Ostracia. Teresa Moure

Читать онлайн.
Название Ostracia
Автор произведения Teresa Moure
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788409329564



Скачать книгу

y sistemática. No es extraño que ahora el mío observe y anote en su libretita cuánto puede gozar una araña −dará un cálculo exacto si no hago antes reventar sus aparatos de medida− ni que se levante y cierre cuidadosamente la puerta de la terraza: estará comprobando si el cambio de temperatura puede afectar mi comportamiento.

      −¡No cierres! –protesto con voz mimosa–. Hace mucho calor.

      −Por eso mismo. Vas a ver.

      Y en los minutos siguientes me ahogaré. Perderé seis patas para quedarme con la vulgar silueta de una mujer, yo que antes era pura materia arácnida. Me ahogaré sin verlo, porque no entra ya la luz de la luna en la habitación repentinamente escurecida. Me ahogaré sintiendo cómo me ocupa: carne resbaladiza que sueña ser eterna. No importa si me desprecia: me enamoro.

      Inessa Armand (sin fecha).Papeles encontrados por su hija Várvara. Inédito.

      2

      Es simplemente un hombre. Está en su despacho, dando vueltas con unos papeles en la mano. Atendiendo a los principios que rodean el escenario político donde se mueve, debería ser descrito en términos económicos e históricos, como hijo de Ilia Nikolaevich y de María Alexándrovna, de la familia de los Uliánov, que llega a ostentar un título nobiliario por la absoluta dedicación paterna a progresar en la escala social subiendo, pasito a pasito, en la escala profusa de inspectores de escuela. Considerando la cuestión de género, como le gustaría a la señora Kollontai, tal vez habría que recordar que la desahogada situación económica de sus progenitores permitió a este hombre dedicarse a sus proyectos políticos, puesto que la madre, viuda, administró la hacienda de manera suficientemente ingeniosa como para sostener y dar estudios a los hijos y, en un arrebato de modernidad, también a las hijas. Y la determinación materna, la misma que tiene este hombre que anda dando vueltas por su despacho, no se detuvo, ni siquiera cuando los hijos, –y, ¡ay, también las hijas!–, comenzaron a mostrar atracción por esas nuevas ideas; que si agrarismo, que si terrorismo, que si el mayor es ajusticiado por intentar asesinar al zar, que si las chicas, en vez de aprovechar la oportunidad de ser universitarias, dan en formar parte de células revolucionarias. Que el objetivo de una madre en esta vida es acompañar a los hijos, darles dinero, quererlos, darles dinero, perdonarlos, darles dinero, evitar que se descarríen y, si se descarrían, ir corriendo por un fajo de billetes para sobornar a quien haya que sobornar, que la maternidad es oficio complicado. Menos mal, por tanto, que no es obligatorio describir a este hombre según los principios histórico-dialécticos y podemos tomarnos ciertas licencias, como la de describir a este que pasea por su despacho, hoy bien inquieto, como el animal que también es.

      Entonces habrá que decir que este hombre tiene una boca sensual, de labios carnosos y nariz redondeada, con las fosas nasales algo dilatadas. Como todavía no ha ascendido a la posición de poder que la historia le tiene reservada, va sin barba. El cabello batiéndose en retirada y las ojeras hablan elocuentemente de unas preocupaciones que probablemente no lo dejan dormir bien; el color de la piel denuncia dificultades digestivas y escasa actividad sexual. Pero lo principal en su rostro es una mirada perturbadora, una mirada que atraviesa toda entera a la persona que tiene delante, una mirada que trae la fuerza de otro mundo, aunque no sepamos bien dónde está ese mundo, tal vez en el futuro que sus ojos contemplan esperanzados. Los enemigos de fuera van a exagerar su determinación, ese rasgo materno, como rotunda e inapelable, y su violencia, la contenida y la no contenida. Los enemigos internos, que también los tiene, hablan de que sus ojitos de mongol no se cansan de orientarse para esa linda francesita. Los de fuera y los de dentro, con ideologías opuestas, coinciden sin embargo en asegurar que la francesa, además de haberlo hechizado, duerme en una cama grande y blanda que nunca está fría y ahí se ríen todos al unísono, olvidando las diferencias, que nunca hubo acuerdo más firme que el de criticar a las mujeres por su predisposición al erotismo. Pero él no sabe nada de esto. Porque no es un dios omnisciente, sino apenas un hombre que da vueltas por su despacho. Cualquiera que lo contemplase a través de un agujerito practicado en la pared, si no supiese el personaje que él es, destinado a producir adhesión o repugnancia máximas, vería a alguien que es todo voluntad. Eso, claro está, si no se atreve a más, porque si fuese realmente osada, la observadora afirmaría que esa boca ha sido específicamente diseñada para la voluptuosidad. Lástima que él no lo sepa.

      El hombre, que está viviendo su única vida y, por tanto, no es todavía historia, sino carne humana que palpita, cogió la carta entre las manos otra vez. En la soledad del despacho le resulta posible a veces atender a la correspondencia con su madre, con su hermano Dmitri, con Inessa... ¡Esta mujer es inquietante! Cuando está trabajando se ajusta a la disciplina de manera poco común: le había encargado varias misiones en distintos puntos de Europa y se desenvolvía siempre de forma óptima, por complejo que fuese contactar con alguien, por adversas que fuesen las condiciones meteorológicas o de viaje. Era una mujer fuerte como un caballo, que nunca se intimidaba. Pero cuando entraba en danza la cuestión sentimental, se volvía vulnerable como una criatura. El hombre sonrió con un rictus de tristeza en la boca mientras calibraba si podría pensarse que las mujeres eran todas así, un poco predispuestas a exagerar los sentimientos y para eso comparó mentalmente los comportamientos de Inessa y de su esposa, Nadia Krupskaia, de su madre, de sus hermanas −Anna Ilínichna y María Ilínichna− y concluyó que, al menos sus mujeres, las suyas en particular, lo cierto es que no tenían nada en común que permitiese establecer una inferencia razonablemente válida. Tras el tiempo pasado en Galitzia, Inessa estaba en París y era desde aquella ciudad donde se habían conocido que escribía:

      1 Los textos situados entre aspas fueron escritos por los personajes reales

      Él era un hombre casado, fiel, comprometido con Nadia. Inessa, por muy encantadora criatura que fuese, no debía..., no podía acercarse a él con semejantes objetivos, más propios de un romanticismo decadente que de la praxis real. Menos aún podría aceptarse de ningún modo que escribiese esas cartas. El documento escrito queda fijado y siempre caerá en manos enemigas. Inessa era plenamente consciente de ese peligro: lo que hubiera y lo que no hubiera pasado entre ellos sería reproducido y agigantado. Mancharía la historia. Y no era solo eso. Un revolucionario tiene que saber controlarse, aunque no fuese eso precisamente lo que le gustaba hacer a su gente. Tampoco es que a él le preocupase especialmente lo que hiciesen en sus vidas íntimas, siempre que supiesen que todo estaba sujeto a una causa superior. Taratuta y Andrikanis, dos bolcheviques auténticos, de pies a cabeza, habían engañado a unas muchachas para que se casasen con ellos cuando lo único que querían era financiar con su dote la facción bolchevique. El hombre que es todo voluntad, que se llamaba a sí mismo Vádia cuando estaba solo, acompaña de gestos su reflexión. Todos en casa sabían que, si no hacían ruido antes de entrar por la puerta de su despacho, era fácil sorprenderlo y provocarlo a dar un grito de alarma, como si estuviese en otro mundo y fuese obligado a regresar abruptamente, tal era de potente su vida interior. Su fama de reflexivo no era, esta vez no, un rumor más: Vladimir Ilich se concentraba en sus asuntos exactamente como el jugador frustrado de ajedrez que era. Por eso, en ese instante, al recordar la bravuconada de Taratuta y Andrikanis, pega un fuerte puñetazo en la mesa. Inmediatamente, lo asalta también el caso de Kamo, que había llegado a cometer la animalada de asaltar bancos para la causa. Siempre los había defendido en público a los tres. Era una reacción casi automática. Porque V.I. sabía que los revolucionarios no deben dejarse escandalizar. Cuando algunos de sus colaboradores se llevaban las manos a la cabeza y hablaban de dignidad, lamentando los excesos de estos camaradas, se sentía especialmente