Si regresamos a la dicotomía anterior entre narración y descripción, vemos aparecer en el ensayo fílmico una nueva forma posible de comunicación que supera dialécticamente a las otras dos. La narración, en el campo de la imagen y por tanto del filmensayo, queda necesariamente sobrepasada por lo figural aunque aquella esté presente como elemento organizador de las figuras, ya que la potencia expresiva de estas, si de un genuino ensayo cinematográfico estamos hablando, debe ser superior. Por otro lado es en este ámbito de la figura entendida como germen del significado donde se instala el movimiento razonante que, en sí mismo, constituye una alternativa de las descripciones, puesto que profundiza aquello que de simplemente constatativo de la superficie tiene la forma descriptiva tradicional, y avanza hacia una descripción fenomenológica de mayor intensidad. Narración y descripción como formas ajenas a la figura e impuestas sobre ella para utilizarla como vehículo de un significado externo dejan de ser centrales y se pasa a una potenciación expresiva de lo puramente visible a través de un movimiento interno e inherente a esa figuración. Nos encontramos en el paradigma de la pintura de Bacon, según lo expresa Deleuze, pero para trascenderlo hacia una recuperación de lo intelectual en el seno de lo estético. Lo importante no sería, en el caso del film-ensayo, la experiencia emocional como finalidad de lo expresivo, sino que esta se prolongaría para servir de vehículo a la experiencia intelectual, al proceso reflexivo. En todo caso, el film-ensayo significaría un acercamiento del proceso intelectual a la vivencia propia, corroborando, contrariamente a lo propuesto en el método científico, que experimentamos el mundo a través de nuestras emociones.
Podemos encontrar momentos similares en la historia de la cultura que llevaron a interpretaciones erróneas de los postulados en litigio, por falta de una perspectiva que ahora parece estar mejor asentada. El antipictorialismo romántico cuya existencia subraya Mitchell sería uno de esos momentos. Se trataría de un episodio más de la eterna dialéctica entre narrar y describir que, a su vez, puede interpretarse como una versión atenuada del enfrentamiento no menos constante entre la razón y el sentimiento o entre el ver y el experimentar: «La “imaginación”, para los románticos, se acostumbra a oponer más que a equiparar con las imágenes mentales: la primera lección que damos a los estudiantes del romanticismo es que, para Wordsworth, Coleridge, Shelley y Keats, la “imaginación” es un poder de la conciencia que transciende la mera visualización».28 Lo que parece realmente problemático para los románticos no es tanto la visualización como la pretensión de claridad con que el neoclasicismo resolvía los problemas de la representación. Se produce en el Romanticismo una reacción a la forma neoclásica que, partiendo de la pintura, acaba estableciéndose en la propia mente para negar, como hacia Edmund Burke, «que la poesía pudiera o debiera producir imágenes claras y distintas en la mente del lector».29 Por ello, a principios del siglo XIX ocurre un cambio que hace que «la poesía abandone sus alianzas con la pintura y establezca nuevas analogías con la música».30 Es natural que ello ocurra, puesto que una nueva complejidad espiritual y material da a entender que el camino que lleva del neoclasicismo al positivismo, es decir, de la imagen neoclásica a la imagen objetiva, es una vía de simplificación que debe ser de alguna manera contrarrestada. Si la pintura se queda en la mera superficie sin densidad, en la propuesta de una visualidad completa sin resquicios y, por lo tanto, sin posibilidad de modulación, entonces mejor decantarse hacia las posibilidades emocionales de la música, mucho más sutiles. En este sentido, el Romanticismo no sería tan iconoclasta como parece, puesto que no renunciaría tanto a la imagen per se como a un determinado tipo de imagen. Perseguiría una imagen musical, de una visibilidad ciertamente ambigua pero que permitiría apostar por un tipo de representación visual de mayor sutileza. Digamos, parafraseando a Auberbach, que el Romanticismo se decantaría por el claroscuro típico de los textos bíblicos en lugar de tender hacia la luminosa y perfilada descripción de los de Homero. O, según los parámetros de Lukács, preferiría a Tolstoi en lugar de Zola. Optaría por Dostoievski en lugar de por Tolstoi, si aplicamos la visión de Steiner. El film-ensayo podría ser considerado, según esto, como «romántico», si bien este pseudo-romanticismo habría superado completamente las prevenciones de los románticos por la imagen, habiendo encontrado la fórmula para ir más allá de las imágenes objetivas de claridad cegadora, a las que habría dejado atrás con el documental clásico. Porque una cosa son las descripciones claras, perfectas, totales y estables que propone el documental, y otra, las impresiones incompletas, fluctuantes, ambiguas que nos transmite la figuralidad del film-ensayo. ¿Debe negarse la visualidad específica de estas últimas? ¿Qué tipo de imágenes son estas imágenes comparadas con las otras? Las respuestas básicas a estas preguntas las hemos encontrado en las propuestas de Bacon interpretadas por Deleuze. A partir del campo que estos postulados establecen, podemos encontrar la fórmula para la existencia de un dispositivo estético-reflexivo que tiene en el ensayo fílmico su forma más genuina.
4. La imagen-ensayo
En otros escritos ya he planteado con bastante insistencia la importancia que tiene el movimiento en los procesos reflexivos del film-ensayo y he establecido también la posibilidad de una categoría retórica, la del pensamiento-movimiento, que creo que es esencial para comprender la complejidad del audiovisual contemporáneo. Pero, dicho esto, es necesario señalar que existe una tendencia a relacionar reflexión y movimiento que, en lugar de ser esclarecedora, lo que hace es oscurecer determinados fenómenos relacionados con la imagen. Ambos planteamientos, que parecen contradictorios, pueden subsistir sin embargo en un mismo ámbito cultural: una cultura puede al mismo tiempo ignorar la relevancia del movimiento en los procesos reflexivos del ensayo visual y establecer una relación excesiva entre movimiento y proceso ensayístico, todo depende de si se está haciendo hincapié en lo visual o en lo lingüístico: esta dicotomía refuerza aún más la característica paradigmática de cada uno de los ámbitos que obliga a repensarlo todo, dependiendo de dónde se sitúe el pensador.
Relacionamos el proceso ensayístico en general con la prolongación de una idea en el tiempo o con el engarce de varias ideas a través también de una sucesión temporal. Ello se debe a que no concebimos otro tipo de reflexión que la ligada al lenguaje y a su disposición discursiva. No es que sea una idea equivocada ni mucho menos, pero se trata de una idea que conlleva una cierta actitud reduccionista que a la larga, si no se matiza, conduce al error. No cabe duda de que lo que llamamos pensamiento, y que es una parte integrante de la estructura de nuestra identidad –es, en última instancia, el fundamento de nuestra conciencia–, está ligado al lenguaje: sin lenguaje no hay pensamiento en el sentido estricto. Por ello, la imagen sería considerada ajena a los procesos reflexivos: pertenecería al terreno de la estética, que está relacionada con una experiencia distinta, con una región diversa de nuestros procesos cognitivos. Esta región, perteneciente a las emociones, se desplegaría de forma diferente a la que corresponde a la razón: en un caso, se establecerían relaciones inmediatas con el objeto, en el otro estas relaciones estarían, por el contrario, mediatizadas. Es una antigua historia, cuyos parámetros fueron expuestos de manera ejemplar por Kant y discutidos, de manera no menos paradigmática, por Nietzsche cuando este se remontaba a Sócrates para acusarle, precisamente, de haber desviado el conocimiento del recto camino de la intuición para llevarlo al de la reflexión, es decir, le acusaba, ni más ni menos, de haber puesto las bases del pensamiento. Pero para Kant no habría tanta distancia entre una y otra actividad, por lo menos así parece expresarlo cuando se refiere a la separación entre el mitos y el logos e indica que la intuición mítica es ciega sin el elemento formador del logos, mientras que la conceptuación lógica resulta vacía sin la fuerza de la intuición mítica,31 lo cual resulta válido para la imagen, si consideramos que existe la posibilidad de un pensamiento mítico equiparable a un pensamiento de carácter visual.
Es cierto que sin duración no es posible articular los conceptos, pero también es verdad que de una impresión estética o de una emoción se pueden desprender ideas que deben considerarse incluidas, aunque sea de manera latente, en la estructura visual que se encuentra en el origen de esas impresiones o esas emociones. Es decir, que de la misma manera que consideramos que las emociones o impresiones estéticas pertenecen o son parte de la forma que las produce, también debemos suponer que las ideas que puedan desprenderse de tales estados emocionales pertenecen de alguna manera al acerbo