El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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Название El jardín de los delirios
Автор произведения Ramón del Castillo
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788418895852



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hay frutas y flores, pero habría que preguntarse cómo es posible que se mantengan siempre vivas. ¿Es por obra y gracia de la divinidad? En la Biblia, lo recuerda Tuan, el Edén es una imagen de inocencia orgánica. En el Apocalipsis apócrifo de san Pablo, la Jerusalén que construye Ezequiel es de oro y está rodeada por un muro de piedras preciosas que alberga un jardín irrigado por cuatro ríos de miel, leche, vino y aceite. Un siriaco del siglo iv, Afraa­tes, afirmó que a sus orillas crecían árboles de diez mil ramas cuyas hojas jamás se caían.24 Sin embargo, la ciudad de Dios es un mundo mineralizado y adornado sin árboles ni agua. En el jardín al estilo de Zoroastro, crecen flores y frutos, pero sobre todo caminos cubiertos de oro y templos de diamantes y perlas, y por lo visto en él tienen un lugar asegurado ingenieros de canales, fuentes y acueductos. En la Divina comedia el paraíso terrenal tiene floresta y dos ríos, el Leteo (que hace olvidar los pecados) y el Eunoë (cuyas aguas reavivan recuerdos de acciones buenas). Beatriz se lleva a Dante al paraíso celestial, sí, pero es un cielo etéreo, sin rocas ni plantas, solo poblado por almas.

      Tampoco es infrecuente que a lo largo de la historia se hayan usado imitaciones de plantas con menos inconvenientes que las reales, o que se hayan manipulado plantas naturales para disimular su decadencia. La crónica de Tuan en Dominance and Affection (1984) vuelve a ser ilustrativa: en China, los emperadores hacían decorar los árboles y arbustos con hojas y flores postizas hechas de telas relucientes, y entre las flores de loto reales mezclaban otras artificiales. Los persas siempre prefirieron los árboles artificiales porque los otros, los orgánicos, podían recordar la limitación y fugacidad del poder. La corte construyó árboles con troncos de plata y ramas de oro y rubí, a veces rodeados de narcisos artificiales en macetas de plata. En Mongolia y en Irán las cortes hicieron algo parecido y a veces no se usaron solo metales nobles y piedras preciosas. Las macetas de flores de papel (luego tan populares) decoraron avenidas suntuosas que conducían hasta los tronos. Los artesanos eran capaces de transformar papel, pasta o cera en plantas, frutos y jardines en miniatura, pero tan modesto arte no estaba solo destinado a la población sin recursos; a la nobleza también le encantaba semejante decoración en tres dimensiones. A los árabes les fascinaron siempre los jardines de palmeras enanas, cuyos troncos también eran recubiertos con piezas de teca sujetas por anillos de cobre dorado (veneraban la palmera como su hogar, pero los troncos no parecían gustarles y solían derrochar mucho decorándolos con materiales preciosos). Tanto ellos como los bizantinos sintieron especial predilección por el árbol mineral, y las leyendas hablan sobre todo de uno en Bagdad con ocho grandes ramas de oro y plata de las que salían muchas otras ramitas cubiertas de frutas fabricadas con piedras preciosas, sobre las que pájaros de materiales preciosos parecían cantar y susurrar en armonía cuando la brisa y el viento los balanceaban. Los cruzados, acostumbrados a otro tipo de huertos y jardines, se debieron de quedar pasmados ante la opulencia jardinera de Oriente, pero incluso antes de las Cruzadas, hacia 968, las crónicas elogiaron el trono imperial de Constantinopla con su árbol dorado, también poblado de pájaros, y los jardines europeos empezaron a imitar el gusto, el brillo y el artificio de los jardines de las cortes árabes y bizantinas. En el siglo xiii, gracias a los relatos de los propios cruzados, el árbol de metales nobles y joyas con pájaros mecánicos cantarines ya era evocado por la poesía como gran símbolo del misterio y la belleza paradisíaca (como en la precuela de Parsifal, el Tirurel de Von Eschenbach, de 1217). En la Europa del siglo xv, a las copas de ciertos árboles se les daba la forma de un paraguas triple y de ellos se hacían colgar frutos artificiales, y en los ritos de primavera el árbol de mayo se hacía de metal. En 1693 en Inglaterra, el sauce hecho de cobre de Chatsworth (del que se hizo una copia en 1829) provocaba sorpresa y gozo cuando brotaban chorros de agua por sus ramas.

      La relación de los seres humanos con lo orgánico es ambigua y el propio jardín es buena prueba de ello, esta es otra de las ideas interesantes que se extraen de la obra de Tuan: se diría que cultivamos jardines porque añoramos la tierra y sus estaciones y tratamos de reproducir a pequeña escala sus ciclos de vida. Sin embargo, también soñamos con un mundo ajardinado más allá de las contingencias de la vida, fantaseamos con jardines hechos con plantas de aluminio o titanio, jardines brillantes y duraderos que han dejado atrás los engorros del mundo vegetal.

      la naturaleza sana, si no hoy, mañana

      Hay otro vínculo entre los trastornos mentales y las plantas que tendría que ver con los espacios de reclusión para los locos. En “El nacimiento del asilo”, Foucault se preguntó por qué en cierto momento se sustituyó la cárcel por la casa rural. El ejemplo que usa es el Retiro de York, el casón del famoso cuáquero Tuke, situado “en medio de una campiña fértil y sonriente; no da la idea de una prisión, sino más bien la de una granja rústica; está rodeada de un jardín cerrado. No hay barrotes, ni rejas en las ventanas” (1967, vol. ii: 190). Parece ser que alrededor del casón había campos cultivados y pastos de ganado. El jardín cerrado contenía un huerto que daba legumbres y frutos abundantes, y ofrecía un espacio agradable de trabajo y de recreo. Los internos también podían dar paseos regulares y hacer algo de ejercicio al aire libre, sentir el paso de las estaciones. Se suponía que el contacto con la naturaleza era benéfico. ¿Por qué? Pinel pensaba que lo que enloquecía a los locos era estar atados, privados de aire y de libertad. Tuke lo veía de otra forma, apoyándose en un presupuesto del siglo xviii: “La locura es una enfermedad no de la naturaleza, ni del hombre mismo, sino de la sociedad”. La locura es una consecuencia de una forma de vida que se aparta de la naturaleza, “pero no pone en cuestión lo que es esencial en el hombre: su pertenencia inmediata a la naturaleza. Deja intacto como un secreto provisionalmente olvidado esta naturaleza del hombre que es al mismo tiempo su razón”. O sea, en la locura la naturaleza no es suprimida, sino olvidada, adormecida, como su razón. Lo curioso es que en medio de la naturaleza (o más exactamente del campo) el loco no recobra la razón a solas. Más bien,

      el grupo humano es devuelto a sus formas más originarias y puras, se trata de recolocar al hombre en sus relaciones humanas elementales, absolutamente conforme al origen. Ello quiere decir que deben ser, a la vez, rigurosamente fundadas y rigurosamente morales […]. Así, el enfermo se encontrará de vuelta a ese punto en el que la sociedad acaba de surgir de la naturaleza y donde se consuma en una verdad inmediata que toda la historia de los hombres ha contribuido, después, a confundir. Se supone que se esfumará, entonces, del espíritu alienado, todo lo que la sociedad ha podido colocar allí de artificio, de vana preocupación, de nexos y de obligaciones ajenos a la naturaleza (ibíd.: 207).

      Esta imagen de la locura –añade Foucault– será implícitamente transmitida en el siglo xix: el internamiento en el asilo sirve para revelar lo que en el hombre hay de inalienable, su verdad, o sea, su razón. Si prolongáramos esa historia a lo largo del xx tendríamos que preguntarnos cómo evolucionó la psiquiatría en la era del positivismo y cómo fue cambiando la idea de que el contacto con la naturaleza tiene efectos reparadores y sanadores. Pero no lo haremos aquí. No estamos bien preparados para hacerlo, ni dispondríamos de espacio en caso de estarlo. Las situaciones que tenemos presentes son recientes, demasiado recientes. Hoy el contacto con la naturaleza se considera beneficioso para los pacientes de centros psiquiátricos y geriátricos. Los jardines y huertos siguen cumpliendo su papel. Los paseos al aire libre se consideran positivos. También se fomenta el contacto con animales de compañía que visitan los centros, logrando efectos muy positivos. Muchas de las terapias y rutinas son como las de hace siglos, otras no. Si los centros no están rodeados de