El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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Название El jardín de los delirios
Автор произведения Ramón del Castillo
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788418895852



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del espectáculo puede llevar la naturaleza hasta dentro del asilo mediante un documental emitido por televisión, aunque los terapeutas desarrollan productos visuales mucho más controlados y elaborados.

      una curiosa anomalía: cuando llevaba a personas a lugares públicos poco poblados, como estacionamientos de museos o patios de iglesia, mostraban visiblemente el tipo de respuesta relajada que por lo común se da en un entorno tranquilo y privado, como el hogar o un bonito parque con vegetación. Mediante sensores […] pude comprobar que, en efecto, sus cuerpos se relajaban en respuesta a estos espacios vacíos. En el contexto occidental un espacio público vacío podría considerarse un fracaso: la mayoría de los programas urbanísticos para tales emplazamientos se concentran en dotarlos de vida (p. 82).

      Para aquellos indios, en cambio, que los espacios estuvieran vacíos era justamente lo que les hacía sentirse bien. Otra investigación paralela a la de Ellard realizada en Bombay confirmó que, aunque más de la mitad de los participantes consideraban su hogar como su espacio más íntimo, preferían disfrutar de la soledad en lugares públicos, “si bien denunciaban la relativa escasez e inaccesibilidad de espacios públicos seguros, en especial para las mujeres” (p. 83). Ellard confesó que estos datos no sorprendieron a su ayudante Mahesh, que vivía apretado con su esposa, sus dos hijos, sus padres y sus dos hermanos en una sola habitación. Para Mahesh, lo normal para “compartir un momento íntimo con un amigo o disfrutar de un instante de soledad era abandonar el barullo de su espacio vital y hallar un lugar tranquilo en la ciudad” (p. 82). No entiendo por qué Ellard llama anomalía a estas actitudes: en Occidente se ha vivido y se sigue viviendo en espacios apretados y la gente también ha buscado refugio y tranquilidad en espacios vacíos. Es cierto que si pudieran elegir preferirían disfrutar de su intimidad en un jardín casero o una habitación con vistas; dado que no pueden, optan por un espacio insulso pero tranquilo. Sin embargo, no los consideran como un simple sustituto ya que esos espacios permiten hacer cosas que tampoco harían en entornos domésticos, incluso aunque estos fueran agradables: conocen a gente que no conocerían si se hubieran quedado en casa, otros extraños que también tratan de disfrutar de un rato de soledad. Si en el espacio cerrado y privado además hay violencia, es normal que se prefiera uno abierto y a la vista, aunque un espacio abierto tampoco es siempre seguro, claro (esquivamos muchos de ellos, o los cruzamos aprisa, porque no sabemos lo que puede aparecer en ellos).

      Ellard afirma que, a escala planetaria, la variedad de espacios que pueden resultar acogedores es demasiado amplia como para dar con una clasificación fácil y da a entender que solo es posible definirlos vagamente por la clase de respuestas psicológicas que suscitan, más que por su propio diseño. Si no le entiendo mal, Ellard sugiere que muchos de los espacios de bienestar tienen que ver con el contacto o con la visión o con el recuerdo de la naturaleza. En los espacios cerrados puede bastar una pequeña ventana con vistas a un trozo de verde, o incluso unos pósteres con imágenes bonitas. Pero ¿qué ocurre en espacios abiertos? No me queda claro cuánta ni qué clase de naturaleza tiene que haber en los espacios vacíos de los que habla Ellard, en los espacios que no fueron diseñados para relajarse, pero que relajan. ¿Qué papel tiene la naturaleza allí? Quizá el atractivo que ciertas personas encuentran en esos espacios es precisamente que no hay naturaleza orgánica, sino solo piedras o cemento. Desde luego, en un aparcamiento de exterior no se deja de estar en contacto con la naturaleza, por poca vegetación que haya. El sol y la luna, las nubes y las estrellas, la lluvia y el viento siguen por ahí…, ¿no? Los pájaros pueden buscar comida que se les ha caído a los niños. Las ratas pueden hurgar en papeleras y cubos de basura. ¿No son también naturaleza?

      Este hallazgo me descoloca. Por un lado, nuestra capacidad de reproducir el efecto reparador empleando píxeles de una pantalla nos brindó una potente herramienta que podríamos emplear para ahondar en la comprensión de este efecto. Pero, por el otro, me inquietaba (y me sigue inquietando) el potencial de tales descubrimientos por su insinuación velada de que los entornos naturales reales, especialmente en las ciudades, podrían ser suplantados por la magia de las tecnologías. Si no necesitamos la naturaleza auténtica para cosechar los beneficios psicológicos que nos brinda, entonces, ¿por qué no deshacernos de ella por completo y emplearnos en construir ciudades con pantallas multicolor gigantescas a modo de fachadas de edificios y canalizar por las tuberías sonidos de cascadas y trinos de pajarillos? (p. 48).