Название | Los que susurran bajo la tierra |
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Автор произведения | Jesús Diamantino |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561236349 |
Un coro de otras voces emergió de la negrura y ya no parecía un eco celestial: «¡Mátenme, por favor!».
Raimundo volvió sobre sus pasos y huyó horrorizado hasta la Casa Roja. Un militar que fumaba bajo una encina le gritó que tuviera cuidado de tropezar, pero el niño no lo escuchó. Entró por la cocina y se fue directo a la habitación de su abuelo. María Gracia estaba sentada a los pies de la cama de don Leonidas. El pequeño Raimundo abrazó a su madre y comenzó a llorar, convencido de que las voces que había escuchado eran de un monstruo y no de un ángel.
2
Raimundo guardó el secreto de las voces. Supuso que nadie le creería, especialmente su madre. Sin embargo, la verdadera razón para no hablar más del supuesto ángel era la presencia del monstruo. Definitivamente había «algo» viviendo bajo la capilla, algo que tenía voz, que maldecía y suplicaba. ¿Un alma en pena? No. Los fantasmas no viven en la casa de Dios, eso le había dicho Carmencita: «Los fantasmas no pueden subir al cielo». Y lo que escuchó Raimundo fue una voz casi corpórea.
Al día siguiente no fue a la capilla y cuando el padre Giuseppe le preguntó por su penitencia, contestó que ya la había cumplido. No fue difícil mantener el secreto, todos parecían haber olvidado la anécdota del ángel. La atención de todos estaba puesta en don Leonidas, quien cada día empeoraba. María Gracia no se apartaba de su lado y las visitas se habían restringido mucho. Ellos vivían en la comuna de Las Condes, pero su madre decidió ese verano que pasarían las vacaciones en la Casa Roja cuidando al abuelo. Según ella el aire puro de los faldones cordilleranos y la paz de la naturaleza harían bien a la familia. Su esposo, Edmundo de la Cruz, había extendido sus labores diplomáticas en Washington por orden de la Junta Militar y no tenía una fecha definitiva de regreso, por lo que el verano se había hecho especialmente tedioso para Celeste y Raimundo.
La Casa Roja se emplazaba en medio de un gran parque natural de más de dos mil metros cuadrados repleto de palmas, araucarias y un gran bosque de encinas; tenía también una plaza de estatuas erosionadas, fuentes de agua cordillerana y una piscina de azulejos que resplandecía durante el día. No obstante, para los niños nada de eso se comparaba con la playa de Zapallar: añoraban el ruido incesante del mar y la sensación acolchonada de la arena; la fogata, las empanadas de mariscos y compañeros de colegio con los que jugaban a la pelota y buscaban bichos en los roqueríos. Pero ahora tenían que conformarse con pasar largas horas leyendo historietas de Condorito o El Peneca, o viendo monitos y programas de televisión como La cafetera voladora.
Cuando se bañaban en la piscina los vigilaba algún uniformado de turno paseándose por los bordes con su arma a la vista. A veces los cuidaba un cabo joven de apellido Soto; les contaba chistes y organizaba competencias de nado, incluso en una ocasión organizó una pichanga para distraer a los niños de los gritos de dolor de don Leonidas. Pero al poco tiempo Soto fue trasladado a un centro de detención en Antofagasta. Se despidió solemnemente de ellos y dijo que su deber era con la Patria.
La ausencia de María Gracia era cada día más notoria, apenas cenaba con sus hijos y se olvidaba muchas veces de darles las buenas noches. Desde el desahucio de don Leonidas la Casa Roja se había impregnado de una extraña aura de desolación, alimentada por el calor y el deambular espectral de ciertos familiares y de la servidumbre. Carmencita, siempre afectuosa y atenta con los hermanitos De la Cruz, dividía su tiempo entre los encargos de su patrona en el mercado de Peñalolén, la limpieza del museo subterráneo y la de los corrales. Por lo tanto, se limitaba solo a vestir a los niños por la mañana y prepararlos al final del día para dormir.
El padre Giuseppe, por su parte, se aferró al sagrado compromiso de acompañar a don Leonidas hasta el momento de su muerte. La viuda del empresario Leyton, doña Catalina Callejas Solari, había sido una de las principales patrocinadoras de la obra de los Soldados de Jesucristo en Chile. Catalina, entregada por completo a la acción social y a la lucha contra el marxismo, conoció al fundador de los Soldados en el funeral de Franco en noviembre de 1975. El afable y santificado carácter del padre Mateo Casablanca –quien había tenido el honor de presidir las exequias junto al cardenal González Martín en la plaza Oriente– cautivó en lo más profundo su alma benefactora. Le habló de la primera vez que escuchó la voz de Cristo y de la Misión que le encomendó: fundar la congregación católica más grande de Latinoamérica y expandir la palabra de Dios entre los pueblos más indefensos.
–El Demonio existe y es revolucionario –le reveló Casablanca en la capilla ardiente del Palacio Real en Madrid, muy cerca del ataúd glorificado del dictador.
Meses después, doña Catalina y la primera dama de Chile, crearían la Organización Caritativa de Santiago, fundación que buscaba «proporcionar bienestar espiritual y material a los desafortunados». De esta manera, y por encargo del mismísimo General, los Soldados de Jesucristo se ocuparon de la administración de la fundación y de los trabajos apostólicos. Cuatro años después, la congregación contaba con una sede central en Las Condes, un seminario de formación sacerdotal, dos escuelas para niños vulnerables y un colegio privado para familias católicas adherentes al Golpe (además de otros tantos bienes donados por el Estado e inversiones para potenciar el trabajo de la fe).
El padre Giuseppe Smith, a sus treinta y seis años, fue nombrado por Casablanca «embajador de la beneficencia» en Santiago, convirtiéndose en el líder de la congregación en Chile. Y al mismo tiempo, tenía el honor de ser el asesor espiritual de la familia Leyton. Esto implicaba no solo otorgar sosiego moral y oficiar misas en la capilla de piedra, sino también ayudar a don Leonidas en el asunto de la alimentación.
Cuando Raimundo le contó a Giuseppe su experiencia con las voces en la cena, el padre intentó mostrarse lo más sereno posible para no alterar a María Gracia. Le importaba mucho más parecer confiable ante la heredera de Leonidas Leyton que comprensivo con los niños. Pero lo cierto era que él también escuchaba la voz del monstruo, a veces tenue en la capilla y a veces enérgica y lastimera dentro del cuartelillo húmedo. Las voces lo aterraban, pero todavía más su procedencia, tanto así que en una ocasión en que ayudaba a la Carmencita a suministrarle alimentos a don Leonidas, dejó escapar un grito histérico. Cuando María Gracia se enteró, le dijo secamente después de una confesión que esperaba contar con su coraje y serenidad en el futuro, por el bien de la familia... y por el suyo propio.
3
No fue el ruido lo que despertó a Raimundo esa noche, sino el hedor que contaminaba la habitación. Cuando abrió los ojos miró directamente al ventanal. La luna dominaba el cielo nocturno y la claridad fosforescente envolvía el enorme jardín delantero. Un uniformado dormitaba erguido en la puerta principal y otro caminaba por un costado del parque explorando las sombras. Raimundo se sintió asqueado por un extraño olor que no lograba distinguir. El reloj en forma de búho de su velador marcaba las tres de la madrugada. Miró la cama vecina donde Celeste dormía soltando leves ronquidos. Entonces miró hacia la puerta de la habitación y vio ahí parado al monstruo, inmóvil como una estatua a medio hacer. La claridad de la noche era suficiente para que el niño se fijara en su horrible desnudez, en las carnes laceradas, en la cadavérica delgadez. Su rostro era escuálido y de su cabeza emergían unos cuantos mechones negros. Solo el ojo izquierdo lo miraba, un ojo que relucía entre la tela de oscuridad; el otro no existía, más bien había sido reemplazado por un hoyo negro, insondable.
En su corta vida, Raimundo nunca había experimentado realmente el miedo, lo más cercano había sido la angustia que sintió cuando Celeste cayó a la piscina de la casa de Las Condes. Sus papás estaban de viaje en Buenos Aires, la Carmencita había salido al supermercado y solo él estaba ahí, atónito viendo como su hermana luchaba por no hundirse. Él sabía nadar a lo perrito, el verano anterior había recorrido varios metros en el lago Caburga con su flotador de Mickey y en su casa solía atravesar el ancho de la piscina bajo la mirada de algún adulto. Se lanzó frenéticamente, nadó hasta su hermana y ella se aferró a su cuello como una serpiente. Cuando salieron los niños se abrazaron y lloraron por mucho rato.
Sin embargo, lo que vivía ahora Raimundo era completamente distinto. No podía moverse, respiraba con dificultad, sentía que se zambullía en un mar de desesperación. Su voz se atascaba en la garganta,