Las teorías literarias y el análisis de textos. Adriana Azucena Rodríguez

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Название Las teorías literarias y el análisis de textos
Автор произведения Adriana Azucena Rodríguez
Жанр Документальная литература
Серия Programa Universitario del Libro de Texto
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786070280542



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tiempo de lectura y el tiempo en que ocurren los acontecimientos son simultáneos.

      Seleccionar más de un texto con la misma temática. Se propone, por ejemplo, la lectura de los textos: “Encuentro” de Octavio Paz, y “El que vio su cadáver” de Rodolfo Benavides. A continuación, se ofrecen los textos con la lista de indicaciones para el análisis y la crítica.

      El que vio su cadáver

      Cuando don Braulio Chavarría entró en el despacho del licenciado lo saludó diciendo:

      —¡Usted no se va a morir, al menos en poco tiempo!

      —¿Por qué, licenciado?

      —Porque en este momento estaba pensando en usted —contestó extrañado don Braulio.

      —Mire —repuso el abogado estirando un papel con los filos negros.

      —¡Caramba, una esquela de defunción! ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

      —Siéntese, que los cinco minutos de que yo dispongo los voy a dedicar a un amigo ahora muerto —insistió el abogado abriendo una cajetilla de cigarros de donde ofreció a Chavarría, y continuó—: Escuche, un viejo cliente me platicó hace años algo desconcertante. Sucede que iba por las calles de Pino Suárez en la mañana, a esa hora en que hay tantísimos movimientos de peatones y vehículos, cuando vio delante de él, como a unos seis u ocho metros, su propia persona reproducida en todos sus detalles.

      —¡Ésa sí que es buena, licenciado, ésa sí que es buena! —exclamó don Braulio, alegrándose el rostro.

      —Sí, señor. Intrigado por esa aparición, trató de acortar la distancia para verle la cara al que creía su doble; pero éste no se dejaba alcanzar. El perseguidor tenía la certidumbre de que era él mismo; y como en dos cuadras no pudo dar alcance a su otro yo, deseó ardientemente que volteara para verle la cara y…

      —¡Y no era! ¿verdad? —contestó riendo don Braulio al soltar una bocanada de humo.

      —Por el contrario, don Braulio, era él, como si estuviera mirándose en un espejo.

      —¿Sí? —preguntó Chavarría intrigado.

      —Sí. Se quedó tan estupefacto, que ya ni caminó y entonces vio a un hombre salido sabrá Dios de dónde, que se echó encima de su doble con un puñal en la mano.

      —¿Y qué sucedió? ¿Hirió al otro yo?

      —No, la impresión lo sacudió tan fuerte que la visión desapareció con el atacante y todo. Esto me lo contó algún tiempo después de haber ocurrido, pues le daba vergüenza referirlo, puesto que a sí mismo se consideraba un desequilibrado.

      —Pues para mí, licenciado, que sí lo era —aseguró Chavarría arrellanándose en su butaca.

      —Está usted en un error, señor Chavarría —replicó el abogado un poco molesto—. Él no era un desequilibrado. La historia registra varios casos auténticos de esta índole. En Francia se hizo notable una maestra porque con frecuencia se le veía en dos sitios distintos a la vez, y con esto llegó al grado de perder varios empleos, por lo cual tuvo que mudarse varias veces de ciudad; y ella reconocía que era cierto, pues a sí misma muchas veces se vio a distancia.

      —Oiga, oiga, abogado, eso ya se va pasando de la raya.

      Sin embargo se relata la historia como verídica. Bastaba que ella tuviera el deseo de ir a un lugar para obtener alguna cosa para que en ese lugar, en donde estaba la cosa deseada, la vieran. En cierta ocasión, al estar dando clase, explicaba a sus alumnos algo relacionado con ciertas flores que había en el jardín, y los alumnos que la escuchaban vieron desde la ventana su reproducción en el jardín, y no hubo lugar a dudas, pues personas que había por allí también la vieron. Esta fue una de las veces que perdió el empleo.

      Don Braulio iba tomando todo aquello a broma y sonrió. El licenciado continuó:

      —Hay varios casos de esta índole que no quiero perder el tiempo en relatarle, pues tengo que irme, y por ello me concretaré a mi amigo.

      —¿El que fue atacado en Pino Suárez?

      —El mismo. Cuando salió de su atolondramiento trató de comprender aquello, y en eso iba cuando, cerca de San Lucas, es decir, unas seis calles adelante, salió un ebrio de una taberna empuñando una daga con la cual lo atacó; pero mi amigo, que reconoció en ese hombre al atacante de unos minutos antes, esquivó ágilmente el golpe y el borracho se fue de bruces hasta la mitad de la calle a donde lo atropelló un auto.

      —¡Vaya, bonito desenlace!

      —Sí, pero no termina allí. Él había olvidado la importancia del incidente, que a veces relataba con reservas, más bien como un chiste; sin embargo, hace unas tres semanas llegó a su casa por la tarde encontrándola desierta porque su esposa se había ido al cine con los muchachos. Se dirigió a su recámara, que encontró con los muebles cambiados de lugar según es costumbre de muchas amas de casa. Iba a botarse en la cama, cuando se vio tendido en ella. No lo quiso creer y abandonó la estancia asustado, trémulo. Poseído de incertidumbre, volvió con precauciones acercándose a la cama. ¡No había lugar a dudas respecto del realismo de la visión, pues allí estaba tendido, rígido y con una palidez de cadáver! Se siguió acercando lentamente hasta tener el cuerpo a sólo un metro de distancia, le faltaba solamente palparlo para estar seguro que allí estaba lo que se negaba a creer. Estiraba la mano para tentarlo, cuando desapareció de su vista, y, con él el escenario que lo rodeaba, es decir, que los muebles y todo volvieron al lugar que desde hacía semanas ocupaban.

      Rodolfo Benavides, La visita del muerto, México, Editores Mexicanos, 1968.

      Encuentro

      Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado,decidí seguirme. El desconocido —escribo con reflexión esta palabra— descendió las escaleras del edificio, cruzó la puerta y salió a la calle. Quise alcanzarlo, pero él apresuraba su marcha exactamente con el mismo ritmo con que yo aceleraba la mía, de modo que la distancia que nos separaba permanecía inalterable. Al rato de andar se detuvo ante un pequeño bar y atravesó su puerta roja. Unos segundos después yo estaba en la barra del mostrador, a su lado. Pedí una bebida cualquiera mientras examinaba de reojo las hileras de botellas en el aparador, el espejo, la alfombra raída, las mesitas amarillas, una pareja que conversaba en voz baja. De pronto me volví y lo miré larga, fijamente. Él enrojeció, turbado. Mientras lo veía, pensaba (con la certeza de que él oía mis pensamientos): “No, no tiene derecho. Ha llegado un poco tarde. Yo estaba antes que usted. Y no hay la excusa del parecido, pues no se trata de semejanza, sino de sustitución. Pero prefiero que usted mismo se explique…”

      Él sonreía débilmente. Parecía no comprender. Se puso a conversar con su vecino. Dominé mi cólera y, tocando levemente su hombro, lo interpelé:

      —No pretenda ningunearme. No se haga el tonto.

      —Le ruego que me perdone, señor, pero no creo conocerlo.

      Quise aprovechar su desconcierto y arrancarle de una vez la máscara:

      —Sea hombre, amigo. Sea responsable de sus actos. Le voy a enseñar a no meterse donde nadie lo llama…

      Con un gesto brusco me interrumpió:

      —Usted se equivoca. No sé qué quiere decirme.

      Terció un parroquiano:

      —Ha de ser un error. Y además, esas no son maneras de tratar a la gente. Conozco al señor y es incapaz…

      Él sonreía, satisfecho. Se atrevió a darme una palmada:

      —Es curioso, pero me parece haberlo visto antes. Y sin embargo no podría decir dónde.

      Empezó a preguntarme