Название | Siempre De Azul |
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Автор произведения | María Dolores Cabrera |
Жанр | Драматургия |
Серия | |
Издательство | Драматургия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788835432876 |
Creo que no hay nadie en la cabaña. Sin embargo y por la duda, saludo con un “Buenas noches”. No hay respuesta. Repito la frase en un tono de voz más alto, pero nadie contesta. Escucho el sonido de un minúsculo aleteo de alas que viene desde el marco interior de la ventana. Veo a una libélula que debió haber entrado por la puerta igual que yo. Me gusta su imagen, su tono variante, las alas transparentes con las que alardea su libertad. La miro fijamente con asombro. Es fastuosa y con la misma belleza de un hada. Me acerco despacio, la presiento espiritual, poderosa y mensajera. Está envuelta con un aura delgada de luz blanca. Aletea majestuosa como si acabara de llegar de otro reino para advertir de alguna mágica e inminente transformación.
Busco el interruptor de la luz pero no lo encuentro. Pienso que a este brillante ser alado, debe asustarle los choques con la madera, con el filo de la ventana, mientras intenta volar y me acerco a la puerta para abrirla, pienso que así la libélula podría salir y retornar a su reino espiritual, pero al intentar mover la perilla, me percato de que no gira. La puerta está con seguro. No logro abrirla por dentro. Es como si alguien hubiese puesto llave por fuera.
No sé dónde está el interruptor para encender la luz. Me desplazo mientras lo busco por las paredes. No lo hallo. La libélula se posa sobre un mueble que parece una estantería vieja. Me acerco y encuentro sobre ésta, unos cerillos y algunas velas. Recuerdo que la cabaña está en medio del bosque y pienso que por lo tanto, es posible que no haya electricidad en la zona en la que me encuentro. Enciendo una de las velas y entonces puedo observar mejor el interior del lugar. Frente a la estantería hay una mesa redonda con un mantel bordado, artesanal. No hay sillas, excepto una antigua mecedora de mimbre que parece moverse como si alguien se acabara de levantar. Está a un lado de la mesa y pienso que debe haber corrientes de aire que entran por los filos irregulares de las ventanas y la mecen. Al fondo, una chimenea sucia, llena de ceniza y leña seca a medio quemar. Las paredes de la casita están hechas de troncos de árboles cortados simétricamente, unidos y lacados. Es una vivienda rústica como para convivir con la naturaleza los días del verano y nada más.
La libélula resplandece, como si de pronto la hubiera cubierto una escarcha azul platinada. El reflejo de la pequeña llama, que se mueve con el aire, muta sus colores según la posición.
Tomo la vela en la mano y me muevo por la casa. Paso por un corredor estrecho y sombrío y de pronto, veo frente a mí un espejo rectangular y vertical. Está colgado en un sitio estratégico como para que todo el que pase, se mire sin poderlo evitar. Ahí estoy con mi figura incompleta, de cuerpo casi entero pero solo hasta mis rodillas. Imagino que floto, que no tengo pies. Parece que estoy envuelta con una especie de neblina pero pienso que tiene que ver con el reflejo opaco del espejo. La luz de la vela destella en el vidrio. Me reconozco con mi ropa. Soy Rebeca. Claro que soy Rebeca, y observo también a la libélula que vuela alrededor de mi cabeza. Mi cabeza…, casi la pierdo de vista, parece desintegrarse en medio de esa niebla densa y gris que sale misteriosa, de la profundidad del espejo. Volteo la mirada y veo directamente a la libélula que ahora se ha tornado blanquecina, como si fuera de cristal azucarado. Se posa en mi hombro sin recelo.
De pronto y como un rayo, se me incrusta el recuerdo de haber leído alguna vez, en alguna parte y en otro tiempo, que en ciertas culturas ancestrales, las libélulas eran el símbolo de las almas difuntas, se creía que tenían conexión con los espíritus de la naturaleza, que no sentían miedo frente a nada, jamás; y además, que poseían el poder de revivir o transmutar. Nos volvemos a mirar mutuamente en el turbio abismo del espejo. Nos aceptamos en medio de un silencio sombrío y sepulcral. De manera intempestiva, recuerdo la puerta cerrada con llave pero no siento temor y sé que la libélula tampoco.
Abandono el espejo y entro a una pequeña habitación. Hay un lecho angosto junto a un armario despostillado, tiene un cajón a medio abrir con ropa de mujer. Al otro lado, una mesa coja arrimada a la pared, a la que le falta la mitad de una pata. Me acerco y veo encima de ésta, algunos textos antiguos de escuela que amenazan con caerse. Huele a un hedor caliente, a rancio. Veo un bulto tendido en la cama. Tiene la forma de un cuerpo humano. Se nota que está boca arriba. No se mueve. Le cubre una manta de color oscuro que incluso le tapa el rostro pero tampoco me asusta. Tal vez solo alguien duerme, pienso. La habitación apesta a humedad, a piel sudada, a algo así como al olor del pelo mojado de un perro. Debe ser la cobija, me digo.
Sé que soy Rebeca y que mi memoria estaba intacta hasta que llegué al umbral de esta cabaña pero que a partir de haber entrado, no sé nada excepto que soy Rebeca, que estoy encerrada y que me acompaña una libélula.
Sigo desplazándome y descubro la puerta cerrada de otro cuarto. Acerco mi oído y escucho murmullos dentro, se oyen lamentos tristes. Me animo a golpear suavemente pero parece que mi discreción pasa desapercibida. Llamo un poco más fuerte pero el resultado es el mismo, nadie lo percibe.
La vela se consume rápidamente. Regreso con prontitud a la ventana que está junto a la puerta y miro hacia afuera. Las estrellas y las luciérnagas iluminan incesantes la oscuridad como si se prepararan para un ritual de metamorfosis urgente. Una rana salta curiosa desde el pantano.
Soy Rebeca y creo que estoy dentro de mi cuerpo y de mi cerebro, pues tengo pensamientos y memoria aunque bastante vaga. Otra vez la libélula mueve sus alas a gran velocidad. La miro con más atención y reconozco rasgos míos en ella, me doy cuenta de que, misteriosamente, es parte de mí misma. Es mi alma, es mi propio espíritu. Está fuera de mi cuerpo liviano, de mi cuerpo de aire, pero posee mis sentimientos y mis emociones. Se posa en el centro de lo que creo que es mi cabeza, de esa misma cabeza que vi prácticamente desintegrarse frente al espejo y absorbe mis pensamientos, los saca de mi entidad abstracta e intenta salir de la cabaña. Encuentra una rendija entre una malla desprendida del marco de la ventana y salimos. Vuelo en ella, vuelo muy cerca de la superficie del agua turbia del pantano. Giro rápidamente en diferentes direcciones con una velocidad que me asombra. El viento me abre el camino, las luciérnagas me guían en medio de una ceremonia de gala. La oscuridad me da la bienvenida mientras me acerco a las estrellas. Soy un hada, un hada que ahora pertenece al mismo reino mágico de las libélulas. He mutado. Me he transformado.
Mientras tanto, en la cabaña se abre la puerta del cuarto cerrado. Salen personas afligidas. Un manojo de seres humanos que gimen, se lamentan. Lloran una enorme pena. Van a la pequeña habitación maloliente que está abierta y una mujer desconsolada, se acerca a quien yace boca arriba en la cama. Enciende varias velas, a pesar de que la luz eléctrica está y siempre ha estado presente en la cabaña, y las coloca alrededor del cuerpo. Retira la oscura manta del rostro y besa la frente de Rebeca, la joven ahogada que ese día cayó accidentalmente al pantano y que sepultarán mañana por la mañana en la ciudad.
No me dejes ir
El dolor de las piernas se vuelve insoportable. La inmovilidad me produce un penoso estado de ansiedad, de impotencia. La luz es muy tenue pero me tranquiliza sentir que respiro. Mis párpados caen pesados sin el permiso de mi voluntad. De inmediato, mi cerebro enciende la visión del recuerdo perverso. Una película maligna grabada en mi memoria. Escenas que, una detrás de la otra, reiteran la veracidad de una tragedia manipulada por entidades, hasta entonces, desconocidas para mí. El vestigio de lo que sucedió se muestra como una amenaza macabra para cualquier ser viviente. Tétricas imágenes que me atormentan en cuando cierro los ojos:
Yo, Maritza, de veinte y siete años, conduzco por una carretera angosta y oscura que se ilumina solo con las luces de mi coche. Voy a una velocidad medianamente alta porque temo llegar tarde. Es el cumpleaños número cincuenta y cinco de mi madre y, en la casa de campo donde mis padres residen desde hace un par de años, habrá una cena a la que ya estoy retrasada. La oscuridad hace que consiga ver los árboles y arbustos, solo cuando ya están a unos metros de distancia. Tengo el equipo de música encendido. Escucho la canción británica “Never let me go”. Está de moda. Me gusta. Tarareo muy bajito y acelero un poco más. Imagino a mamá inquieta, sé que a estas horas debe chequear el reloj, una y otra vez, porque aún no he llegado y los invitados esperan por mí para hacer un brindis.
Suena