Название | Ana Karenina |
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Автор произведения | Liev N. Tolstói |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9782384230167 |
–Aunque el camino es muy malo, no osé desobedecer las órdenes de Vuestra Señoría. Tuve que apresurarme mucho, pero llegué a la hora. Tengo el gusto de saludarle, Constantino Dmitrievich.
Y se dirigió a Levin, tratando también de estrechar su mano. Pero Levin, con las cejas fruncidas, fingió no ver su gesto y comenzó a sacar las chochas del morral.
–¿Cómo se llama ese pájaro? –preguntó Riabinin, mirando las chochas con desprecio–. Debe de tener cierto regusto de…
Y movió la cabeza en un gesto de desaprobación, como pensando que las ganancias de la caza no debían de cubrir los gastos.
–¿Quieres pasar a mi despacho? –preguntó Levin a Oblonsky en francés, arrugando aún más el entrecejo–. Sí; pasad al despacho y allí podréis hablar más cómodamente y sin testigos.
–Bien, como usted quiera –dijo Riabinin.
Hablaba con desdeñosa suficiencia, como deseando hacer comprender que, si hay quien halla dificultades sobre la manera en hay que terminar un negocio, él no las conocía nunca.
Al entrar en el despacho, Riabinin miró buscando la santa imagen que se acostumbra colgar en las habitaciones, pero, al no verla, no se persignó. Después miró las estanterías y armarios de libros con la expresión de duda que tuviera ante las chochas, sonrió con desprecio y movió la cabeza, seguro ahora de que aquellos gastos no se cubrían con las ganancias.
–¿Qué?, ¿ha traído el dinero? –preguntó Oblonsky–. Siéntese…
–Sobre el dinero no habrá dificultad. Venía a verle, a hablarle…
–¿Hablar de qué? Siéntese, hombre.
–Bueno; nos sentaremos –dijo Riabinin, haciéndolo y apoyándose en el respaldo de la butaca del modo que le resultaba más molesto–. Es preciso que rebaje el precio, Príncipe. No se puede dar tanto. Yo traigo el dinero preparado, hasta el último copeck. Respecto al dinero no habrá dificultades…
Levin, después de haber puesto la escopeta en el armario, se disponía a salir de la habitación, pero al oír las palabras del comprador, se detuvo.
–Sin eso se lleva ya usted el bosque regalado. Mi amigo me ha hablado demasiado tarde, si no habría fijado el precio yo –dijo Levin.
Riabinin se levantó y, sonriendo en silencio, miró a Levin de pies a cabeza.
–Constantino Dmitrievich es muy avaro –dijo, dirigiéndose a Oblonsky y sin dejar de sonreír–. En definitiva, no se le puede comprar nada. Yo le hubiese adquirido el trigo pagándoselo a buen precio, pero…
–¿Querría acaso que se lo regalara? –repuso Levin–. No me lo encontré en la tierra ni lo robé.
–¡No diga usted eso! En nuestros tiempos es decididamente imposible robar. Hoy, al fin y al cabo, todo se hace a través del juzgado y de los notarios; todo honesta y lealmente… ¿Cómo sería posible robar?
Nuestros tratos han sido llevados con honorabilidad. El señor pide demasiado por el bosque, y no podría cubrir los gastos. Por eso le pido que me rebaje algo.
–¿Pero el trato está cerrado o no? Si lo está, sobra todo regateo. Si no lo está, compro yo el bosque –dijo Levin.
La sonrisa desapareció de súbito del rostro de Riabinin y se sustituyó por una expresión dura, de ave de rapiña, de buitre… Con dedos ágiles y decididos, desabrochó su levita, mostrando debajo una amplia camisa, desabrochó los botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y sacó rápidamente una vieja y abultada cartera.
–El bosque es mío, con perdón –dijo, santiguándose a toda prisa, y adelantando la mano–. Tome el dinero, el bosque es mío. Riabinin hace así sus negocios, no se entretiene en menudencias.
–En tu lugar yo no me apresuraría a cogerle el dinero ––dijo Levin.
–¿Qué quieres que haga? –repuso Oblonsky con extrañeza–. He dado mi palabra.
Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin movió la cabeza y miró hacia la puerta sonriente.
–¡Cosas de jóvenes, niñerías! Si lo compro, crea en mi lealtad, lo hago sólo porque se diga que fue Riabinin quien compró el bosque y no otro. ¡Dios sabe cómo me resultará! Puede usted creerme. Y ahora haga el favor: fírmeme usted el contrato.
Una hora después, Riabinin, abrochando su gabán cuidadosamente y cerrando todos los botones de su levita, en cuyo bolsillo llevaba el contrato de venta, se sentaba en el pescante del charabán para volver a su casa.
–¡Oh, lo que son estos señores! –dijo a su encargado–. Siempre los mismos.
–Claro –repuso el empleado entregándole las riendas y ajustando la delantera de cuero del vehículo–. ¿Puedo felicitarle por la compra, Mijail Ignatich?
–¡Arte, arte! –gritó el comprador animando a los caballos.
Capítulo 17
Esteban Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.
El asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin. Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como había comido.
Levin, en efecto, estaba de mal humor y, pese a su deseo de mostrarse amable y cariñoso con su caro amigo, no lograba dominarse. La embriaguez que le produjo la noticia de que Kitty no se había casado se había ido desvaneciendo en él poco a poco.
Kitty no estaba casada y se hallaba enferma, enferma de amor por un hombre que la despreciaba.
Parecíale que en lo sucedido había también como una vaga ofensa para él. Vronsky había desdeñado a quien desdeñara a Levin… Vronsky, pues, tenía derecho a despreciar a Levin. En consecuencia, era enemigo suyo.
Pero Levin no quería razonar sobre ello. Sentía que había algo ofensivo para él y se irritaba no contra la causa, sino contra cuanto tenía delante. La necia venta del bosque, el engaño en que Oblonsky cayera y que se había consumado en su casa, le irritaba.
–¿Terminaste ya? –preguntó a Esteban Arkadievich al encontrarle arriba–. ¿Quieres cenar?
–No me niego. Se me ha despertado en este pueblo un apetito fenomenal. ¿Por qué no has invitado a Riabinin?
–¡Que se vaya al diablo!
–¡Le tratas de un modo! –dijo Oblonsky–. Ni le has dado la mano. ¿Por qué haces eso?
–Porque no doy la mano a mis criados y, sin embargo, valen cien veces más que él.
–Eres, decididamente, un retrógrado. ¿Y la confraternidad de clases? –preguntó Oblonsky.
–Quien desee confraternizar, que lo haga cuanto quiera. A mí lo que me asquea, me asquea.
–Eres un reaccionario cerril.
–Te aseguro que no he pensado nunca en lo que soy. Soy Constantino Levin y nada más.
–Y un Constantino Levin malhumorado –comentó, riendo, Esteban Arkadievich.
–¡Sí: estoy de mal humor! ¿Y sabes por qué? Permíteme que te lo diga: por esa estúpida venta que has hecho.
Esteban Arkadievich arrugó las cejas con benevolencia, como hombre a quien acusan y ofenden injustamente.
–Basta –dijo–. Cuando uno vende algo sin decirlo, todos le aseguran después que lo que vende valía mucho más. Pero cuando uno ofrece algo en venta, nadie le da nada. Veo