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publicaron un artículo, ya clásico, en el que argumentaban que el género es algo que hacemos, no lo que somos. Exponían que los hombres y las mujeres somos tachados/as de inmorales si fracasamos al construir nuestro género de acuerdo con las expectativas; la violencia que se observa contra las personas transgénero apoya ciertamente este argumento. Otras sociólogas y sociólogos, más focalizados en el estudio de la desigualdad que se da en organizaciones sociales como las empresas y las familias, dieron una explicación estructural para entender las diferencias sexuales en el trabajo. En 1977, Kanter aplicó un marco teórico estructural sobre género en su libro Men and Women of the Corporation (Mayhew, 1980). El estudio de caso de Kanter demostró que la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la existencia de un poder masculino de élite y el número reducido de mujeres en puestos relevantes eran los responsables de la desigualdad de género en el trabajo, y no la diferencia de personalidades tipificadas de mujeres y hombres. Estas dos trayectorias de investigación se desarrollaron de forma independiente. De hecho, si bien cada una de las tradiciones hizo lo posible por distanciarse del paradigma de los roles sexuales, por aquel entonces ampliamente aceptado, también es cierto que este alejamiento se produjo igualmente entre ambas propuestas. Reviso aquí el desarrollo de cada una de ellas. Un poco más tarde, la psicología social aportó la investigación sobre las expectativas de estatus y la investigación psicológica sobre el sesgo cognitivo (Ridgeway, 2001; Ridgeway y Correll, 2004) al estudio sociológico del género. Por último, a finales del siglo XX, cuando la sociología experimentó su giro cultural, fue creciendo la preocupación por comprender las lógicas macroculturales que sustentan la desigualdad de género (Swidler, 1986; Hays, 1998; Blair-Loy, 2005) (véase la figura 1.3 como muestra de las tradiciones sociológicas).

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      Fig. 1.3. Desde los roles de género a las alternativas sociológicas.

      El replanteamiento hacia las explicaciones estructurales del género se produjo como reacción al énfasis previo puesto en lo meramente individual (Mayhew, 1980). La sociología que se posiciona en esta perspectiva argumenta que las demandas de nuestro propio campo de estudio nos llevan a analizar cómo la estructura social determina el comportamiento humano directamente, en lugar de hacerlo la socialización. Kanter (1977) precisó la contradicción entre lo individual y lo estructural al sugerir que era la organización del trabajo, y no las personas trabajadoras, la responsable de la desigualdad de género en los salarios. Las personas trabajadoras que ocupan posiciones de menor poder formalizado y con menos posibilidades de promoción están menos motivadas y son menos ambiciosas en el trabajo; así mismo, raramente se las percibe como líderes y ejercen como jefas más autoritarias cuando ocupan cargos de rango menor. Kanter identificó que estas características eran muy comunes en hombres y mujeres de color, dado que ocupaban fundamentalmente puestos de poco poder y que ofrecían pocas oportunidades. Esta circunstancia ocasionaba que fuesen estereotipadas como líderes menos motivadas y efectivas. Además, era anecdótico el que las mujeres y los hombres de color ocupasen posiciones de liderazgo, y el desequilibrio en la proporción de sexos y razas en sus lugares de trabajo conllevaba que se enfrentaran a un examen mucho más minucioso, así como a valoraciones negativas. Del estudio de caso de Kanter sobre una de las principales centrales de una compañía de seguros se desprendía que la mayoría de hombres blancos que ocupaban posiciones con poca movilidad ascendente y escaso poder en la organización también cumplían con el estereotipo de jefe ineficaz en la microgestión. Las aparentes diferencias de género en el estilo de liderazgo reflejan los roles desfavorecidos de las mujeres en la organización, no sus personalidades. El trabajo de Kanter ha tenido una destacada influencia en los estudios de género. En su ambicioso metaanálisis sobre la investigación en diferenciación sexual, Epstein (1988) priorizó el argumento socioestructural para sugerir que las diferencias que se daban entre hombres y mujeres eran resultado de los roles y las expectativas sociales, y que actuaban como «distinciones engañosas» (el título del libro). Si a hombres y mujeres se les ofrecieran las mismas oportunidades y limitaciones, las diferencias entre unos y otras se desvanecerían rápidamente, según entendía Epstein. Partiendo de esta premisa, el género se podría considerar más un engaño que una realidad. En el epicentro de esta afirmación se encuentra la idea de la neutralidad del género. Unas condiciones estructurales similares dan lugar a un comportamiento similar de hombres y mujeres; el problema simplemente es que rara vez se les permite desarrollar los mismos roles sociales a unas y a otros.

      Esta perspectiva resulta políticamente seductora, pues sugiere que el progreso se puede dar de una manera rápida. Cambia la ratio de mujeres respecto a la de hombres, la estructura en sí misma, y acabarás con el sexismo. Desafortunadamente, las investigaciones que han puesto a prueba esta idea concluyeron que la cuestión resultaba mucho más compleja. En una revisión de investigaciones sobre puestos de trabajo, Zimmer (1988) identificó que la desigualdad de género no se explicaba solo por la posición estructural de las mujeres como grupo subordinado. Según esta teoría, que alude a la neutralidad de género, cualquier grupo que se encuentre en una posición mayoritaria se convertirá en el de mayor poder, y el grupo que esté en la minoritaria se verá en desventaja; sin embargo, no se margina a los hombres cuando son minoría en un lugar de trabajo, sino que siguen gozando de una posición de ventaja. Las investigaciones indican que los enfermeros hombres ocupan los puestos de administración en los hospitales y los maestros hombres ascienden rápidamente a los puestos de dirección en los centros escolares. Ascienden hasta lo más alto con las escaleras de cristal (Williams, 1992). Por supuesto, esto no se puede aplicar a todos los hombres. La bibliografía más reciente sugiere que son solo los hombres blancos los que ascienden en su escalera de cristal hasta la cúspide, mientras que los de color que ocupan puestos de trabajo feminizados se quedan en los primeros peldaños de la escalera (Wingfield, 2009). Tanto el estatus de género como el racial constituyen una desventaja en las organizaciones. Otras investigaciones indican que la ventaja masculina se amplía a todo tipo de organizaciones, tanto si el número de mujeres es simbólico como si no.

      Este nuevo giro hacia explicaciones estructurales pronto se aplicó al campo de estudio de la familia. Yo misma fundamenté mi tesis, Necesidad e invención de la maternidad, en la teoría de Kanter. Mi hipótesis sugería que las diferencias entre la maternidad y la paternidad respondían exclusivamente a las expectativas volcadas sobre las madres como cuidadoras principales. Estudié a hombres que debían asumir el cuidado de sus hijas e hijos en solitario (viudos o abandonados por sus mujeres) y los comparé con madres en solitario y padres y madres casados/as; comparé su feminidad y su masculinidad, pero también la asunción del trabajo doméstico, las técnicas de crianza y la relación paterno-filial. Mi hipótesis era que los padres en solitario actuaban del mismo modo que las madres en solitario; sin embargo, los resultados (Risman, 1987) sugirieron una explicación mucho más compleja. Los padres en solitario se parecían a las madres en muchas cosas. Se describían a sí mismos con caracteres más femeninos (por ejemplo, como cuidadores y empáticos) de los que usaban los otros padres, lo que demuestra que los rasgos de personalidad son maleables según las circunstancias. No obstante, incluso en el caso de los hombres que ejercían como cuidadores principales se daban diferencias estadísticamente significativas respecto a las madres en varios ítems, incluyendo sus puntuaciones en las medidas de masculinidad y crianza. Se parecían más a las madres que otros hombres, pero no eran igual a ellas. Ha habido otras investigaciones que se han sustentado parcialmente en las explicaciones estructurales. En un estudio en el que se analizaron historias de vida de mujeres de la generación del baby boom americano, Gerson (1985) concluyó que la socialización de estas y sus preferencias como adolescentes no predecían a sus estrategias ante las «decisiones difíciles» (título del libro) para conciliar los compromisos laborales con los familiares. La mejor explicación de por qué las mujeres «eligen» entre una vida doméstica o una centrada en el trabajo reside en la estabilidad marital o el éxito laboral. Aquí las condiciones estructurales de la vida cotidiana resultan ser más importantes que los yo femeninos, pero no constituyen la única explicación relevante.

      La mayoría de las investigaciones sobre maridos y mujeres que pretenden probar la importancia de los factores estructurales a la hora de explicar el comportamiento no han logrado