Название | Sobre hombros de gigantes |
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Автор произведения | Francisco Barriga |
Жанр | Медицина |
Серия | |
Издательство | Медицина |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561429017 |
Para satisfacer esta doble inquietud decidí entrar a estudiar oncología al National Cancer Institute (NCI) en una época dorada para este campo gracias a excepcionales médicos y científicos. Mi programa constaba de un año viendo muchos pacientes y dos años trabajando en un laboratorio con oncogenes. El NCI es parte de los Institutos Nacionales de la Salud, la institución del gobierno estadounidense que financia la mayor parte de la investigación biomédica del país y es una de las fuerzas más potentes de investigación en el mundo. De hecho, el lema que usaban para atraer enfermeras a trabajar en el hospital del Instituto era: “En el NCI vas a trabajar con cosas que aún no se han inventado”.
El año clínico fue agotador. El hospital trabajaba principalmente con drogas y esquemas experimentales de tratamiento y vi llegar a muchos padres angustiados que arrastraban hasta ahí a sus hijos que, a su vez, no querían seguir intentándolo porque sabían lo que les esperaba. Niños desahuciados por la oncología habitual y padres que esperaban todavía salvarlos, olvidando a veces el costo físico y emocional que eso tendría. Fue una de las primeras veces que me enfrenté a esa penumbra moral de la oncología, en la que los padres son responsables del tratamiento y de la vida de su hijo, pero no son quienes sufren el dolor.
Aprendí también con esas familias que, por mucho que yo intentara, nunca podría ponerme en su lugar. Mi visión, de hecho, era la más obvia. Que no siguieran, que no los hicieran sufrir más, que los dejaran partir. Tengo incluso que reconocer que, a pesar del interés del hospital por hacer estudios que quizá no le iban a servir a esos niños pero sí a otros, en muchos casos presioné a los padres a escuchar a sus hijos y que desistieran como ellos pedían, para evitar que les quitaran el tiempo bueno que les quedaba en busca de una cura que, yo sabía, no iba a venir. A lo mejor fui cobarde, pero preferí que esos estudios los hicieran otros y ya me aprovecharía yo de sus resultados.
Ese año vi morir a muchos niños y aprendí a construir esa mezcla de empatía y firmeza que buscaba y es necesaria para intentar guiar a las familias en este proceso tan doloroso. Había avanzado en lo que anhelaba desde esa primera vez como médico frente a un niño con cáncer, sin duda. Creí, incluso, que sabía lo necesario. Pero era joven y los años me demostrarían que, por esos días, entendía todavía muy poco.
En este libro he reunido algunos casos que, creo, reflejan en alguna dimensión el tránsito de estas familias por las espesuras del cáncer. Las relaciones que nacen mientras las habitan, los momentos luminosos que las fortalecen para poder atravesarlas, las dificultades que nos estremecen a todos quienes no lo hemos vivido para que, como sociedad, nos hagamos responsables e intentemos estar a la altura del viaje espeluznante que, inevitablemente, iniciarán otros. Por eso he venido a contarles estas historias.
Antes de proseguir quiero hacer una aclaración. Mi propósito es relatar las historias de los niños y familias que he ido conociendo en estos treinta años. Ellos son los protagonistas de este libro. Mi rol ha sido trabajar, sufrir y alegrarme con ellos y muchas de esas emociones están reflejadas en estas páginas. Sin embargo, no puedo dejar de referirme a todos los profesionales, colegas y amigos que me han acompañado en este viaje. En el tratamiento de un niño con cáncer intervienen cientos de personas, todas trabajando al unísono para conseguir la tan anhelada sobrevida y evitar a las familias el indecible sufrimiento de perder a un hijo. Todo lo que narro no habría sido posible sin ese equipo cercano y amplio de médicos, enfermeras, psicólogos, tecnólogos, administrativos y un etcétera demasiado largo para enumerar por completo. A todos ellos mi agradecimiento y reconocimiento por lo que entregan día a día en el cuidado de los niños.
el comienzo de todo
6 de agosto de 1945. Una bomba atómica cae sobre la ciudad de Hiroshima. El efecto sobre la población es devastador y proporcional a la distancia de cada habitante del centro de la explosión. Quienes estaban más cerca murieron inmediatamente calcinados por los más de 6000° C del estallido. Los que se encontraban solo un poco más allá, sucumbieron a la onda expansiva y el fuego. A un kilómetro del núcleo del desastre, el efecto no fue instantáneo, pero pocos días después, esas personas sufrieron lo que se llamó enfermedad de radiación aguda e involucraba vómitos intensos, diarrea, úlceras en la boca y quemaduras en la piel. La mayoría de esas víctimas murieron rápidamente por deshidratación o hemorragia. Pero aquellos que estaban solo un poco más lejos, a dos kilómetros de distancia, no presentaron síntomas iniciales. Al cabo de dos o tres semanas, sin embargo, comenzaron a perder el pelo, sufrieron anemia severa y hemorragias y murieron de infecciones. El estudio de la sangre de estos pacientes demostró la carencia de glóbulos: la falta de glóbulos rojos provocaba la anemia. Infecciones, la de glóbulos blancos y hemorragias la insuficiencia de plaquetas. Había sucedido, lamentablemente, lo que hasta entonces había sido imposible e impracticable: contar con datos empíricos de los efectos de la radiación en seres humanos, un estudio que se volvería exhaustivo en los años 60.
Esta trágica evidencia se sumaba a la que antes había aportado la Primera Guerra Mundial. El gas mostaza utilizado por el ejército alemán era un arma química capaz de producir, en el mediano plazo, el mismo efecto que la radiación, es decir, la incapacidad del cuerpo de producir sangre y la muerte por hemorragias o infecciones.
Estos dos hitos terribles serían la base del uso de radioterapia corporal total y quimioterapia, pilares del trasplante de médula ósea. Es de una contradicción brutal, pero, producto de uno de los períodos más descarnados en la historia del hombre, como la guerra, surgió información fundamental que permitiría, luego de mucha investigación y mucho coraje por parte de los pioneros, elaborar tratamientos contra el cáncer.
Actualmente la mayoría de los niños con leucemia se curan de su enfermedad gracias al tratamiento adecuado, pero cuando yo volví a Chile, en 1988, menos de la mitad de los pacientes sobrevivían y esa estadística había instalado de manera masiva la idea, no tan errada, de que era una enfermedad mortal.
Llevaba cerca de un mes como hematólogo oncólogo pediatra en la Universidad Católica cuando me llamaron del laboratorio.
−Doctor, recibimos un hemograma de un niño y pensamos que tiene leucemia. ¿Puede venir a mirarlo, por favor?
El laboratorio estaba en el primer piso de un antiguo edificio de la Escuela de Medicina. Era amplio, luminoso y tenía un mesón central donde nos sentábamos a mirar exámenes al microscopio. Lo primero que hice fue fijarme en el recuento de glóbulos blancos del paciente: 50.000 por mm3, cuando los parámetros normales indican hasta 10.000. Al asomarme al microscopio la vi inmediatamente. Estaba ahí la sábana de células grandes y malignas que temíamos. El diagnóstico era leucemia mieloide aguda. Revisé luego la orden del examen. El paciente tenía cuatro años.
En la orden estaba el nombre y el teléfono de la otorrinolaringóloga que había pedido el examen. Me explicó que el niño había consultado por una faringitis con fiebre y amígdalas muy hinchadas. Le había administrado antibióticos pero ni la fiebre había cedido ni las amígdalas se habían desinflamado. Por una vaga sospecha le había tomado un hemograma. Me dio el número de los padres y los llamé para decirles que necesitaba verlos urgente. Había aprendido ya algunas lecciones sobre cómo dar una mala noticia. Una de ellas era que nunca se dan por teléfono.
Los padres no se demoraron. Fue mi primer encuentro con una familia que serían pacientes, compañeros y amigos en los primeros años de mi trabajo en Chile.