Название | Ana Karenina |
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Автор произведения | Liev N. Tolstói |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9782384230167 |
–De nada –repuso turbado Constantino.
–Si no lo queréis decir, no lo digáis. Pero no tienes por qué hablar con ella de nada. Es una ramera, y tú un señor –exclamó haciendo un movimiento convulsivo con el cuello–. Ya veo que te haces cargo de mi situación y comprendes mis extravíos y me los perdonas. Te lo agradezco –añadió levantando la voz.
–¡Nicolás Dmitrievich, Nicolás Dmitrievich! –murmuró María Nicolaevna, acercándose a él.
–¡Está bien, está bien!… ¿Y la cena? ¡Ah, ahí viene! –exclamó, viendo subir al camarero con la bandeja, ¡Póngala aquí! –añadió con irritación. Y llenándose un vaso de vodka, lo vació de un trago.
–¿Quieres beber? –preguntó a su hermano, animándose al punto–. Bueno, dejémosle correr a Sergio Ivanovich; sea como sea, estoy contento de verte. Quieras o no, somos de la misma sangre –prosiguió, mascando con avidez una corteza de pan y bebiendo otra copa–. ¿Qué es de tu vida? Vamos, bebe. Y dime lo que haces.
–Vivo solo en el pueblo, como antes, y me ocupo de las tierras –repuso Constantino, mirando disimuladamente, con horror, la avidez con que comía y bebía su hermano.
–¿Por qué no te casas?
–No se ha presentado aún la ocasión –respondió Constantino poniéndose rojo.
–¿Por qué no? Tú no eres como yo, que estoy acabado y con la vida perdida. He dicho y diré siempre que si se me hubiese dado mi parte de la herencia cuando la necesitaba, mi existencia habría sido diferente.
Constantino se apresuró a cambiar de tema.
–¿Sabes que a tu Vaniuchka lo tengo en Pokrovskoe de tenedor de libros?
Nicolás movió el cuello y quedó pensativo.
–¿Sí? Y dime: ¿qué hay de nuevo en Pokrovskoe? ¿Y la casa? ¿Sigue como antes? ¿Y los abedules, y el cuarto donde estudiábamos? ¿Es posible que viva aún Felipe, el jardinero? ¡Cómo me acuerdo del pabellón y el diván! Mira: no cambies nada en la casa, cásate y déjalo todo como estaba. Y si tu mujer es buena, iré a verte… Ya habría ido, pero me contuvo siempre el temor de encontrarme con Sergio.
–No le encontrarías. Vivo independiente de él.
–Bien: sea como sea has de escoger entre Sergio y yo –murmuró Nicolás, mirándole tímidamente.
Aquella timidez conmovió a Constantino.
–Si quieres que te sea franco, no deseo intervenir en vuestra querella. Tú tienes la culpa en la forma y él la tiene en el fondo.
–¡Has comprendido! –exclamó jovialmente Nicolás.
–Yo, personalmente, aprecio más tu amistad, porque…
–¿Por qué?
Constantino no osó decirle que era porque le veía desgraciado y necesitaba más su amistad que Sergio.
Pero Nicolás comprendió y cogió en silencio la botella de vodka.
–Basta ya, Nicolás Dmitrievich –dijo María Nicolaevna, alargando su redondo brazo desnudo hacia la botella.
–¡Déjame o te pego! –gritó Nicolás.
María Nicolaevna sonrió bondadosamente, de un modo suave, que se contagió a Nicolás, y cogió la botella.
–¿Te figuras que Macha no es inteligente? –dijo Nicolás–. Lo comprende todo mejor que nosotros. ¿Verdad que parece buena y simpática?
–¿Nunca había estado usted antes en Moscú? –le preguntó Constantino, por decir algo.
–No la trates de usted. Se asusta. Nadie le ha hablado de usted jamás, excepto el juez que la juzgó cuando la llevaron al Tribunal porque trató de huir de aquella casa… ¡Dios mío! –exclamó Nicolás–. ¡Cuánta falta de sentido hay en el mundo! ¿Para qué sirven tantas nuevas instituciones, tantos jueces de paz, tantos zemstvos! ¡Qué estupideces!
Y comenzó a relatar sus luchas con aquellas nuevas instituciones.
Constantino Levin le escuchaba, y las mismas censuras que había expresado él tantas veces le desagradaba oírlas ahora de labios de su hermano.
–Todo eso lo veremos claro en el otro mundo –dijo bromeando.
–¿El otro mundo? Ni me interesa ni lo deseo –dijo Nicolás, posando en el semblante de su hermano sus ojos salvajes y asustados–. Parece que habría de ser motivo de alegría salir de toda la vileza y maldad que nos rodea, de la nuestra y de la de los demás; y, sin embargo, tengo miedo de la muerte, un miedo terrible –y se estremeció–. Anda, bebe algo. ¿Quieres champaña? ¿Quieres acaso que salgamos? Podríamos ir a oír a los zíngaros. ¿Sabes? Ahora me gustan mucho los zíngaros y las canciones populares rusas.
La lengua no le obedecía y su conversación saltaba de un tema a otro. Constantino, ayudado por Macha, le convenció de no ir a sitio alguno y entre los dos le acostaron completamente bebido. Macha prometió escribir a Constantino en caso necesario a intentar convencer a Nicolás de que fuera a vivir con su hermano.
Capítulo 26
Constantino Levin salió de Moscú por la mañana y llegó a su casa por la tarde. En el vagón trabó conversación con sus compañeros de viaje y se habló de política, de los nuevos ferrocarriles y, de cómo en Moscú, le desanimaba la confusión de sus ideas, se sentía descontento de sí mismo y avergonzado no sabía de qué. Pero cuando se apeó en la estación y reconoció a Ignacio, su cochero tuerto, con el cuello del caftán levantado, cuando a la débil luz que salía de las ventanas de la estación vio el trineo cubierto de pieles y los caballos con las colas atadas, cuando Ignacio le contó las novedades del pueblo, la llegada de un comprador y que la vaca «Pava» tenía cría, le parecía a Levin que salía del caos de sus ideas y que poco a poco desaparecían de él su vergüenza y su descontento.
La sola vista de Ignacio y de sus caballos le había supuesto ya un alivio, y, cuando se puso el tulup que le trajeron, cuando se vio acomodado en el trineo, y los caballos comenzaron a trotar, pensó en las órdenes que debía dar a su llegada, examinó a uno de los corceles, muy veloz, pero que comenzaba ya a perder fuerzas y que había sido en otro tiempo caballo de carreras en el Don, y las cosas comenzaron a manifestarse a sus ojos bajo una nueva luz.
Cesó entonces de desear ser otro. Y, satisfecho de sí mismo, sólo deseó ser mejor, Decidió no pensar en la felicidad inasequible que le ofrecía su imposible matrimonio y contentarse con la que le deparaba la realidad presente; resistiría a las malas pasiones, como aquella que se apoderó de él el día en que se decidió a pedir la mano de Kitty.
Se acordó, después, de Nicolás, y resolvió velar por él y estar pronto a ayudarle cuando lo necesitara, cosa que presentía para muy pronto.
La conversación sobre el comunismo sostenida con su hermano, del que Constantino había tratado muy ligeramente, ahora le hacía reflexionar. El cambio de las condiciones económicas presentes le parecía absurdo, pero comparando la pobreza del pueblo con su abundancia personal, resolvió trabajar más para sentirse más justo y permitirse todavía menos gustos superfluos, aunque ya antes trabajaba bastante y vivía con gran sencillez.
Y todo ello se le figuraba ahora tan fácil de hacer que todo el camino se lo pasó sumido en las más gratas meditaciones. Eran las nueve de la noche cuando llegó a su casa, y se sentía animado por un sentimiento nuevo: de la esperanza de una vida mejor.
Una débil claridad salía de las ventanas de la habitación de Agafia Mijailovna, la vieja aya que desempeñaba ahora el cargo de ama de llaves, y caía sobre la nieve de la explanada que se abría frente a la casa. Agafia, que no dormía aún, despertó a Kusmá y éste, medio dormido y descalzo, corrió a la puerta. «Laska», la perra, salió también, derribando