Название | Historia del pensamiento político del siglo XIX |
---|---|
Автор произведения | Gregory Claeys |
Жанр | Социология |
Серия | Universitaria |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788446050605 |
Al igual que sus contemporáneos ingleses, los escritores románticos alemanes achacaban los defectos de la mente dieciochesca a las limitaciones de la epistemología ilustrada, pero también criticaban la concepción jurídica del Estado que asociaban al absolutismo. Novalis capta muy bien la actitud romántica, en el caso de la primera de estas cuestiones, cuando afirma que a los pensadores ilustrados les fascinaba la refracción de la luz, pero ignoraban «el juego de color» que desprendía (Novalis, 1969b, pp. 508-509). Estas fuerzas «misteriosas» y «maravillosas» sólo podían apreciarse a través de las intuiciones de la inteligencia poética; la razón por sí misma no las captaba. Müller, que se mostró mucho más hostil hacia el racionalismo que otros románticos políticos, creía que esta capacidad intuitiva conllevaba la capacidad de «formar ideas», es decir, concepciones de las cosas inmersas en procesos de desarrollo y en calidad de partes de unidades «orgánicas» más completas. La imagen del mundo suministrada por las ideas era mucho más completa que la generada por «conceptos», que simplemente amalgamaban datos y no captaban las complejidades de los fenómenos naturales o humanos. Cabía aplicar esta distinción en diversos contextos. Por ejemplo, Müller alababa las prácticas retóricas de la Cámara de los Comunes británica, porque expresaban el espíritu de lo viviente, y criticaba tanto la mala oratoria como la «ciencia», porque no desvelaban ni descubrían ese espíritu vital (Müller, 1978, p. 185; Reiss 1955, p. 156). Esto no era baladí, pues Müller creía que los rasgos destructivos de la actividad revolucionaria eran el resultado de intentos malogrados de reconstruir la política sobre principios que atentaban contra las dimensiones espirituales de la vida humana (Reiss, 1955, p. 153).
Las críticas románticas a los frutos políticos de la Ilustración giraban en torno a los defectos de su concepción jurídica del Estado. Sobre todo, rechazaban la afirmación (tanto de los defensores del absolutismo dieciochesco como de los revolucionarios) de que el Estado era el resultado de un contrato celebrado entre poseedores de derechos naturales. En su opinión, el Estado debía apelar a los afectos de sus súbditos y no sólo a su interés individual (Beiser, 1992, pp. 236-239; Berdahl, 1988, pp. 99-103; Krieger, 1972, pp. 53 ss.; Scheuner, 1980, pp. 23-25). La advertencia de Novalis contra los peligros de un Estado que intentara «la cuadratura del círculo» del interés propio fue reelaborada por Schlegel en una serie de conferencias pronunciadas en 1804-1805 (Novalis, 1969c, n.o 36). En ellas Schlegel trazaba una estricta distinción entre la ley «racional» y la «natural», disociando a esta segunda del individualismo al convertirla en el semillero de un Estado orgánico.
Schlegel afirmaba que, aunque la ley racional deificaba la libertad, no explicaba por qué era tan sacrosanta. Como consideraba que las entidades colectivas –la familia, la comunidad o el Estado– eran una amenaza para la libertad, la ley racional generaba desunión y disolución en vez de armonía y unidad. En cambio, la ley natural surgía de una entidad social unificadora: la familia patriarcal. Esta institución encarnaba un sistema de autoridad basado en el amor y en la lealtad. Fomentaba por ello la moral, más que las relaciones puramente naturales representadas en el estatus de los patriarcas: unas figuras que no eran sólo cabezas de familia, sino asimismo símbolos de Dios y representaciones de la justicia de la condición natural (Schlegel, 1964, pp. 104-106; 1966, p. 549). Sus posibilidades se veían limitadas por el escaso alcance de la familia y por los conflictos resultantes del ejercicio unilateral del derecho natural a la venganza (Schlegel, 1964, p. 123). Aunque el Estado eliminaba estas tensiones, Schlegel consideraba que su función reguladora tenía una importancia menor. El rasgo más significativo del Estado era que encarnaba «la idea de moralidad», es decir, «la educación moral y la perfectibilidad de la humanidad» (Schlegel, 1964, pp. 111, 122; cfr. Beiser, 1992, pp. 255-260). Como meta guardaba cierta similitud con las ideas cosmopolitas del primer Romanticismo pero, tras 1800, Schlegel la asoció a esa forma de comunidad expandida y unificada posibilitada por el Estado, cuyo papel en el desarrollo humano lo convertía en una necesidad moral; los súbditos lo reconocían y de ahí que le brindaran su lealtad.
La insistencia de los románticos en que la relación entre el Estado y sus súbditos era consecuencia de la fe, no de un contrato ni del temor, fue un elemento clave para su intento de reemplazar la concepción legalista del Estado por otra basada en un sentimiento de identidad comunitaria. El Estado como comunidad se basaba en valores afectivos y solidarios, como el amor, y no en fórmulas jurídicas diseñadas para proteger el interés individual. Para Schlegel, el Estado era «un gran individuo moral», forjado en el afecto y en la fe; no era un artilugio mecanicista generado por contrato y mantenido gracias al poder de un monarca absoluto o de un pueblo soberano (Schlegel, 1964, pp. 122-124; cfr. Faber, 1978, p. 60).
Müller era partidario de estos sentimientos, pero consideraba al Estado una totalidad autárquica y no lo relacionaba con la meta universal de la perfección humana. Inscribió este relato del Estado en su concepción de la estructura bipolar del mundo natural y el mundo social (Müller, 1804; Berdahl, 1988, pp. 165-166; Klaus, 1985, pp. 40-41; Koehler, 1980, pp. 20, 53, 59, 79-80, 86, 98; Reiss, 1955, pp. 29-30). En política, el principio conservador y el innovador, la edad avanzada y la juventud, generaban, junto al principio masculino de la ley y el femenino del amor, una unidad centrada en la «idea de Estado», definido por Müller como «la íntima asociación de todo el patrimonio físico y espiritual [en un] todo grandemente energético, infinitamente activo y vivo. El Estado es ese punto en el que coinciden todos los intereses físicos y mentales de un ser humano» (Müller, 1922, I, p. 39; Reiss, 1955, p. 150; cfr. Immerwahr, 1970, p. 34).
Al igual que otros románticos alemanes, Müller rechazaba la imagen del Estado como máquina, que implicaba que funcionaba según estándares mecánicos[8]. Tampoco le gustaban los intentos de aplicar al Estado la doctrina del derecho natural. La «idea de derecho» resultaba de la oposición entre un elemento físico o positivo, de un lado, y, de otro, un elemento «espiritual o universal, y universalmente válido». La coexistencia de lo positivo y de lo universal producía un sistema regulador que reflejaba el carácter fluido, expansivo, del Estado. La «idea de derecho nunca concluye ni se completa, sino que se mantiene siempre en un proceso de expansión viva e infinita» (Müller, 1922, I, pp. 41-42; Gottfried, 1967, pp. 236-237). El derecho expresaba, como el Estado mismo, la conciencia de una comunidad orgánica. Era producto de la conciencia, no una creación arbitraria del soberano (cfr. Zilkowski, 1990, pp. 95-96).
Existen grandes paralelismos entre la crítica que hace Müller a la base contractual del individualismo político y la aplicación (con claros tintes antiindividualistas) de la tradición del derecho común defendida por Edmund Burke en la década de 1790. Las ideas de Burke eran bien conocidas en Alemania, donde era admirado por Müller y otros contemporáneos suyos. Pero los románticos alemanes combinaban su idea historicista del derecho con elementos que guardaban cierta afinidad con las teorías patriarcales del