Название | Siempre De Azul |
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Автор произведения | María Dolores Cabrera |
Жанр | Драматургия |
Серия | |
Издательство | Драматургия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788835432876 |
Un viernes cerca del ocaso, parece que la fortuna está de su lado. Gana en la mesa de póker, en la de veintiuno, después en la ruleta, por último en las máquinas tragamonedas y en las que engullen billetes también. Siente una emoción que no le cabe en el pecho. El corazón rebosa de dicha y cuando decide que es suficiente, que ya ha ganado mucho dinero y debe marcharse, canjea en la caja las fichas por billetes y dirige su mirada hacia la esquina donde se encuentra Gabriela con la máquina de juegos de arañas y le sonríe. Esta vez, ella fija su mirada en él y se levanta. Leonardo siente que, conforme ella se aproxima, sube la temperatura de la sangre en sus venas y su estómago se revuelve por una inicua y agradable ansiedad. La mujer se acerca mucho. Su rostro casi rosa el de él. Los ojos de Gabriela recorren desafiantes las facciones de su cara y los labios pintados y entreabiertos emanan un aliento a gloria que él recibe con satisfacción. Entonces, la mujer le dice con un gesto sensual, irónico y provocativo:
—Vamos.
Leonardo no sabe qué responder en ese momento y simplemente accede. Salen juntos y caminan casi sin hablar. Después de un momento, él le pregunta:
—¿Deseas tomar algo, Gabriela?
—Sabes mi nombre.
—Bueno, todo el mundo lo sabe en el casino. ¿Te apetece un trago?
—También sé que eres Leonardo. Leo, ¿no? Bueno, sí. ¿Por qué no? Un trago estaría bien. Gracias.
Van a un bar cercano que no es muy elegante ni especial, más bien exiguo y algo desmantelado pero es lo que hay al paso. Toman algo y salen. Ella le toma de la mano y él se deja llevar. Caminan con pasos lentos. Se pierden despacio por la ruta de un zaguán oscuro. Se desvanecen sus siluetas grises y falsas, reales e inventadas. Se mezcla en un instante la mentira y la verdad. Se concreta y se evapora una tétrica historia corta. Se define y se esfuma un deseo sin tiempo. Cuaja y se derrite una triste pasión postergada. Se deshace en un segundo la lealtad y la traición.
Aquella noche, Leonardo no regresa al humilde cuarto donde ha vivido años de soledad y miseria. No regresa nunca. Nadie pregunta por él, excepto el dueño de casa que imagina que el infeliz debió irse sin chistar para no pagar el último mes de renta.
Al siguiente día, en horas de la tarde y como siempre lo hace, Gabriela regresa al salón de juegos, al casino aquel en donde se deleita con su máquina de arácnidos. Un mesero con camisa blanca almidonada y corbata de lazo, se acerca a ofrecerle algo para beber y le dice:
—Señorita Gabriela, ayer estuvo de suerte. Vi que su máquina se detuvo con cuatro viudas negras en línea horizontal, esas con el vientre rojo dividido como un reloj de arena. El chico encargado anotó su ganancia antes de volverla a cero. ¡Qué bien! La felicito.
Gabriela, que en esta ocasión estrena un vestido gris oscuro, escotado y sensual, juguetea con el colgante escarlata que pende de su cuello y sonríe por aquel cumplido que alimenta su terrorífico ego mortal y a la vez, el triunfo de sus hazañas macabras. De inmediato, la máquina suena estridente porque ella apuesta su dinero con el hambre sádico y feroz de una viuda negra más. Aquella asesina que mata al macho después de su trampa sexual.
A Leonardo no se lo ve nunca más por el casino y a pesar del asombro de muchos, no preguntan. Nadie supo jamás que la suerte de aquella tarde no engranó con la de su fatal destino. La premisa de Leonardo no se había cumplido. La buena racha de aquel juego, no fue precisamente la suerte de su vida como él lo había creído. La de Gabriela, siempre.
El pintor
Un lienzo blanco templado sobre el caballete de madera que se atreve a tentarme, a desafiarme. Yo, Mauro Callejas, pintor aficionado, lo miro mientras sostengo el pincel en la mano. Pienso en aquella laguna del parque a la que tantas veces voy con Margot, mi mujer. A pesar de que está en medio de la ciudad bulliciosa y agitada, la laguna brinda una paz que me apacigua. A ella le gusta sentarse en una banca de hierro barnizada de blanco, casi siempre en la misma. No le importa pasar un par de horas mientras mira el agua o más tiempo si le apetece. Conversamos. Nos reímos. Recordamos. A mí no me molesta en lo absoluto. Hoy sábado por la tarde, estuvimos ahí de nuevo pero ocurrió algo diferente dentro de mi cabeza. Mientras compartimos, charlamos y tomamos un helado, sentí que debía grabar en mi memoria los detalles del paisaje. Uno a uno, en especial los colores. La tonalidad que tenía el agua a esa hora. Los matices de las plantas y los árboles. Puse atención a las gamas de los cafés, de los azules y de los verdes. Me fijé en la perspectiva que forman las distancias. En la escala del tamaño de las piedras y en el cielo. Cuando nos levantamos, no pude evitar mirar hacia la banca en la que estábamos sentados. Su forma, sus tallados. Por lo general, solemos caminar despacio cuando volvemos. A veces, en la ruta a casa, compramos pan integral o alguna bebida que falta para la cena o para el desayuno del siguiente día. Hoy trajimos un paquete de bocaditos con masa de queso.
Llegamos a casa. En las paredes de la sala hay cuatro cuadros de mi autoría: Una puesta de sol, Agustín sobre el sofá, el rostro de mi mujer y un callejón nocturno. En el comedor hay dos: Un canasto lleno de margaritas y una niña que come una manzana. Este último lo hice después de observar cómo una pequeñita de origen indígena, comía fruta sentada en la vereda junto a la madre que las vendía. Margot se dirigió a la cocina y yo bajé al sótano que está justo debajo de nuestro dormitorio.
Ahora estoy aquí. Miro el lienzo en blanco que me motiva. Le sonrío. Me dice: “Vamos, aquí me tienes. Vamos con ese paisaje del lago. ¿Qué esperas? Toma el pincel y la paleta. Empieza ya”.
Yo me acobardo porque no sé si es el momento, si estoy preparado para iniciar pero también pienso que los detalles se pueden esfumar de mi mente y decido comenzar. Me pongo el delantal que algún día fue blanco por completo y que hoy tiene una amplia variedad de manchas coloridas que ya no salen al lavar. Me cubro la cabeza con la boina gris que uso para proteger mi pelo de alguna salpicadura. Enciendo la música que me gusta escuchar cuando pinto, por lo general instrumental de piano. Hoy elijo Tristesse de Chopin.
Hago trazos básicos, gruesos. Son la base para luego extender las gamas con pinceladas más finas. Rasgo esbozos y defino el tono del agua. Margot me llama porque el café está servido. Apago la música. Dejo todo. Me quito el delantal y la boina. Subo. Compartimos un tinto con las masitas de queso. Termino de prisa y le digo que vuelvo al sótano porque ya comencé a pintar. Sonríe al ver mi entusiasmo y aprueba con su cabeza. Yo regreso a mi lienzo.
Dos horas más tarde, estoy en el cuarto dispuesto a descansar. Me agrada el trabajo que hice. Me siento orgulloso. Avancé más de lo que imaginé y eso me satisface. Pintar es mi pasión, mi vida. La única actividad que me hace olvidar la ingratitud, la falta de empatía de la gente con la que nunca he podido congeniar. La crueldad de una sociedad injusta y errada. Margot y yo estamos solos. No tuvimos hijos. Solo nos acompaña Agustín, nuestro gato marrón. Mi paso por este mundo ha sido una experiencia difícil. Dura. El amor de Margot es lo único que sostiene mis ganas de vivir. A los doce años, cuando murió mi madre, empecé a pintar con frenesí, con obsesión. En la noche, dibujaba las cosas que había visto en el día. Sufrí una enfermedad autoinmune que debilitaba mi musculatura pero la superé con tenacidad. Mi padre se casó por segunda vez y se marchó. Los estudios me agobiaban y en cuanto me gradué con esfuerzo y hastío, entré a un taller de pintura en el centro de la ciudad y perfeccioné mi talento. Trabajé de mensajero en una empresa de publicidad. Con el tiempo, me contrataron como dibujante para ciertas publicidades