Sobre hombros de gigantes. Francisco Barriga

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Название Sobre hombros de gigantes
Автор произведения Francisco Barriga
Жанр Медицина
Серия
Издательство Медицина
Год выпуска 0
isbn 9789561429017



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a ellos y decirlo sin ambages. Espero la reacción. Las preguntas. Y aprovecho casi siempre, a pesar del riesgo que implica, de dar una nota de optimismo: el cáncer en niños se puede tratar y se puede curar.

      Hugo y Sandra me pidieron que me hiciera cargo de su hijo, Felipe, quien ese mismo día se quedó en el hospital para iniciar su tratamiento y, con mi equipo, nos convertimos inmediatamente en los guías de esta familia dentro de esa dimensión desconocida en la que debutaban.

      Concretamente, el Servicio de Pediatría de la Universidad Católica ocupaba el séptimo piso del edificio nuevo inaugurado en 1987. Debido al terremoto de 1985 se restringieron los fondos de equipamiento y tanto el mobiliario como los instrumentos médicos eran precarios. Había una habitación con doble puerta que se usaba como aislamiento para pacientes inmunosuprimidos -o con las defensas bajas- y que sería la preferida en los primeros años del programa de oncología. Además, teníamos una Unidad de Cuidados Intensivos razonablemente equipada gracias a una donación que hizo el hospital de niños de Washington en una gestión en la que tuve la oportunidad de participar. El banco de sangre proveía los productos adecuados a esa época: glóbulos rojos, plaquetas, plasma. El laboratorio general estaba bien provisto, en parte automatizado y tenía acceso a los exámenes fundamentales. El servicio de radiología contaba con ecotomografía y tomografía computadas. La farmacia tenía un stock adecuado de medicamentos para el apoyo de los niños en quimioterapia, fundamentalmente antibióticos, pero, curiosamente, no tenía quimioterapia y los pacientes debían comprar fuera del hospital. Los pabellones de cirugía funcionaban sin problemas. Sin embargo, y aunque mi mayor frustración fue el desconocimiento y la incomprensión de la oncología moderna entre colegas y funcionarios al comienzo, lo más estimulante era la calidad del equipo de profesionales en cada una de las áreas involucradas en el cuidado de los niños con cáncer y la respuesta a la mayoría de los requerimientos que fueron configurando el programa.

      Es de absoluta justicia que no me demore en referirme a las enfermeras, que cumplen un rol fundamental en el cuidado de los niños, tanto así que mis primeros esfuerzos fueron para capacitar a un grupo de ellas, más que a médicos. Las enfermeras que trabajan en esta especialidad siempre se eligen, son motivadas y todas deben pasar por la peor prueba: ver a algunos de sus queridos niños morir.

      En conclusión, y a pesar de las precariedades y restricciones, vi que teníamos todo el potencial para ofrecer el tratamiento más avanzado a niños con cáncer, aunque tuve que empujar mucho para conseguir lo que necesitaba para salvar a pacientes como Felipe.

      La leucemia aguda es el cáncer más frecuente en los niños, sin embargo, no deja de ser una enfermedad rara que afecta a 200 niños de los cinco millones que tenemos en Chile aproximadamente. Avanza de manera rápida y letal si no es tratada en un plazo muy corto. De ella se conocen dos variedades: leucemia linfoblástica aguda y la leucemia mieloide aguda, que era la que habíamos encontrado en Felipe. Gracias a los avances de la oncología el grupo con mejor pronóstico eran los niños con leucemia linfoblástica, que llegó a llamarse “buena”, pero para leucemia mieloide, ese buen pronóstico estaba todavía lejos.

      Felipe recibió su primera dosis de quimioterapia y estuvo internado hasta que se recuperó de los efectos de los medicamentos. Durante este tiempo recibió múltiples transfusiones de sangre y antibióticos para prevenir y combatir infecciones oportunistas que pueden atacar a la persona que recibe quimioterapia. Mientras se recuperaba, perdió su pelo. Al cabo de tres semanas repetimos el examen de la médula ósea para evaluar el efecto del tratamiento. Donde antes se veían grumos monótonos de células cancerosas ahora se veía una médula ósea sana, produciendo todos los glóbulos de la sangre normalmente. La enfermedad había desaparecido: Felipe estaba en remisión. Todos estábamos felices. Tuvo unos días en su casa y continuó con el tratamiento, recibiendo cuatro ciclos de quimioterapia administrados cada 28 días. No tuvo complicaciones inhabituales. A mediados de marzo completó su tratamiento y recuperó su vida normal.

      Sin embargo, y esto todos los padres de niños con cáncer lo saben, ahí no termina todo. Aunque la enfermedad haya desaparecido hay que esperar un tiempo largo, entre dos y cinco años, para asegurar que no vuelva y considerarlo curado. Con ese miedo continuo, y atentos a cualquier síntoma, viven ese período maldito con la sensación de no estar haciendo nada. En esa época, los padres formaron un grupo muy solidario con otras familias de pacientes. Porque nadie está preparado para una tragedia de esta envergadura y, cuando ocurre, nadie es capaz de entender lo que esa familia está sufriendo, salvo quienes comparten el mismo dolor. Es por eso que el grupo que se formó entonces y los que han ido surgiendo después, son refugio, alivio y motor.

      Felipe se recuperó rápido. Le creció pelo nuevo como de recién nacido, volvió a ser el niño de antes y pocos meses después entró al colegio. Una vez al mes Hugo y Sandra lo llevaban a control médico y exámenes de sangre. Todo parecía avanzar a la perfección hasta que en octubre de 1989, un año después de su diagnóstico, las células leucémicas volvieron a aparecer en su sangre y en su médula ósea. Felipe estaba en recaída. Todos quedamos devastados, mirábamos a Felipe que se sentía perfectamente normal y no entendió lo que pasaba hasta que sus papás le dijeron que tenía que volver al hospital. A sus cortísimos cinco años, Felipe se quebró y su decepción fue para todos nosotros un duro golpe.

      La leucemia recae o recidiva porque algunas células malignas se hacen resistentes a los químicos que usamos para atacarlas. Todas las que son sensibles mueren, pero estas células resistentes permanecen y vuelven a reproducir la enfermedad. Por eso las recaídas son un evento muy grave y las posibilidades que tiene un niño de curarse después de ella son mucho menores que la primera vez. Necesitan un tratamiento mucho más enérgico que, en el caso de la leucemia, implica volver a aplicar quimioterapia para obtener una nueva remisión y después realizar un trasplante de médula ósea. Para Hugo y Sandra fue comenzar de nuevo como si todo lo anterior no hubiera servido de nada. Peor todavía, se dieron cuenta de que esta situación era mucho más peligrosa que la anterior. Aun así siempre me hicieron sentir plena confianza en que yo haría lo correcto para curar a su hijo. Recuerdo largas conversaciones con Hugo en el pasillo del hospital, reflexionando sobre la enfermedad y el tratamiento.

      Empezaba a confirmar otra lección fundamental. Todos los padres quieren saber y entender, quieren explicaciones y lo mejor para el equipo médico es enfrentar eso con la mayor honestidad. Decir lo que sabemos, que es poco, y también lo que no sabemos. Me gusta hacer partícipes a las familias de mi ignorancia e intento explicarles lo mejor que puedo por qué tomo las decisiones. Muy pocas veces he sentido que un padre o una madre, a quienes les explico con paciencia lo que le pasa a su hijo, no lo hayan entendido. Es más, muchas buenas ideas me han surgido de esas conversaciones con personas que carecen de conocimientos médicos y oncológicos específicos, pero están dotados de un excepcional sentido común.

      Lo que vino para Felipe fue recibir su segunda dosis de quimioterapia y, a pesar de la menor expectativa, la leucemia volvió a responder. Conseguimos una segunda remisión. Era momento de pensar en el trasplante.

      El doctor Donnall Thomas había nacido en un pequeño pueblo de Texas donde su padre trabajaba como médico general. Él lo acompañaba a visitar pacientes en un carro tirado por un caballo, en una época en que la medicina era muy poco resolutiva, muy humana y muy poco peligrosa. Sin haber sido un alumno brillante en el colegio, entró a estudiar medicina en la Universidad de Harvard donde mostró su primer interés en la hematología y leucemia. Incluso fue testigo de uno de los primeros milagros de la oncología moderna cuando el doctor Sidney Farber, del hospital de niños de Boston, consiguió que un paciente con leucemia linfoblástica aguda remitiera al aplicarle una droga llamada aminopterina, que inhibía la función del ácido fólico.

      Entusiasmado por las posibilidades que, intuía, podrían abrirse si se atrevía a correr algunos riesgos, aprovechó su tenacidad y su genio para enfrentar un desafío que parecía, en esa época (1950), inalcanzable. A principio de los años 40, un grupo de investigadores había demostrado que si un ratón recibía una dosis letal de radiación a todo su cuerpo y después una transfusión de células de la médula ósea de algunos hermanos de camada, no fallecía por efecto de la radiación sino que regeneraba toda su sangre a partir de la del donante. Como el efecto de la radiación sobre la médula