestó a la vez que se llevaba la mano a la cabeza—. Discúlpenos.

      —Gabriel, ¿qué saludo? —pregunté a mi hermano en voz baja.

      —Imítame, pon atención. Levanta tu mano derecha.

      Y observándole de reojo repetí a la perfección todos y cada uno de los pasos que hizo. Junté mis tobillos, me puse en posición de firme, levanté mi mano derecha y mostrando la palma de mi mano repetí gritando «Heil Hitler». La cara de los soldados reflejó satisfacción, así que nos saludaron y se marcharon hablando entre ellos.

      No reaccioné hasta que se alejaron unos quince metros. Recuerdo que nos quedamos inmóviles, quietos como dos rocas en el desierto, viendo cómo se alejaban los molestos soldados. Miré a Gabriel y de mi boca salió una carcajada producida por el temor y el desasosiego que rápidamente contagió a mi hermano.

      Así que volvimos sobre nuestros pasos. En aquel momento, afortunadamente, ya sabíamos más o menos el lugar al que debíamos dirigirnos.

      Pese a la presencia de los soldados, no podía evitar sentirme seducido por aquella ciudad. Yo, un chico de clase obrera y pueblerino, en aquel momento me sentí abrumado. No podía decirse que hubiera visto mundo; este era el pueblo, la escuela, mis libros, el bosque y poco más. Esto estaba bien, pero no podía evitar que me envolviese una gran melancolía. Intenté concentrar todos mis pensamientos y energías en la tarea que nos ocupaba: encontrar la casa de la señora Michaela.

      Continuamos caminando durante bastante tiempo. Callejeamos serenos por aquella ciudad tan grande. Dejamos atrás una gran avenida y nos adentramos por unas calles más pequeñas. A lo lejos pudimos escuchar una melodía extraordinaria, era la música de un piano. La seguimos hasta dar con la casa; tenía las ventanas abiertas de par en par, que dejaban escapar sus cortinas. Estas bailaban al son de la música y de la brisa.

      —Es realmente bella esa música —le dije a mi hermano.

      —Sí. Juraría que es de Beethoven.

      Curiosos, nos acercamos hasta el ventanal por el cual salían con fuerza aquellas maravillosas notas, tocadas con exquisito gusto. Hubiese dado cualquier cosa por poder subir y deleitarme en primera fila con la música y el pianista. He de reconocer que no sabía nada de Beethoven, pero me enamoró al instante. Esa melodía se metía por cada poro del cuerpo hasta llegar a tocarte el alma, provocándote escalofríos. Qué efecto tan maravilloso producía.

      —¿Podemos quedarnos aquí un poco, hasta que termine? Por favor. Me gusta mucho, Gabriel.

      —Bueno, solo unos minutos, Simon.

      —Gracias. Podemos sentarnos aquí. —Señalé el umbral de un portón grande de madera que seguramente era la entrada a la casa del pianista. Él accedió. Jamás se hubiese negado a escuchar un regalo celestial como aquel—. ¿Te duele todavía la muñeca?

      —Un poco, solo eso.

      —Quizá la música te sirva como terapia.

      —Nos vendrá bien a los dos.

      Gabriel era un apasionado de la música. Aquella sobresaliente melodía nos invitó, por casualidad, a permanecer sentados en aquel escalón durante diez minutos en los cuales nos olvidamos del frío. Él se sentó con los brazos cruzados como si se abrazase dándose calor, y yo, con las manos en los bolsillos del abrigo, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, imaginando a mi madre en sus quehaceres cotidianos, a mi padre en el comedor leyendo el periódico y a mí junto con Gabriel hablando de nuestros sueños. Quedaba todo tan lejano…

      —Ha terminado, Simon. Levanta. Vamos.

      —Sí. —Me desperté de esa aflicción de anhelo momentáneo—. Vamos. Ha sido un verdadero regalo de bienvenida a esta ciudad.

      —Nos lo merecemos, ¿no crees? —dijo riendo.

      Seguimos andando hasta llegar a una plaza. Era grande, con pocas florituras, sencilla pero imponente. Había una gran cantidad de puestos en los que se vendían frutas, pan, herramientas de campo, libros y hasta bellas pinturas. Puedo decir que allí las personas tenían, por fin, color. A madre le hubiera gustado aquel lugar. Recuerdo con ternura cómo unas niñas lanzaban pan duro a un gran número de palomas que se amontonaban peleando por la comida. Años más tarde vería algo similar, pero en lugar de palomas serían seres humanos humillándose para conseguir comida. Pero ese día se escuchaban gritos de los comerciantes anunciando los precios de sus productos. Los olores y el movimiento me daban la sensación de estar vivo. En mi cabeza aún podía escuchar la mágica composición musical. La vida, fresca, dinámica, encantadora y frenética, se mostraba ante nosotros. Cuando estábamos contemplando un tenderete de frutas vi pasar a la mujer de los abundantes pechos. Me acerqué a mi hermano.

      —Gabriel, mira.

      Se giró para descubrir aquello que yo le indicaba. Sus ojos volvieron a abrirse como platos y a tener ese reflejo particular. Otra vez se le puso la sonrisa estúpida en la boca. Mientras, yo me quedé mirando las manzanas: eran grandes, rojas y tenían mucho brillo. Él, sin embargo, no perdía de vista a la mujer.

      —¿Te apetece una, Simon?

      —Claro. ¿Has visto que buena pinta tienen?

      —Sí, sí. Aquí todo tiene buena pinta —rio—. Toma. —Introdujo su mano sana en el bolsillo y me dio dos monedas—. Compra dos, nos hará bien comer algo de fruta. Yo voy a dar una vuelta. Espérame aquí.

      —Está bien, pero no tardes.

      Le agradecí su idea y me puse en la fila. Le vi dirigir sus pasos detrás del contoneo femenino. Delante de mí había dos hombres mayores hablando y no pude evitar escuchar sus palabras, a pesar de que hablaban en voz baja.

      —Al final van a hacerlo, no puedo creerlo.

      —Es imposible —dijo rotundo el más viejo.

      —Estoy realmente triste. Me lo ha confirmado un familiar que vive en el norte y lo ha visto con sus propios ojos.

      —¿Cómo van a poder ponernos una estrella en el pecho a todos? ¿Para marcarnos como animales? Es absurdo.

      —Muy absurdo, pero ya han empezado. Pronto todos la llevaremos. Adultos, mujeres y niños. Todos.

      —No lo permitiremos.

      —Nos arrebatarán absolutamente todo. Son muy violentos. Estaremos señalados. Morirá mucha gente.

      —¿Eres consciente de lo que estás diciendo?

      —Sí. Créeme, pasará...

      En ese punto de la conversación, me asusté. «¿De qué están hablando? ¿Muertos?». Uno de ellos descubrió mi furtiva intrusión.

      —Chico, hazme caso, por favor —me dijo mirándome directamente a los ojos—, jamás permitas que te pongan ningún distintivo. ¿Me has escuchado? —Asentí estupefacto.

      —¡Deja