Название | El jardín de los delirios |
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Автор произведения | Ramón del Castillo |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418895852 |
El debate de hoy sobre los efectos positivos del contacto con la naturaleza es inseparable del debate sobre las nuevas tecnologías. En Psicogeografía. La influencia de los lugares en la mente y el corazón (2016), el neurocientífico Colin Ellard26 explica cómo el hacinamiento en espacios estrechos y viviendas diminutas provoca conductas que desafían las concepciones habituales del hogar. “En nuestras espaciosas viviendas occidentales, tanto si hemos conseguido amarlas como si no, solemos sentirnos en un lugar proclive a la intimidad y el refugio” (pp. 82-83). Sin embargo, en algunos de sus estudios realizados en Bombay, detectó
una curiosa anomalía: cuando llevaba a personas a lugares públicos poco poblados, como estacionamientos de museos o patios de iglesia, mostraban visiblemente el tipo de respuesta relajada que por lo común se da en un entorno tranquilo y privado, como el hogar o un bonito parque con vegetación. Mediante sensores […] pude comprobar que, en efecto, sus cuerpos se relajaban en respuesta a estos espacios vacíos. En el contexto occidental un espacio público vacío podría considerarse un fracaso: la mayoría de los programas urbanísticos para tales emplazamientos se concentran en dotarlos de vida (p. 82).
Para aquellos indios, en cambio, que los espacios estuvieran vacíos era justamente lo que les hacía sentirse bien. Otra investigación paralela a la de Ellard realizada en Bombay confirmó que, aunque más de la mitad de los participantes consideraban su hogar como su espacio más íntimo, preferían disfrutar de la soledad en lugares públicos, “si bien denunciaban la relativa escasez e inaccesibilidad de espacios públicos seguros, en especial para las mujeres” (p. 83). Ellard confesó que estos datos no sorprendieron a su ayudante Mahesh, que vivía apretado con su esposa, sus dos hijos, sus padres y sus dos hermanos en una sola habitación. Para Mahesh, lo normal para “compartir un momento íntimo con un amigo o disfrutar de un instante de soledad era abandonar el barullo de su espacio vital y hallar un lugar tranquilo en la ciudad” (p. 82). No entiendo por qué Ellard llama anomalía a estas actitudes: en Occidente se ha vivido y se sigue viviendo en espacios apretados y la gente también ha buscado refugio y tranquilidad en espacios vacíos. Es cierto que si pudieran elegir preferirían disfrutar de su intimidad en un jardín casero o una habitación con vistas; dado que no pueden, optan por un espacio insulso pero tranquilo. Sin embargo, no los consideran como un simple sustituto ya que esos espacios permiten hacer cosas que tampoco harían en entornos domésticos, incluso aunque estos fueran agradables: conocen a gente que no conocerían si se hubieran quedado en casa, otros extraños que también tratan de disfrutar de un rato de soledad. Si en el espacio cerrado y privado además hay violencia, es normal que se prefiera uno abierto y a la vista, aunque un espacio abierto tampoco es siempre seguro, claro (esquivamos muchos de ellos, o los cruzamos aprisa, porque no sabemos lo que puede aparecer en ellos).
Ellard afirma que, a escala planetaria, la variedad de espacios que pueden resultar acogedores es demasiado amplia como para dar con una clasificación fácil y da a entender que solo es posible definirlos vagamente por la clase de respuestas psicológicas que suscitan, más que por su propio diseño. Si no le entiendo mal, Ellard sugiere que muchos de los espacios de bienestar tienen que ver con el contacto o con la visión o con el recuerdo de la naturaleza. En los espacios cerrados puede bastar una pequeña ventana con vistas a un trozo de verde, o incluso unos pósteres con imágenes bonitas. Pero ¿qué ocurre en espacios abiertos? No me queda claro cuánta ni qué clase de naturaleza tiene que haber en los espacios vacíos de los que habla Ellard, en los espacios que no fueron diseñados para relajarse, pero que relajan. ¿Qué papel tiene la naturaleza allí? Quizá el atractivo que ciertas personas encuentran en esos espacios es precisamente que no hay naturaleza orgánica, sino solo piedras o cemento. Desde luego, en un aparcamiento de exterior no se deja de estar en contacto con la naturaleza, por poca vegetación que haya. El sol y la luna, las nubes y las estrellas, la lluvia y el viento siguen por ahí…, ¿no? Los pájaros pueden buscar comida que se les ha caído a los niños. Las ratas pueden hurgar en papeleras y cubos de basura. ¿No son también naturaleza?
Hay razones ancestrales por las que a la humanidad le agradan ciertos tipos de entornos, según dan a entender el estudio de Ellard y los datos aportados por otros expertos. Parece ser, por ejemplo, que nos sentimos más tranquilos en aquellos espacios en los que podemos ver sin ser vistos, y que hemos desarrollado esas preferencias por necesidades de supervivencia. La inclinación universal por ciertos patrones paisajísticos (al estilo de la sabana africana) –llega a decir Ellard– empuja a pensar que estamos programados para preferir los mismos lugares que hace setenta mil años aumentaron nuestras probabilidades de supervivencia.27 Pero tenemos muchas preferencias que no se pueden explicar en relación a esa historia evolutiva. Aunque prefiriéramos ciertos tipos de paisaje durante miles de años, al final nos convertimos en seres muy peculiares cuyas necesidades y gustos difieren mucho dependiendo de la geografía. Hoy, los impulsos que nos hacen frecuentar cierto tipo de entornos naturales y los motivos por los que nos sentimos más tranquilos en ellos no se explican tan fácilmente. Si nuestro apego a un lugar depende de nuestra psicología individual y nuestra historia personal –como admite Ellard–, entonces también debería admitir que nuestros gustos paisajísticos dependen enormemente de la cultura y de la historia colectiva, y no de unas supuestas inclinaciones de nuestros antepasados que aún nos determinan. Aunque aquí no puedo entrar a discutir esto.28
Pero Ellard plantea otro debate muy interesante que tiene que ver con el papel de las imágenes en la cultura actual, a saber: el de los efectos benéficos de los sustitutos de naturaleza.29 Según ciertos estudios, el contacto con la naturaleza tiene un claro efecto reparador, pero una imagen o representación de ella puede tener un resultado similar.30 Ellard menciona estudios de Roger Ulrich (1984) que demuestran que los pacientes ingresados en hospitales se recuperan más rápidamente de intervenciones quirúrgicas si ven la naturaleza por sus ventanas (y no solo hormigón y paredes), pero de ahí no concluye que la naturaleza que se contempla desde la cama tenga que ser necesariamente auténtica.31 Parece que el estudio también mostraba que “contemplar naturaleza, en el formato que sea” tiene efectos benéficos y Ellard dice que “la exposición a cualquier imagen natural, incluso aunque sea un bonito paisaje pintado por John Constable, puede tener impresionantes repercusiones en nuestros cuerpos y mentes” (Ellard, 2016: 39). Me pregunto cuánto dependen esas repercusiones de la calidad y el tipo de pintura.32 Los efectos de la inmersión en simulaciones digitales de entornos naturales son llamativos. Posteriores experimentos realizados por Ellard mostraron que bastan menos de diez minutos de inmersión en un entorno de realidad virtual con imágenes, sonidos y olores de paisajes, playas, junglas y bosques para que los participantes se sientan mejor. Antes de sumirlos en esos entornos se les estresaba haciéndoles recordar hechos desagradables de sus vidas y obligándoles a hacer cálculos con ruido industrial de fondo, así que es normal que cuando les ponían el casco con pantalla se sintieran más tranquilos (la investigadora sueca Matilda van den Bosch también estresa primero a los participantes en sus experimentos con alguna prueba matemática y con una entrevista de trabajo simulada. Su ritmo cardiaco vuelve a un nivel normal cuando los sumerge en un bosque virtual). Lo llamativo, según Ellard, no era que las escenas de naturaleza tuvieran mejores efectos que imágenes de otro tipo, sino que incluso podrían llegar a calmar más que un paseo de verdad por un paraje natural real33, una conclusión que le dejó algo intranquilo…
Este hallazgo me descoloca. Por un lado, nuestra capacidad de reproducir el efecto reparador empleando píxeles de una pantalla nos brindó una potente herramienta que podríamos emplear para ahondar en la comprensión de este efecto. Pero, por el otro, me inquietaba (y me sigue inquietando) el potencial de tales descubrimientos por su insinuación velada de que los entornos naturales reales, especialmente en las ciudades, podrían ser suplantados por la magia de las tecnologías. Si no necesitamos la naturaleza auténtica para cosechar los beneficios psicológicos que nos brinda, entonces, ¿por qué no deshacernos de ella por completo y emplearnos en construir ciudades con pantallas multicolor gigantescas a modo de fachadas de edificios y canalizar por las tuberías sonidos de cascadas y trinos de pajarillos? (p. 48).
Ellard imagina una especie de pesadilla, una distopía