Los ojos de bambú. Mercedes Valdivieso

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Название Los ojos de bambú
Автор произведения Mercedes Valdivieso
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563573220



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custodiado por policías) y me exigieron el pase como si no me conocieran. De pura rabia les dije que no lo tenía y que me dejaran en paz; pero cuando quise pasar, uno de ellos me detuvo gesticulando y se puso frente a mí con los brazos abiertos. ¿Te das cuenta? Me cegué de furia y le di un empujón; gritó, llegaron otros, los insulté en español y en inglés hasta que sonó de pronto el teléfono y me dejaron entrar.

      La indignación la levantaba del asiento; comenzó a pasearse retorciéndose las manos.

      —Ahora se atreven a todo; no te imaginas cómo han cambiado las cosas desde que llegué. Antes todas eran sonrisas y amabilidades, hoy te echan los perros… Pero yo me vengo de ellos diciéndoles frases que les enfurecen. Claro que después me devuelven la mano, porque acá todo está contabilizado: las personas que recibes, a quien saludas, el nombre de tus libros…

      Hablan muy fuerte, Clara le hizo un gesto para que bajara el tono y le ofreció una taza de té. Quería interrumpir aquella marejada ruidosa que se le venía encima; la muchacha se excedía en su confianza. Levantó el termo del suelo y vertió agua en la tetera. Fanny volvió a sentarse algo corrida y con un aire muy joven y contrito.

      —Los únicos momentos agradables los paso en alguna embajada; hoy, por ejemplo, en que me olvido de todo esto, oigo hablar del mundo, de cine, de personas con nombres y rostros propios y siento como si respirara de nuevo. ¿Tiene algo de raro, entonces, que me tome unas copas?

      Recibió la taza, la apoyó en el brazo del asiento y prosiguió en voz baja:

      —Uno aquí no existe, es otro más de los “amigos extranjeros”.

      Arrastró las palabras finales con odio y tristeza. Bebía su té entre sorbos cortos, como para no hacer ruido, los codos pegados al cuerpo y la mirada fija en la taza. De su actitud habían desaparecido toda frivolidad y desenfado. A esas horas de la noche su mundo se reducía a dos piezas solitarias en aquel inmenso hotel internacional y su soledad la llevaba a confiarse en una desconocida que no tenía ni siquiera su misma nacionalidad, pero cuya voluntaria independencia la mantenía alejada de personas y grupos que a ella la rechazaban, porque la presencia de Fanny era para algunas respetables esposas un peligro en ciernes. En un mundo femenino repetido a las horas de almuerzo y comida, su cabello ruidosamente platinado ponía cierta nota agresiva y picaresca que la muchacha acentuaba por agresión y fastidio. Hacía clases de español en una institución ministerial a donde partía en las mañanas con los libros bajo el brazo y el aire de ser ella misma solo una estudiante más.

      Aquellas consideraciones y su aspecto tan joven provocaron en Clara una súbita piedad. Inclinándose sobre la muchacha, preguntó:

      —¿Qué haces aquí?

      La pregunta produjo en Fanny cierta sorpresa.

      —¿Aquí…? Pues…, clases.

      —Quise decir, ¿por qué estás aquí?

      La sorpresa no desaparecía de su rostro; meditó un momento y luego contestó directamente a la mirada abierta de la mujer:

      —Me casé a los veinte años y me divorcié a los veintiuno. Papá me dijo un día que se pedía un profesor de español para Pekín, lo supo a través del Instituto Chino, y como yo había estudiado tres años de pedagogía me presenté enseguida. Pensé, tal vez, el hecho de ser sola, no tener familia que transportar y que el asunto apuraba. Me aceptaron y aquí estoy.

      “Historia semejante a muchas en el fondo”, se dijo Clara.

      —Me atrajeron lo exótico, el país milenario y también ese mundo nuevo del que hablan mis padres con pasión. Bueno, hace seis meses que vivo en este hotel y lo que sé de esta revolución, sin duda maravillosa, pude haberlo aprendido en una sala de cine.

      No tenía ya rastros de haber bebido, sino muestras de agotamiento.

      —Deberías ir de paseo por la ciudad, en bus, como cualquier pekinés, y tratar de ver algo más que el jardín del hotel o un salón de una embajada.

      —Ya sé que usted lo hace, pero yo estoy harta. Cumpliré el año de trabajo y dejaré el país. Quiero vivir, sentir que los hombres son seres de carne y hueso. He terminado con esto.

      Estiró el brazo para colocar cuidadosamente la taza sobre la mesa y luego se puso de pie. Ya no tuteaba a Clara; en su mirada estaban mezclados el respeto y la confianza.

      —Perdóneme, me sentía muy sola y desesperada... Usted sabe…, es difícil hablar de estas cosas y más difícil aún escribirlas a casa: así… un día revientan. ¿Puedo volver?

      Clara dijo que sí con un gesto y la acompañó hasta la puerta.

      —Cuando quieras —añadió en voz alta mientras le tendía su mano.

      Antes de pasar al dormitorio apagó la luz en la sala y después fue a sentarse en la cama sin ánimo para desvestirse.

      ¿Qué podría decirle a Javier?

      Estoy desconcertada. Sucede hoy a mi vida como esas pinturas que parecen solo superficies: me falta la perspectiva, seres y acontecimientos los veo presentados, no representados; faltan la síntesis, la unidad y el equilibrio precisos que revelan el todo. Te hablo como pintora y no trabajo como tal. He suspendido mi actividad hasta ponerme en orden, no me serviría la pintura para aclarar ideas; por el contrario, ella es hoy un conflicto y me duele. La inactividad de las últimas semanas me ha permitido mirar alrededor con ojos simples y lo que veo en este pequeño mundo edificado al noroeste de Pekín me deja un poco atónita. Muchos de sus habitantes dan la impresión de haber agotado sus reservas de vida propia y de luchar ahora por subsistir a costa de las ajenas, porque no tienen dentro de estas paredes y jardines, de este bienestar material que nos rodea, cordón umbilical que los alimente del flujo vital emanado de la tierra. Estamos suspendidos en el aire, separados de este suelo por la más absurda idea del confort. Los extranjeros —procedentes de todas partes del mundo— ocupamos un solo bloqueo de los numerosos bloques edificados que constituyen el Hotel Internacional y cabemos en un solo comedor; no somos muchos —tal vez cincuenta, incluyendo a los niños, y de ellos ocho latinoamericanos—, pero, a mi juicio, somos aún demasiados para estar reunidos aislados de China, sobre todo si vienen, como aseguran, más profesores y traductores de español. Y aunque la discreción es estimada la virtud principal en el hotel, cuentos e historias tienen siempre un nombre y un rostro circulando por sus pasillos largos, oscuros e inhóspitos.

      Mientras te escribo, sensaciones encontradas me golpean, seres que hablan distinto lenguaje, y, como tú dices, lenguaje distinto significa para nosotros ese que expresa en palabras esta forma de ver, de recibir el mundo, y en esos seres, voluntades y verdades inflexibles. Estoy confusa, hechos e imágenes se revuelven dentro de mí y temo, a veces, que la realidad inmediata me impida aprovechar en todas sus posibilidades este inmenso y rico mundo chino. Sobre este “aprovechamiento” hay mil versiones distintas; yo me siento recién llegada y es poco lo que he sacado en limpio todavía.

      Ya no hay esperanzas de traslado a otro sitio que me hubiera permitido vivir en la ciudad y tener contacto con estudiantes y artistas. Para suplir en parte el aislamiento suelo irme en bus a Pekín y echarme a pie por sus callejuelas y avenidas. No te imaginas lo hermosos que son los niños, siempre hay alguno valiente capaz de acercarse y tocarme, y como no aceptan nada, ni siquiera dulces o chocolates —símbolo del engaño extranjero en el pasado—, les hago un dibujo a la carrera en mis papeles de apuntes, aún los llevo, lo cual resulta el mejor vínculo, incluso con los mayores, y sonríen, sonríen de verdad mientras me observan fijamente, llenos de esa limpia, sana, universal sabiduría popular. Y yo también los observo, los miro caminar por las calles y pienso que realizaron aquella terrible y heroica revolución. Treinta años luchando y muriendo, treinta años, Javier, poco menos que la longitud de nuestras vidas. Me detengo en las aceras y ya no me atrevo a tomar apuntes; serían estos imágenes compactas, muchedumbres, desfiles, banderas rojas, rojos pañuelos de pioneros y soldaditos de ambos sexos, imágenes algo en pugna con las tomadas anteriormente. Y me vuelvo después a este hotel, en donde encuentro otra vez rostros en singular que actúan y se mueven, aceptan y rechazan.

      Siento